Federico Díaz Granados
11 Agosto 2024 01:08 pm

Federico Díaz Granados

Tom Sawyer y el eco de una infancia

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No recuerdo bien si fue durante los días en que me dio una varicela o si fue en algunas vacaciones, pero lo que sí tengo claro es que el primer libro que leí fue Las aventuras de Tom Sawyer del gran Mark Twain. El título hacía parte de una colección de Planeta ilustrada por Chiqui de la Fuente donde me aproximé a algunas de las primeras novelas de aventuras. Después vinieron colecciones donde conocí a Julio Verne, a Emilio Salgari, a Robert Louis Stevenson, Walter Scott y Herman Melville entre otros. Pero fueron Tom Sawyer y su amigo y cómplice Huckleberry Finn quienes sacudieron mi sensibilidad y mi mente en aquella infancia. Tengo imágenes de esa convalecencia que hizo que me quedara una semana en casa sin ir al colegio. Qué alegría cuando uno se enfermaba en la niñez porque no tenía que ir al colegio y no había tareas, ni clases aburridas, ni compañeros bullies. Era una semana bajo todos los cuidados esperando con paciencia a que se secaran los brotes y pasara la fiebre, pero no faltaban los jugos, las compotas y las gelatinas para pasar las horas y, por supuesto, los libros y la televisión. Como la programación de esos años, sobre todo en las mañanas, era muy aburrida, los libros y los cómics eran el mejor refugio. Y ahí, creo, fue que llegó a mi vida Tom Sawyer. 

No solo leí varias veces esa versión ilustrada durante esos días, sino que empecé a apropiarme del personaje como si se tratara de una obra teatral. Empecé a relacionar varias escenas y episodios con mi propia vida y jugaba con sus personajes. Trasladaba el relato al mundo de mis juguetes y algunos de mis muñecos de La guerra de las galaxias terminaban convertidos en personajes de Mark Twain. Es la imaginación de la niñez que permite que unos personajes del planeta Tatooine o de la Estrella de la Muerte terminaran en el territorio de mi habitación convertidos en personajes del sur de los Estados Unidos a orillas del Mississippi. Creo que lo hice tantas veces y trasladé tantas obras literarias a universo de mis juguetes cinematográficos que terminé por confundir las narraciones y haciéndolas parte de una sola épica personal. En las bolsas de los snacks Yupi venían unos muñequitos del Chavo del Ocho que muchas veces terminaron siendo parte de mis representaciones literarias. En fin, esa yunta de relatos con los que construí un universo muy propio y personal del cual nunca he querido salir. 

Quizás por eso es que Tom Sawyer y Huckleberry Finn son mi puerto seguro al que regreso con relativa frecuencia. Son pilares de mi mitología personal y la forma en que se configuraron mi carácter y mis afectos. Fui amonestado varias veces en el colegio tiempo después por creerme Tom o Huck en el salón de clase. Siempre terminaba en la oficina de psicología tratando de pintar por orden de la psicóloga a esos personajes imaginarios de los que hablaba todo el tiempo. Eso era aburrido, pero sin duda a esos personajes de la literatura y tantos otros les debo esa infancia feliz. A poder combinar los mundos de mi cultura pop con todos esos instantes de la gran literatura. Eso me permitió llevar tantas cosas en la niñez a la que hoy siempre trato de volver en los poemas que escribo. 

Mis inquietudes y deseos se reflejaban en esos libros. Tom Sawyer me reveló pequeñas y grandes hazañas y me llevó a perseguir mis propios tesoros. Aprendí de lealtades y vínculos verdaderos a través de esas páginas. Fue mi primer héroe, travieso y lleno de errores, pero fue el primero. Aprendí de empatía, ayuda y perdón con las situaciones que él debía enfrentar y también supe del amor gracias a Becky Tatcher perdida en la cueva. Las palabras se volvieron objetos de exploración y por eso fueron también el tesoro que siempre he intentado encontrar. Las palabras son el tesoro, el lenguaje y sus ritmos y luces son ese tesoro por el que somos capaces de ir al centro de la tierra o a la galaxia más lejana. Porque esas palabras nos permiten abrir tantas posibilidades del asombro en todos los rincones del mundo o el universo. Pensar que en esa galaxia lejana hablan el mismo idioma de mis amigos y de mis juguetes, que a la vez es el mismo en el que escriben mis autores favoritos, es un milagro que solo logra la poesía y lo poético de la imaginación. 

Cada relectura me cambia la forma de ver el mundo y reafirma la forma de verme a mí mismo y me revela nuevos secretos de la experiencia humana. Por eso, ya sin varicela, pero con otras pestes propias de este tiempo vuelvo a ese origen, a ese mito inicial, al comienzo de un viaje que aún continúa y en el que sigo explorando, descubriendo y conociendo esas pequeñas verdades de todos así estemos en una isla, en un río, en un planeta con dos soles o en mi pequeña habitación de niño. Siempre, siempre, las palabras serán el tesoro. 
 

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