Federico Díaz Granados
29 Junio 2025 05:06 pm

Federico Díaz Granados

Te recuerdo Amanda

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Conocí a la poeta Amanda Durán (1982-2025) en casa de Marcelo Dalmazzo. Aquella noche de agosto de 2022 él ofreció una cena de bienvenida a Bogotá a las poetas Eugenia Brito, Malú Urriola y, por supuesto, Amanda, de quien ya había tenido noticias, por varios amigos en común, de su fuerza poética y de su imponente puesta en escena en distintas lecturas de poemas en varios países. Eran tres generaciones de poetas que al día siguiente participarían en un evento en la Biblioteca del Gimnasio Moderno donde tendría la alegría de presentarlas y organizar una conversación. Desde aquella noche en casa de Marcelo iniciamos con Amanda una amistad que nos permitió de hablar de tantos temas como las certezas y las dudas, los grandes miedos, los poetas tutelares, las voces amadas, las incertidumbres de la vida y los recovecos del día a día y que no se interrumpió sino hasta el viernes pasado cuando recibí la noticia de su muerte. Un año después de aquel encuentro en casa de Marcelo, mis amigos Juan Felipe Harman y Edith Agudelo acogieron mi recomendación de invitarla a la Feria del Libro de Villavicencio, donde su poesía conmovió a los asistentes en la noche de clausura antes del concierto del cantautor español Pedro Guerra.

Un video que circula en estos días nos conmueve mucho más. Es la evidencia clara, desde la ternura y la inocencia, de una lealtad total a la poesía. Se trata de una breve entrevista en el programa Club Disney a la niña Daniela Pizarro Durán (su nombre de pila) a sus 13 años, luego de publicar su primer libro. Aquella niña sonriente, comiendo un algodón de azúcar, nos habla con mucha propiedad de la poesía, de su abuelo, de sus padres, de lo mal que le va en el colegio por ponerse a pintar y escribir en clase y sobre cómo conoció a Nicanor Parra quien escribió el prólogo de su primer libro Zona Primavera, en 1994: “Ya verás ya verás/ Imposible vivir sin poesía/ Sin poesía nos volvemos locos/ Sin poesía no se entiende nada”. Y concluye diciendo: “Has elegido el camino más negro”. Ella entre columpios, rodaderos y sube y baja responde: “Elegí el camino más divertido”.

Desde allí, Amanda Durán construyó una de las voces más viscerales, lúcidas y conmovedoras de la poesía chilena del nuevo siglo. Desde la palabra o las artes visuales exploró los márgenes de la experiencia íntima y social, desbordando los géneros y cruzando los territorios del cuerpo, la memoria, la rabia, el trauma y la ternura. Su vinculación con la literatura comenzó muy temprano, cuando con apenas ocho años participaba en lecturas en el centro cultural Estación Mapocho.

En sus libros posteriores, Ovulada, Antro, misa para señoritas, Nudo, Hoja blanca y Sobre la belleza, logró situar su voz en una zona de fisura entre lo confesional y lo colectivo, lo erótico y lo sagrado, lo político y lo doméstico. La suya es una escritura marcada por el dolor de las ausencias: la del padre, la de la madre, la de una infancia robada por la dictadura. “La ausencia me hizo observarlos desde lejos”, dice. Es una voz que no temió abordar los tabúes, desenterrar los recuerdos dolorosos, hablar del hambre, de la locura, del abuso, de la pobreza, de las mujeres invisibles que arrastran sus cuerpos por la ciudad. Durante la pandemia, encontró en la pintura una manera de escribir cuando las palabras dolían demasiado. Pintó retratos de amigas, mujeres, su madre y su hermana, como una forma de decir: “Estoy contigo”.

Su abuelo le enseñó a escribir poemas. Sus padres dejaron a la pequeña Daniela bajo la crianza de su abuelo, quien hizo para ella los primeros talleres de lectura y escritura de poesía. “El primer poema que aprendí fue La Mamadre. Mi abuelo me lo leyó una vez cuando mis papás estaban separados y mi mamá estaba en la clandestinidad. En esa época me estaba criando mi abuela y yo no quería relacionarme con ella para no traicionar a mi vieja, crisis de infancia, ‘hijos de la dictadura’, nos dicen. Y fue el amor de Neruda, el viento del polo, la noche aullando con los pumas o quizás la mujer a la que nunca le pudo decir madrastra lo que me conmovió hasta las lágrimas”, recordó Amanda Durán en una entrevista durante la pandemia para el portal de la Fundación Pablo Neruda.

Era la hija de Támara Durán Canales conocida como ‘La Perestroika’ por su espíritu revolucionario y su papel agitador en el arte y la política durante los años ochenta y nació entre el fuego y las grandes utopías de la época en plena dictadura. Támara fue una artista visual, gestora cultural y activista chilena que desde muy joven se vinculó a movimientos como las Brigadas Ramona Parra y el colectivo Lonquén. Inspirada por el arte libre y comprometida con la infancia vulnerable, desarrolló talleres de artes visuales en sectores marginados, promoviendo la creatividad como acto liberador. Su muerte todavía es un misterio. Su cuerpo fue hallado en extrañas condiciones en su casa de Pelluhue tras una tormenta, y aunque la versión oficial habló de un accidente doméstico, las múltiples fracturas, la escena alterada y la falta de una investigación rigurosa han dejado abiertas las preguntas sobre una posible agresión. Su muerte, silenciada por la burocracia y la desidia, simboliza las heridas abiertas de un país que aún lucha por la memoria, la justicia y la verdad. ‘La Perestroika’ es, sin duda, heroína y anti-heroína de la poesía de su hija Amanda.

Su columna de opinión era siempre esperada por sus lectores. La última la publicó el 14 de junio: Los morenos de Jordi Lloret: Cuando la propia palabra escribe un país. Otras que tuvieron mucho impacto fueron Francisco, el Papa que sepultó al Vaticano y Mario Vargas Llosa murió. ¿Y si ya estaba muerto como escritor. Y estuvo activa en redes hasta pocas horas antes de su muerte. Compartió la invitación al Festival de Poesía Primavera Poética dirigido por el poeta Harold Alva y respondió algunos mensajes. Para sus amigos, esta muerte es como un terremoto de alta magnitud en un país de sismos. El poeta Héctor Hernández Montecinos la despidió diciendo: “Amanda es una poeta prodigio que a los 13 años ya tenía un primer libro que era el primero de muchas cosas. De ahí en adelante, todo lo que hizo fue llevar ese don, esa luz, ese amor, a la zona oscura que es la vida misma y retrató el dolor como nadie logrando que su propia existencia fuera la metáfora de las nuestras. Tristemente, su muerte es también la metáfora de algo que perdemos todos y que por ahora no tiene más palabras. Poetas como ella no se van, sino que regresan al primer poema y ahí se quedan para siempre. Esa es su luminosa eternidad. Y nuestra oscura pena”. Y, por su parte, el poeta Ernesto González Barnert escribió: “No deberíamos esperar a que nuestras poetas mueran para leerlas. Es urgente ayudarlas a que su voz se escuche, incluso —y, sobre todo— cuando el viento sopla en contra, cuando la marea parece arrastrarlo todo. Sabemos que la poesía es el camino más arduo: una ruta sin sendero, sin red de seguridad, donde cada paso es un riesgo y cada verso, un espejo. Es un oficio donde una y otra vez nos enfrentamos al enemigo más persistente: nosotros mismos, con nuestras dudas, nuestras sombras, y esos fantasmas obstinados de la gloria y el fracaso, del honor y la deshonra”.

Pero en quien he pensado mucho en estos días es en el gran Raúl Zurita, quien había prologado su reciente libro La belleza y era su maestro y amigo. Hablamos tanto de Raúl con Amanda en nuestros encuentros y siempre festejamos su lucidez y su forma de inspirarnos a sus lectores a ser mejores ciudadanos de un mundo destrozado. Amanda había compartido unas fotos recientes de un encuentro con Raúl y Paulina y todos estaban felices, celebrando la amistad y la poesía. Raúl, la despidió diciendo “AMANDA INFINITA: Tu muerte, poeta infinita, es mucho más grande que nuestras vidas y que la hipocresía inútil de creer que vivimos. Te decimos adiós, Amanda Durán o Daniela Pizarro (tú tienes ahora todos los nombres del mundo). Ahora nos visitarás en nuestros sueños y vivirás para siempre en lo más íntimo e intransable de nuestros corazones. Cuidemos entonces nuestro corazón, en medio de esta tierra demasiado llena de escombros, mantengámoslo limpio y puro, para que sea un buen lugar donde tú, la más bella, vivas”.

Hoy yo también te despido amiga y poeta desde tu propio grito que fue tu poesía, desde la herida que nos permitiste ver a todos los que te leímos con asombro y desde la ternura y fragilidad de tu corazón que ya no late. Desde hoy nos queda tu memoria como leyenda y tu voz como algo irrepetible en este laberinto de la vida donde como tal cual nos enseñaste la poesía es una casa para no morirnos del todo y que siempre nos salvará de aquellos barrios sin cielo. Este fin de semana vi una película, Blue Jay, y un episodio de Black Mirror de la última temporada. En ambos, y por azar, las protagonistas se llamaban Amanda. Fue un guiño, otra forma de la cercanía. “Te recuerdo Amanda /La calle mojada” te anticipó el inmenso Víctor Jara. El mejor homenaje es seguir leyéndote siempre. 

La última palabra de mi madre fue un aullido.

Sostuve su cabeza con mis manos

y rompí el cascarón de su frente, para que pudiera irse.

Ella se quedó ahí observando

cómo el reloj seguía el mismo baile

de esa mañana cuando el mismo cuadro,

colgado en la pared, se movía con el viento.

Abrí con mis dientes la herida

para que saliera volando.

 

(De La Belleza)

Desperté con el cielo adentro

alguien lo derramó mientras dormía

me gustaría saber quién, o al menos cómo.

Por eso no te llamo

porque no se puede hablar

con el cielo así todo incrustado.

Al abrir los ojos

empieza a brotar celeste

como cascadas

y el lagrimal se rompe:

no duele tanto pero sabes -tú sí sabes.

 Nadie quiere deshacerse del cielo tras habérselo bebido

entero.

                                                                       (De La Belleza)

 

Construí con un muro con los restos

construí un muro con los restos de mis hermanos

oriné en la primera piedra

para que no sintieran solos

 

bajo la lluvia

se mojan los huesos y los labios

 

pero nada envejece

 

(De Ovulada)

 

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