Daniel Schwartz
15 Febrero 2023

Daniel Schwartz

Samuel

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A medida que pasan los años que he vivido en este planeta, todavía muy pocos, crece mi desencanto con la política y los gobernantes. Cómo quisiera tener la esperanza en el cambio que tienen los viejos idealistas de la izquierda con el gobierno de Petro, pero confieso que cada vez me son más indiferentes los logros de los gobiernos sucesivos y ahora me parece que la democracia, este fenómeno de la modernidad, no es más que una forma de medir el paso del tiempo. Y que el ejercicio del poder es la cara más cruda de la condición humana. 

Antes, cuando el poder era vitalicio, el tiempo transcurría distinto: había que ser afortunado para ver una sucesión de poder y el reinado de un monarca podía coincidir con la vida entera de una persona. No había ciclos en la política, no había un cambio cada cuatro años. En la modernidad el tiempo pasa más rápido y la sucesión del poder se ha convertido en un referente temporal, no solo de la historia política del país, sino de la historia personal. La muerte de Samuel Moreno me hizo recordar sus años en la Alcaldía de Bogotá, que coincidieron con mi adolescencia, y quizá por eso me entristeció su partida. Samuel fue en los últimos años de su encierro un hombre abatido que aceptó su error y su condena, y cuyo nombre dejó de pronunciarse hace ya varios años. Sentí tristeza por la vida que tuvo Samuel, por su caída al precipicio profundo, pero también sentí nostalgia porque su muerte me recordó una versión de mí mismo que ya no existe. 

Porque soy joven, puedo reconstruir con mucha precisión quién era durante los gobiernos que he vivido. Recuerdo que había mucha polarización cuando Álvaro Uribe fue presidente. Era prudente guardar silencio en esos años. Yo comenzaba a preguntarlo todo y recuerdo que mi papá dejaba de responder cuando nos subíamos a un taxi porque “uno nunca sabe quién lo está escuchando”. Fueron tiempos en los que pedir un acuerdo humanitario para la liberación de los secuestrados por la guerrilla podía ser peligroso y valía para ser calificado de guerrillero.

Un amigo de Medellín me dijo que su infancia fue verde porque coincidió con la alcaldía de Sergio Fajardo. Entendí que la mía fue amarilla, primero por Lucho Garzón y luego por Samuel Moreno. El amarillo es la luz del sol, el color que ilumina las sombras, y así fue mi Bogotá durante esos años. Samuel Moreno llegó a la alcaldía en mi preadolescencia, la edad en la que se construyen los ídolos y en la que empezamos a modelar nuestras vocaciones e intereses para la vida futura. A él lo iluminaba el amarillo, la claridad; tenía en su muñeca manillas de la suerte y pulseras tejidas por los wayú, el pelo desordenado y las mangas de su camisa recogidas. Por eso que Samuel representaba me comenzó a gustar la política, y pensaba que me gustaría ser un político como él. Casi al mismo tiempo apareció en el panorama político Barack Obama, su versión norteamericana: el político joven, simpático, que siempre sabe qué decir y que nunca parece estar incómodo. Una figura refrescante entre tanto político viejo, aburrido, zorro y payaso. Moreno era popular sin bajarse los pantalones y sin amenazar. Despertaba, además, esa admiración inexplicable que despiertan los príncipes de las casas reales, aquellos que han tenido una vida de fantasía predestinada a la gloria y al reconocimiento y que todos quisiéramos tener.

Luego, en 2010, aprendí que los buenos no ganan. El delirio fugaz de la Ola Verde fue un reflejo de los sobresaltos de mi propia vida: a los 14 o 15 años las expectativas y el estado de ánimo cambian sin parar, nos dejamos llevar por las emociones y muchas veces deliramos. 

El último año de la alcaldía de Samuel Moreno fue mi primer año de fiestas, de romper tiernamente la ley, de tomar cerveza, de desplazarme solo por la ciudad y de conocer la noche. Luego se supo la verdad y cayó el ídolo. Viéndolo en perspectiva, se trató de una pequeña era de estafas y decepciones: David Murcia Guzmán estafó a más de un millón de colombianos, Bernie Madoff cometió la mayor estafa de la historia y Samuel Moreno, uno de mis primeros ídolos de la política, le robó a la ciudad miles de millones de pesos.

Estamos ahora en el gobierno del cambio, del amor y de la vida, pero algo no me cuadra. Ya no creo mucho en los héroes que pueden cambiar el mundo, ni en la buena voluntad de los gobernantes, creo que ahora comprendo cada vez mejor la vanidad y la crueldad de la naturaleza humana. Se siente raro que esa palabra, “cambio”, llegue cuando ya no quiero que las cosas cambien, cuando ya pasé por la mejor versión de mí mismo y cambiar significa echar para abajo. Ya fui hermoso y libre de verdad, ahora le temo a las transformaciones, a la caída del pelo, al arrugamiento de la piel, a volverme ancho y desgarbado. Vuelvo a pensar en Samuel Moreno, en su soledad, en la vida que llevó los últimos meses sin ilusiones y a la espera de la muerte. Pienso también en los tristemente célebres y en las personas que solo recordamos cuando mueren.
 

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