Recuerdo con alegría mis visitas a la biblioteca de mi colegio. Solía refugiarme allí en los descansos a leer al azar lo que encontraba en las enciclopedias de referencia o en los estantes de literatura. Muchas veces fui a los estantes de ciencia por mi interés en la astronomía y todos los fenómenos celestes, pero siempre la literatura terminaba por seducirme mucho más. Allí pasé los mejores momentos de la vida escolar entre el silencio y olor de las hojas de papel cosidas a los lomos de tantos volúmenes. Los olores de las enciclopedias me gustaban más y el de las tintas de los libros a color de aquella época. El olor a tiempo detenido de los libros viejos también me conmovía. Sin embargo, aquel encanto de la biblioteca en aquellos tiempos lo podíamos disfrutar quienes teníamos un afecto verdadero por los libros, mapas y archivos que guardan secretos del pasado. Para la mayoría de mis compañeros la biblioteca era el lugar de castigo o un escondite para los que se escapaban de las clases. Si no llevábamos completo el uniforme de la clase de educación física, el castigo era ir a la biblioteca. Si no hacíamos los infinitos ejercicios del Álgebra de Baldor o no teníamos la bata para el laboratorio de química terminábamos castigados en la biblioteca con una anotación. Así, la biblioteca era el lugar del castigo donde debíamos cumplir la pena a una falta grave. Si suspendían a alguien por uno o dos días por alguna falta disciplinaria leve, dicha suspensión debía cumplirse en la biblioteca llenando insufribles cuestionarios y guías preparadas para el castigo. No había una reparación o una reflexión sobre la falta cometida, sino que había que llenar páginas llenas de preguntas que solo se resolvían con los libros de texto de cada materia. Obviamente, al final, nadie revisaba esos cuestionarios solo se había cumplido el objetivo de llenar de trabajo al estudiante amonestado.
Por ejemplos como los anteriores es que la biblioteca y los libros se convirtieron poco a poco en sinónimos de castigo. Esta percepción distorsionada, arraigada en una mala interpretación del espacio bibliotecario, no solo desvirtúa su propósito fundamental, sino que también priva a los estudiantes de la posibilidad de disfrutar de uno de los entornos más ricos y formativos en su proceso educativo. En fin, la lectura como lugar de la penitencia. Aquella visión obsoleta lamentablemente persiste en muchos entornos escolares donde la biblioteca pareciera ser un depósito de libros viejos que donan herederos de exalumnos que buscan deshacerse de esos volúmenes llenos de hongos y ácaros que perviven en sus estantes. En otros colegios, la biblioteca está considerada dentro del organigrama de la institución como un área de servicio como la fotocopiadora, la enfermería, la cafetería o el transporte escolar.
Algunos colegios y muchas universidades, por el contrario, han entendido que la biblioteca es el imán de la institución. Es el magneto que permite que toda la vida sea transversal a toda la vida académica y convivencial de las instituciones. A través de la biblioteca vibra la investigación, la preparación de clases y las actividades de esparcimiento. Una buena biblioteca escolar debe contribuir a abrir la imaginación y el pensamiento crítico. Por eso no solo debe estar en el centro de muchos organigramas, sino que debe permear las áreas académicas, acompañar los procesos y asistir a las reuniones académicas porque la lectura hace parte de todas las áreas del conocimiento. Me gusta cuando visito colegios y veo bibliotecas bien dotadas de novedades bibliográficas y que tienen en sus equipos de trabajo tanto profesionales en bibliotecología o ciencias de la información como promotores de lectura y maestros bibliotecarios que acompañen el día a día al colegio.
Nuestros estudiantes hoy enfrentan desafíos diferentes a los que tuvieron que asumir los de mi generación. Ahora hay tabletas, celulares y redes sociales que aumentan la dispersión y la desconcentración. Hay además temas de ansiedad y salud mental graves que se detectan desde tempranas edades. Muchos docentes no han sabido qué hacer con estas dificultades mientras otros han encontrado en las bibliotecas a los mejores aliados. En una biblioteca escolar podemos detectar esas soledades y ansiedades de muchos jóvenes de hoy y muchas veces un buen bibliotecario o promotor puede llevarlos a los libros que podrían cambiarles la vida, a abrirles la mente y el corazón a nuevas sensibilidades. Es allí donde muchas vidas rotas encuentran refugios y motivaciones para sostenerse en este mundo. En este sentido, la biblioteca escolar debe ser un espacio que promueva la autonomía en el aprendizaje. En lugar de ser visto como un espacio donde se imponen lecturas, debe ser un lugar donde cada estudiante pueda seguir sus propios intereses, encontrar libros que resuenen con sus experiencias, y desarrollar un amor genuino por el conocimiento. La diversidad de materiales y recursos disponibles es fundamental para que cada estudiante encuentre algo que lo inspire. Además, la biblioteca también debe ser un espacio de inclusión, donde se respeten y valoren todas las formas de conocimiento. Esto significa que la colección de la biblioteca debe ser diversa, representando múltiples voces, culturas, y perspectivas. De esta manera, cada estudiante puede verse reflejado en los materiales que encuentra, y entender que el conocimiento es un mosaico amplio y variado, del cual todos formamos parte.
El bibliotecario también es un maestro. No es el carcelero de los libros sino es el maestro que los abre y los deja al alcance de nuevas miradas. Recuerdo una señora furiosa que no prestaba los libros en mi colegio por temor a que los ensuciaran. Precisamente eso debe ocurrir: que los libros se ensucien al pasar por tantas manos y ojos que los visitan. Un libro leído por otros, llega con historia o la huella de otras sensibilidades. Lejos de ser un guardián del silencio y el orden, el maestro bibliotecario debe ser un guía, alguien que acompaña a los estudiantes en su viaje de descubrimiento. Esto implica no solo conocer bien la colección, sino también entender los intereses y necesidades de los estudiantes porque un buen maestro de biblioteca no solo recomienda libros, sino que también organiza actividades que hagan de la biblioteca un espacio vivo y vibrante. Puede sugerir lecturas que desafíen a los estudiantes, pero también respetar sus gustos y ritmos. Al hacerlo, ayuda a crear una cultura de lectura y aprendizaje en la escuela, donde los estudiantes ven la biblioteca como un aliado en su educación, y no como un lugar de reclusión.
Pero, además, en estos días en los que la convivencia escolar es tan difícil, la biblioteca debe ser vista como un espacio necesario para ello. En un mundo donde la interacción digital predomina, la biblioteca ofrece un espacio físico donde los estudiantes pueden reunirse, intercambiar ideas, y aprender unos de otros. Este aspecto comunitario es fundamental, ya que fomenta la empatía, el respeto mutuo y la colaboración.
Así, la biblioteca escolar no debe ser vista como una extensión del aula, sino como un espacio propio, con su dinámica y sus reglas, donde el castigo no tiene cabida y donde el conocimiento y el esparcimiento se entrelazan de manera natural. Solo así podrá cumplir su verdadero propósito: ser un lugar donde los estudiantes aprendan a amar el acto de aprender. Así podremos redescubrir y redefinir los laberintos de una buena biblioteca de nuestros colegios.