
Bogotá era una ciudad tranquila. Barranquilla lo era más. Podías pasearte por la noche o la madrugada sin temor a una puñalada o un balazo en la cabeza. Los mendigos pedían en la puerta de las iglesias. Los costeños que íbamos a los encuentros estudiantiles en Bogotá nos hospedábamos en las residencias del barrio Santa Fe, frecuentadas por aventureros, conductores de autobuses y prostitutas que se buscaban la vida en la calle sin la “protección” de un chulo. Las pulgas nos asaeteaban. El frío nos cuarteaba los labios. Volvíamos en tren hasta Ciénaga, el bullicioso pueblo en el que tomábamos un bus hasta Barranquilla para continuar los estudios.
Eso era antes. Ahora, Viejo Topo, es un milagro vivir en Bogotá o en las ciudades más populosas de Colombia. La violencia urbana y la agresividad reinan en las calles. Los alcaldes elegidos en los pasados comicios prometieron —con la proverbial demagogia y fanfarronería que los caracteriza— traer la seguridad a las capitales colombianas. El crimen no fue un regalo del demonio. Es el resultado de un patrón político y cultural que ha dominado al país. Un patrón en el que la palabra “equidad” no existe. La seguridad en un país no viene de los policías sino de la manera como se distribuye la riqueza material. Una repartición en la que nadie queda por fuera. Cuando medio país queda por fuera, como ocurre en Colombia, el crimen se incrementa. Alguien desmonta el banco de un parque para llevarse el metal y venderlo como chatarra. ¿Por qué lo hace? Peor aún el chico que sale a la calle con un changón o una navaja para ganarse el día.
La seguridad de la mayoría de las ciudades europeas, por ejemplo, no está basada en el número de policías, sino en la calidad de vida de sus habitantes. Es extraño que una familia se quede por fuera. No vas a robar comida si tienes un plato en casa. No tienes necesidad de realizar una estafa para conseguir la matrícula porque la educación es gratuita o subvencionada. Esto no parecen haberlo entendido los operadores políticos de la extrema derecha colombiana que desean imitar el modelo empleado por Bukele contra las maras en El Salvador. Colombia no está para experimentos. Menos para fotocopias.
La brecha colombiana entre la ciudad y el campo, lo mismo que entre los menos que tienen mucho y los más que no tienen nada, es ancha y profunda. La inseguridad se origina en esa brecha. Si empezamos a recortarla desde ahora, podríamos obtener buenos resultados en veinticinco años. Un país sin estrategia a largo plazo está condenado al fracaso.
