Hace unas semanas, durante un almuerzo para celebrar la época de fin de año con colegas de la industria, algo aparentemente trivial me dejó reflexionando profundamente. Todo comenzó cuando rechacé amablemente un ofrecimiento de alcohol. Normalmente, es un intercambio sencillo: “¿Toma algo?”, “No, gracias, no me hace bien”, y la conversación sigue. Sin embargo, esta vez no fue así. Uno de los presentes insistió varias veces en que tomara “aunque sea una copa” y, al cuestionar mi negativa, culminó con una frase que me impactó: “Yo no confío en alguien que no bebe.”
Respondí con calma, pero con sinceridad: “Soy un adicto en recuperación.” Por primera vez en el ámbito laboral, más allá de mi jefe y unas pocas personas, decidí compartir esa verdad. La conversación cambió rápidamente de tono, pero para mí, el impacto quedó latente. No por la incomodidad que pudiera propiciar, sino porque no dejaba de pensar en lo que estas palabras podrían significar para alguien que aún lucha en silencio.
No es un caso aislado. Más allá de los excesos de fin de año, estudios muestran que alrededor del 10 % de los empleados en el ámbito laboral son bebedores de riesgo, y un 8 % tienen comportamientos abusivos de consumo. Esto no solo afecta su salud física, sino también su bienestar emocional y su desempeño. En muchos casos, el consumo de alcohol en el trabajo está vinculado a ambientes laborales negativos, marcados por el estrés o la falta de apoyo emocional. En esta coyuntura, el tema del alcohol adquiere mayor relevancia, ya que muchas reuniones sociales se convierten en escenarios donde las decisiones personales se ven cuestionadas.
Sin embargo, las presiones no se limitan al trabajo. A lo largo de los años, he presenciado innumerables comentarios que, aunque parecen inofensivos, pueden ser devastadores: observaciones sobre el peso, la comida, la vida personal o la forma en que alguien elige vivir. Estas palabras, a menudo lanzadas sin pensar, pueden generar una carga emocional en quienes las reciben, especialmente si ya están enfrentando una batalla interna.
Recuerdo una ocasión en que atravesaba una crisis personal. Mi cuerpo reflejaba claramente mi estado físico y emocional. Un conocido me dijo: “David, ¡qué bien se ve!” Le pregunté qué le hacía pensar eso, y respondió: “Está más flaco.” Esa respuesta me dolió profundamente porque lo que otros percibían como una mejora física era, en realidad, una manifestación de mi lucha interna.
En América Latina enfrentamos un reto cultural. Tendemos a opinar y cuestionar libremente sobre la vida de los demás, muchas veces sin mala intención, pero sin medir las consecuencias. Preguntas como “¿Por qué no comes más?”, “¿Aún no tienes hijos?”, “Un traguito no le hará daño” o, incluso, insistencias después de una negativa clara, son comunes. En lo personal detesto la pregunta: ¿Seguro? Estas frases pueden parecer triviales, pero tocan fibras sensibles y, en muchos casos, alimentan inseguridades o perpetúan conflictos internos.
¿Por qué nos cuesta tanto respetar los límites de los demás? ¿Por qué creemos que tenemos derecho a opinar sobre decisiones que no nos competen? La regla aquí no es simplemente evitar decir lo que no nos gustaría escuchar; es algo más profundo: respetar la intimidad, el cuerpo y las decisiones de los demás, incluso cuando no las entendamos.
Dejemos esas preguntas como lo que son: ecos de abuelas, tías o padres que, en otra generación, no pudieron reflexionar, entender o expresar sus sentimientos. Hoy tenemos la oportunidad y la responsabilidad de romper ese ciclo.
Ser conscientes y coherentes no es fácil al principio, pero puede hacer una diferencia fundamental. Las palabras, tanto las que decimos como las que elegimos no decir, tienen el poder de sanar o de herir profundamente.
Hoy, después de más de tres años en mi camino de recuperación, puedo decir con orgullo que confío en mí más que nunca. Este proceso me ha enseñado a respetarme y, en igual medida, a respetar a los demás. A quienes creen que la confianza en alguien depende de si bebe o no, les preguntaría: ¿Confían en ustedes mismos? ¿O necesitan del alcohol para sentirse seguros entre los demás? Porque, al final, la verdadera confianza se construye en la autenticidad, no en la apariencia.
Las palabras importan. Un comentario puede ser un puente hacia el entendimiento o un peso que alguien no puede cargar. Cuidemos nuestras palabras, respetemos los límites y practiquemos la empatía.
La próxima vez que tenga la tentación de opinar sobre la vida de alguien más, pregúntese:
- ¿Estoy respetando la historia de la otra persona?
- ¿Estoy promoviendo un ambiente de apoyo o contribuyendo al peso emocional de los demás?
- ¿Qué tan consciente soy del impacto que mis palabras pueden tener en la vida de otro?
Y para esas preguntas de tía, abuela o padre que rondan sin filtro, quizás sea momento de dejarlas atrás, junto con la falta de reflexión de otra época.