
Es famosa la frase que le dijo Hernán Darío “Bolillo” Gómez a Francisco Maturana al terminar el partido contra la selección argentina en el estadio Monumental de Núñez el 5 de septiembre de 1993: “"Pacho, nos jodimos... Ahora nos van a exigir el título en el Mundial y nosotros todavía no tenemos esa historia". Y así fue. Después de derrotar a Argentina 5-0 en su casa las expectativas de un país acostumbrado a la derrota no eran menores. Llegábamos al mundial de Estados Unidos con el rótulo de favoritos y empezamos a vivir una fábula en la que durante varios meses el país entero compartía el sueño de ser tener el mejor equipo de fútbol del mundo. Es cierto que somos exagerados y bastante chauvinistas en materia deportiva pero la verdad es que había una nómina de jugadores que permitían imaginar más allá de los límites de la realidad. Pelé dijo en varios medios que Colombia era su favorita para ganar el mundial y varias figuras del mundo coincidían en elogiar con exagerados adjetivos al combinado nacional. La imagen de Maradona, resignado, aplaudiendo en la tribuna al final de aquel épico partido quedó en la retina de muchos como el mayor acto de revancha y justicia.
Pero tal cual lo había pronosticado el “Bolillo” el país de los fracasos no esperaba menos que el título mundial. Apuestas de mafiosos y carteles se pusieron a la orden del día y la Federación Colombiana de Fútbol, consciente de representar al equipo de moda no escatimó esfuerzos para aceptar partidos amistosos, de promoción, contra equipos menores para exhibir a las figuras y cumplir compromisos con las grandes empresas patrocinadoras. Sin embargo, el sueño se esfumó en el estadio Rose Bowl de Pasadena en Los Ángeles. Aquel verano norteamericano reservaba un capítulo trágico en nuestro destino como nación y fue así como el sábado 18 de junio un equipo rumano comandado por el gran Gheorghe Hagi, mas conocido como el “Maradona de los Balcanes”, nos aterrizó en nuestra eterna realidad a los dieciséis minutos del primer tiempo. Un gol de Florin Răducioiu quien hizo doblete aquella tarde y otro del capitán Hagi sacudieron el camerino colombiano que estalló de su burbuja en el entretiempo. Pero la sentencia de la tragedia se terminó de escribir cuatro días después en el mismo estadio cuando la selección local, con poca tradición futbolera nos derrota 2-1. El rostro de Andrés Escobar luego de anotar el autogol representaba la desilusión colectiva. El sueño había terminado prematuramente y los que iban a ser campeones del mundo eran el primer equipo eliminado.
Es cierto que para muchos “la patria es la selección de futbol” y que como diría Albert Camus mucho de lo que sabemos de la condición humana y de su ética se la debemos al fútbol, pero la tristeza e impotencia sería cuestión de algunos días o pocas semanas y como en cualquier país la vida seguiría su curso natural. El mismo Andrés Escobar afirmó después de ese partido: “Pero por favor, que el respeto se mantenga... Un abrazo fuerte para todos y para decirles que fue una oportunidad y una experiencia fenomenal, rara, que jamás había sentido en mi vida. Hasta pronto porque la vida no termina aquí”. Pero la suya si terminó y con su muerte algo murió en corazón del país, en su alma propia e hizo evidente la lástima y la fractura como sociedad. Diez días después de aquel autogol Andrés Escobar caía asesinado en Medellín. Hubo minutos de silencio en los partidos del mundial que seguía su curso. Gheorghe Hagi, quien lo había enfrentado días antes no lo podía creer y se agarraba el rostro con un gesto de dolor genuino. “fue el jugador más leal que enfrenté”. Volvíamos a estar en los titulares del mundo por cuenta de la violencia y la intolerancia.
Tuvieron que pasar quince años para que el escritor Ricardo Silva Romero publicara su novela Autogol que no solo es un homenaje a la figura de Andrés Escobar como héroe y mártir, sino que traza el retrato de una generación que se quebró con este crimen. Los seis disparos que acabaron la vida de Escobar también fulminaron a una generación que había crecido a golpes viendo como se desintegraba el país. Fue la misma generación que vio aquel partido entre Millonarios y Unión Magdalena la noche del seis de noviembre de 1985 mientras ardía en llamas el Palacio de Justicia. Fue esa generación que vio coronar al América de Cali campeón el 17 de diciembre de 1986 la noche en la que fue asesinado el director de El Espectador Guillermo Cano y que también celebró aún con lágrimas los goles a Ecuador dos días después del asesinato de Luis Carlos Galán.
Recuerdo que después de la muerte de Andrés Escobar dejé de ir al estadio durante mucho tiempo. Luego volví a algunos partidos del Santa Fe y de la selección nacional, pero sin el fervor de aquellos años antes de la llegada de los carteles de la mafia al fútbol. Fue decepcionante ver como muchos futbolistas que habían llenado las tribunas de alegría y entusiasmo terminaban en las cárceles por lavados de activos y vínculos con el narcotráfico. Varios también fueron asesinados en vendettas y ajustes de cuentas o en venganzas pasionales como Albeiro “El Palomo” Usuriaga goleador del primer título continental del Atlético Nacional y autor del gol a Israel con el que clasificamos a Italia 90 vía repechaje.
El pasado 2 de julio empatamos con Brasil y nos clasificamos a los cuartos de final de la Copa América. Después goleamos a Panamá y alcanzamos semifinales. Han pasado tres décadas de aquella tragedia y todavía no nos reponemos. Los sueños han cambiado y la euforia es diferente. Tenemos muchas heridas en el alma que no han sanado. Andrés Escobar sigue presente, su gol en Wembley a los ingleses y tantas tardes llenas de épicas en estadios del país y del mundo. Antes de su asesinato se daba como un hecho su paso el Milán de Italia, por esos días el mejor equipo del mundo. Han pasado treinta años de un autogol que nos hicimos como patria y que simboliza una derrota en nuestro pacto de nación y contrato social. El error de un hombre hizo evidente ese fracaso colectivo porque a través del fútbol también escribimos nuestra historia, la epopeya que sirve de espejo para reflejarnos como sociedad.
