
El 8 de octubre de 2011, un hombre llamado José Bretón asesinó y quemó a sus dos hijos pequeños para vengarse de su exesposa, Ruth Ortiz, de quien se había divorciado. Bretón fue condenado a cuarenta años de prisión por un tribunal de Córdoba, en España, y el crimen despertó el interés del escritor Luisgé Martín, que lo entrevistó durante tres años a través de cartas enviadas a la cárcel.
Como resultado de estas entrevistas, Martín escribió un libro titulado El odio, que debería haber salido a la luz la semana pasada, pero no ocurrió así. Y no ocurrió así porque la editorial Anagrama, en la que iba a aparecer la publicación, no hizo su tarea. Como tampoco la hizo el escritor. A ninguno se le ocurrió que sería importante contactar a Ruth Ortiz, la madre de los hijos asesinados, y decirle que estaban planeando hacer una publicación en la que hablarían de la tragedia. No por un asunto legal, que no lo había (porque Martín estaba en todo su derecho de hacer este libro), sino por piedad, por empatía, por respeto.
Ortiz se enteró de El odio por los artículos de prensa que aparecieron en las secciones culturales de los diarios y se vio obligada a revivir el horror del crimen tantos años después. Revictimizada, agredida y lastimada, Ruth Ortiz interpuso acciones legales para impedir que se publicara el libro, pero los tribunales españoles pusieron la libertad de expresión por encima de todas las consideraciones y le dieron luz verde a la edición. Sin embargo, una fuerza todavía más poderosa que un tribunal de justicia, se interpuso: el público.
Sin haber leído el libro, sin siquiera saber quién era Martín ni cuál había sido su idea al publicarlo, decidieron tomar antorchas (no literalmente, se entiende) y quemar en una hoguera el fruto de tal abominación. Por todas partes aparecieron puristas alegando que era inmoral publicar un libro en el que se le diera voz a Bretón y de nada valieron las alusiones a otras novelas como A sangre fría, de Truman Capote, o El adversario, de Emmanuel Carrère, que la editorial citó para defenderse de los ataques.
Tampoco importó que Luisgé Martín dijera que su objetivo había sido justamente exhibir a ese monstruo, quitarle la posibilidad de tener una voz, mostrar su maldad y su capacidad de manipulación. El asunto escaló a tales proporciones que incluso algunas librerías en España pusieron letreros donde anunciaban “en mi librería no”, para advertir que ellos no venderían semejante adefesio, como si no hubieran vendido cosas peores, o por lo menos similares.
Anagrama tomó la decisión de protegerse y lavarse las manos. Lejos de asumir su parte de culpa (que la tiene), prefirió sacrificar al escritor y con él al libro y emitió un comunicado en el que suspende la publicación de El odio, dejando entonces a su autor a la deriva con una obra que nadie quiere tocar y un nombre que nadie quiere escuchar.
El resultado no puede ser más desolador. Una mujer revictimizada, un escritor cancelado y un ataque frontal a la libertad de expresión que terminó con lo impensable: la censura a un libro. Aquí nadie ganó, ni siquiera Ruth Ortiz. Como dijo Martín, al final lo que ocurrió “es tristemente coherente con el tipo de sociedad hacia la que caminamos, en la que el resentimiento preventivo sustituye al pensamiento crítico”. ¿Será que se aproximan tiempos de censura?
