Caminé y caminé cinco kilómetros bajo el sol hasta llegar a la última piedra de esa vía recta que separa al río Magdalena y al mar Caribe en Bocas de Ceniza. De un lado era agua ocre y del otro eran olas crispadas de bordes blancos espumosos, que salían de unas aguas de color azul claro con plateado. Sentía el alma tan llena ahí, entre esas dos aguas, alejada ya del cemento, que olvidé las enormes cantidades de basura con las que me tropezaba, ignoré los malos olores, pasé por alto la languidez de los perros, quizá con dueños, pero evidentemente con poco alimento. Elevé mi mirada y mi mente con la cometa que ayudaba a un pescador, conversé con otros tantos pescadores, y le eché una mirada a un par de jureles que había dejado una faena poco productiva.
A mi regreso fui más consciente de lo mucho que me había quemado, abrazada a un tronco de madera que el río había entregado al mar, caminaba rápido pero mantenía la consciencia en los lagartos que me cruzaba en el camino e intentaba adivinar la especie de los arbustos que crecen a lado y lado, pero no alcanzan a dar sombra a nada. Ahora Barranquilla era una cosa más, porque los lugares se van construyendo con las historias que vivimos en ellos.
Yo había cambiado por unos pocos días el calor húmedo de Istmina por el calor seco de la capital del Atlántico para hacer parte del festival Épico, un precioso espacio alrededor de la literatura infantil y juvenil que organiza hace siete años la fundación Círculo Abierto. La muestra editorial es quizá la más cuidada que he visto entre las muchas ferias que he visitado. Este año se realizó en una nueva casa cultural del barrio Prado, en parte, porque tramitar los permisos de espacio público ha sido siempre una dificultad.
El recorrido a Bocas de Ceniza apareció por casualidad, pero lo recibí como un regalo del universo para una búsqueda que emprendo alrededor del río Magdalena. Entre el aeropuerto y el hotel, y mientras llegábamos al lugar del inicio de la caminata, vi desde los carros el malecón y la estatua de Shakira; el primero, símbolo de la transformación que se le adjudica a la ciudad en los últimos años. Me impactó la ausencia de árboles.
Entre el malecón, los arroyos canalizados, otras obras y por cuenta de algunas conversaciones, me quedó la sensación de que esa transformación de Barraquilla tiene que ver más con el cemento que con los procesos culturales, aun cuando conocemos de sobra la riqueza de esta ciudad, pero que pareciera estar limitada a exhibirse solo por los días de carnaval.
Sabía de hace rato que la Feria del Libro LIBRAQ dejó de realizarse hace varios años y en esta visita me enteré de que el teatro Amira de la Rosa y el Museo del Caribe están cerrados. Esta semana se anunció una inversión multimillonaria para terminar la construcción del Museo de Arte Moderno, pero aparte de la construcción no se sabe mucho del modelo de gestión que tendrá. Si bien esto no es lo único que determina los procesos culturales de la ciudad, sí da cuenta de que hay algún pendiente en esta materia. Es muy difícil entender el entramado cultural de un lugar tan grande como Barranquilla, pero es bastante evidente que la ciudad no tiene al arte y la cultura como eje del desarrollo que presenta. Digamos que esto no es solo responsabilidad de la alcaldía, puesto que la gestión de los procesos no puede atribuirse solo al sector público, pero no puede quedar, tampoco, solo en manos de las entidades sin ánimo de lucro. Los privados no deben limitarse a hacer estatuas y a sacar rédito comercial del Carnaval de Barranquilla. Me atrevo a suponer que a la ciudad le hace falta fundirse alrededor de sus artes y sus muchas culturas, del mismo modo que el Magdalena y el Caribe en Bocas de Ceniza, donde no logramos saber si lo que chispea nuestra piel son gotas de río, o de mar.