Son miles más de asesinatos legalizados, dice el coronel retirado Luis Fernando Borja, asignado al departamento de Sucre, de 2007 a 2009. Son muchos más de 6402 muchachos denominados como «positivos», esa valencia y adjetivo del horror cuyo significante es el deterioro absoluto de Colombia y con la cual se hace referencia a matar inocentes para hacerlos pasar como guerrilleros.
Alguien tendrá que hacer las cuentas, poco a poco, con paciencia. Alguien tendrá que tejer las trenzas de estas historias brutales que hemos padecido como colombianos y que no hemos dimensionado en esta abismal realidad que ha puesto la muerte por delante de la vida. Miles de muchachos yaciendo en potreros, mangas, descampados, fincas, veras de los ríos, carreteables olvidados: las botas al revés, los uniformes recién comprados, las armas tiradas allí como cualquier cosa. «Si una brigada hacía 180, la otra tenía que hacer 210», dice Borja, refiriéndose a la política del Gobierno de Álvaro Uribe que convirtió el body count en una factoría de horror. Dice Borja que el general Montoya, comandante de las Fuerzas Armadas, alguna vez le dijo: «Si quiere más bajas, en la calle hay muchos gamines». Borja se acogió a la JEP y les da la cara a las víctimas sabiendo que es difícil ser perdonado, que es complejo rehacer la vida con cientos de muertos en la conciencia.
Un país con nueve millones de víctimas tiene que emprender un camino que incluye un profundo cambio cultural y que exige una toma de conciencia común, masiva, de miles que se conviertan en millones. Ya parte de Colombia y sus jóvenes nos demostraron que hay una sociedad dispuesta a organizarse, tal como lo hizo Steven Ospina, uno de los líderes del estallido social que comenzó en Cali en 2021. Ospina entendió algo que quizás no hubiera sido posible sin el acuerdo de paz, firmado entre el Estado colombiano y la guerrilla de las Farc-EP, en 2016: que el problema no era solo la insurgencia, sino la incontestable y sempiterna injusticia social: la codicia, la ambición, el desprecio por el otro. «El problema no es la seguridad en estos barrios. Nosotros sabemos cuidarnos. El problema es el trabajo, la educación». La dignidad de millones de gentes humildes que no tienen cómo saber si van a comer en la noche. El 52 % de la población de esa ciudad que adivina desde una terraza en la Cali de la clase alta el exalcalde Maurice Armitage, caracterizado por una franqueza llana.
El documental Después del frío, de María Jimena Duzán, ha logrado en un par de horas trenzar una compleja historia de víctimas y dolores superpuestos. El pasado sigue ahí, vivo, abrasador para muchos, como lo testimonia el ganadero Roberto Lacouture, uno de los primeros secuestrados en el departamento de Cesar, en 1989. Su esposa, Diana Daza, guarda las cartas que él le enviaba desde que un frente de las Farc al mando de Abelardo Caicedo se lo llevó «por equivocación»: los dos se encuentran allí mismo, en Tierra Grata, Cesar, treinta y tantos años después. Se dan razones. Dice Abelardo que también vio morir a sus compañeros de la Juventud Comunista cuando un teniente de apellido Rodríguez «nos la veló».
La periodista María Jimena Duzán ha ido al infierno en su propio libro buscando las trazas de su hermana Silvia, asesinada en Cimitarra, Santander, cuando realizaba un documental sobre la Asociación de Trabajadores Campesinos del Carare. ¿Quién no carga muertos encima en este país? ¿Podremos inventar una nueva manera de organizar este cuerpo mutilado, fragmentado, que somos como nación?, según la metáfora que usó el valiente padre Francisco de Roux, al entregar el informe de la Comisión de la Verdad, que deberíamos leer entre todos, compartir, entender, hacerlo parte de nuestra vida pública para tejer otras trenzas, esta vez, las de la vida, las que nos hermanen. Las que nos dejen perseguir, al final del camino, a un pequeño niño que se pierde en el horizonte subido en su bicicleta aún con los sueños intactos.