Edna Bonilla
12 Junio 2025 03:06 am

Edna Bonilla

Un atentado, muchas ausencias

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Hace unas semanas escribí sobre la urgencia de un lenguaje que no legitime la violencia ni llame al odio (https://cambiocolombia.com/puntos-de-vista/en-tiempos-de-odio-educar-es-resistir). No imaginé que días después mi angustia sería aún mayor. El joven político Miguel Uribe Turbay está luchando por su vida, y el sicario que intentó asesinarlo es un adolescente de 15 años. Esta escena desgarradora no es un hecho aislado. Es el reflejo brutal del fracaso de nuestra sociedad. Y nos obliga a retomar esa reflexión con más fuerza. Sin duda, la democracia se defiende con hechos. Pero también, con palabras.

Esta semana conversé con personas de distintos orígenes políticos, ideologías opuestas y trayectorias muy diversas. Y, en medio de tantas diferencias, hubo algo que nos unió: el dolor. Todo lo que rodea este hecho es profundamente desgarrador.

En este capítulo que marcará la historia reciente de Colombia todos perdemos. Pierde Miguel, que lucha por su vida. Pierde toda su familia: su abuela, su esposa, su hijo, sus hijas, su padre, su hermana y tantos otros familiares y amigos. Una familia que ya ha aprendido a vivir con el dolor de perder a Diana Turbay, la madre de Miguel, una mujer que creyó en la paz de Colombia.

La otra cara de esta tragedia es el adolescente de apenas 15 años. En una sociedad más justa, estaría en un salón de clases, con un cuaderno en las manos, no con un arma. En cambio, fue usado por grupos criminales que no valoran su vida ni la de nadie. Se ha conocido que el menor estuvo vinculado al programa Jóvenes en Paz del Gobierno nacional y que, ante su condición de vulnerabilidad, el Instituto Distrital para la Protección de la Niñez y la Juventud de Bogotá también le ofreció apoyo. A pesar de los esfuerzos institucionales, la delincuencia terminó siendo una opción más cercana, más accesible, más eficaz para llenar el vacío que el Estado no supo ocupar.

Aún me pregunto: ¿qué hizo falta? ¿Qué no logró tocarlo, convencerlo, retenerlo? ¿Qué podría haberle mostrado otro camino? No tengo las respuestas. Pero sí tengo la certeza de que debemos redoblar los esfuerzos para que ningún niño o joven crea que la delincuencia es su única salida. Porque cuando la esperanza no llega a tiempo, otros caminos —más rápidos y más peligrosos— se abren con demasiada facilidad.

También perdimos nosotros, los colombianos. Perdimos la tranquilidad de vivir en una democracia donde las diferencias de opinión, de ideología o de partido no cuesten la vida. Perdió el país cuando los precandidatos suspendieron sus actividades no solo por solidaridad con Miguel y su familia, sino como una forma de exigir lo más básico en tiempos electorales, que son las garantías para recorrer el territorio sin miedo y sin amenazas. Perdimos, además, porque sentimos que retrocedimos; que volvimos a la época aciaga de finales de los años ochenta, cuando hacer política costaba la vida.

La violencia política no surge de la nada. Se gesta en el desprecio, se alimenta de la polarización y se justifica en discursos que degradan al adversario. En Colombia, esa espiral se ha normalizado: insultar, acusar sin pruebas y sembrar desconfianza se volvió parte del paisaje político. Pero cuando un adolescente empuña un arma para disparar contra un joven político, ese paisaje deja de ser simbólico: se vuelve mortal.

La violencia comienza con la palabra, pero también puede detenerse con ella. Las palabras pueden señalar, dividir, excluir. Pero también pueden reparar, educar y convocar. Si queremos una democracia que resista, debemos empezar por cuidar el lenguaje con el que la construimos. Colombia no necesita más silencios cómplices ni más metáforas bélicas. Necesita responsabilidad ética en lo que se dice y en lo que se calla. Porque no hay neutralidad posible cuando la democracia está en juego.

Esta semana, el portal La Silla Vacía publicó un artículo tan interesante como desolador: “Estos son los políticos con el discurso más agresivo en Twitter” (https://www.lasillavacia.com/silla-nacional/estos-son-los-politicos-con-el-discurso-mas-agresivo-en-twitter/). Para su análisis, se utilizó un modelo de identificación de discurso agresivo aplicado a trinos y publicaciones de políticos e influenciadores con gran alcance en X (antes Twitter). El estudio revisó contenidos sobre política colombiana que superaban los 100 likes y 100 retuits, escritos entre enero de 2024 y el 5 de junio de 2025.

Los resultados son preocupantes para una democracia ya vulnerada por múltiples violencias. El presidente Gustavo Petro encabeza la lista como la figura que más ha usado discursos agresivos en X, con 409 trinos. Como jefe de Estado —y como la persona que tiene más seguidores en el país— su responsabilidad es mayor. Representa la institucionalidad y es el garante natural de la democracia. Le siguen las cuentas de Mamertos0 (afín al presidente Petro), con 350 trinos; Vicky Dávila, con 286; María Fernanda Cabal, con 280; y Julián Progre, con 235. Estas cinco cuentas representan los extremos ideológicos de la política colombiana. 

En lo que va de 2025, el nivel de agresión en el discurso político ha superado al de 2024. ¡Y aún falta un año para las elecciones! Si el discurso sigue escalando, el riesgo no será solo electoral, sino  institucional y social.

El lenguaje violento no solo contamina el debate. También abre paso a la amenaza física. Según el más reciente informe de la Fundación Paz y Reconciliación, la violencia político-electoral —es decir, la ejercida contra personas o colectivos en el ejercicio de sus derechos políticos— se ha mantenido como una constante en Colombia desde 2014. En el actual proceso electoral, la Fundación ha documentado, entre el 8 de marzo y el 8 de junio de 2025, un total de 57 víctimas en 43 hechos violentos, incluyendo cuatro homicidios de líderes políticos. El dato más alarmante es que, en promedio, cada dos días una persona ha sido víctima de violencia político-electoral en el país. En aproximadamente el 35 por ciento de los casos, los responsables son grupos armados organizados. Pero muchos perpetradores permanecen en la sombra. En varias regiones, la violencia sigue operando como un mecanismo de competencia política. Es una advertencia que no debemos ignorar.

No podemos seguir mirando estos hechos con resignación, como si fueran inevitables. Lo ocurrido no es solo una tragedia para algunas familias, sino que es el reflejo de una sociedad fracturada donde la violencia sigue siendo una opción para quienes no han conocido otra. Es cierto que el Estado debe ofrecer más y mejores alternativas, con garantías reales de educación, empleo y bienestar. Pero también es cierto que cada uno de nosotros puede —y debe— contribuir a desactivar la espiral de violencia que nos envuelve.

Y aunque el atentado a Miguel Uribe ha sido uno de los hechos que más angustia y dolor han generado, no podemos dejar de lado los 24 ataques terroristas en el Cauca y Valle del Cauca, que dejaron ocho personas muertas en cinco horas. También duele lo que ocurre allí. Nos interpela como país la muerte, convertida en relato cotidiano y permanente en estos últimos años, y el miedo que paraliza la vida diaria de millones de personas. En medio de esas violencias, de fuerzas e intereses, la suspensión de clases por razones de seguridad es una de las señales más desgarradoras. Nos recuerda, con crudeza, que en muchos territorios enseñar y aprender es una actividad de riesgo. Que una escuela cierre sus puertas por miedo no puede ni debe normalizarse. Esa realidad debería conmocionar a toda la sociedad. Proteger a los niños, niñas y jóvenes, así como a la comunidad educativa, exige una respuesta articulada, decidida y sostenida para garantizar entornos educativos seguros. Porque el derecho a la educación es, también, el derecho a vivir sin miedo.

Y aunque pareciera que el lenguaje violento, hace carrera en muchos países, debemos aprender de otros que vivieron horrores aún mayores encontraron caminos para desactivar el odio. Cito dos. Alemania, por ejemplo, aprendió que la palabra puede destruir, pero también puede educar. Su sistema escolar incluye formación política obligatoria y sanciona los discursos que exaltan ideologías violentas. Educar para la democracia no es un lujo ni una sugerencia. Es una forma de defensa preventiva. O Noruega, que tras el atentado de extrema derecha en 2011, respondió con más democracia. Su primer ministro, Jens Stoltenberg, dijo entonces: “Respondiendo al odio con más odio, perdemos”. Por eso optaron por reforzar la confianza en las instituciones, no por militarizar el miedo. No dejarse arrastrar al terreno del atacante es una forma de resistir.

En Colombia tenemos la costumbre de reaccionar tarde, cuando el daño ya está hecho. Se condena el atentado, pero no se cuestiona el discurso que lo incubó. Se exige justicia, pero no se habla del joven que apretó el gatillo, ni de la sociedad que lo empujó a hacerlo. ¿Cuándo vamos a discutir —en serio y de frente— sobre los efectos del lenguaje político, de las redes sociales y del desprecio institucionalizado?

Colombia no puede seguir dando vueltas en el mismo círculo. No basta con condenar los hechos o pedir justicia —aunque ambas cosas sean necesarias—. Tenemos que ir más allá, y garantizar educación desde la primera infancia, ofrecer oportunidades reales de vida digna, cerrar las brechas que empujan a los jóvenes hacia caminos sin salida. Lo que nos pasó esta semana no es solo el resultado de un acto de violencia, sino de una cadena de ausencias. Y solo enfrentándolas con decisión, con políticas públicas sostenidas y con un compromiso colectivo, podremos evitar que esta historia se repita una y otra vez. No podemos seguir devolviéndonos en una historia de violencia. Aunque hemos fracasado como sociedad, tenemos la obligación de parar, reflexionar y actuar.
 

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