
El doloroso intento de asesinato contra el senador y precandidato presidencial Miguel Uribe Turbay no solo fue un atentado contra la vida de un dirigente político: fue una evidencia brutal del colapso moral del Estado colombiano. En lugar de un cierre de filas institucional y una reacción para liderar a todos los colombianos, el país fue testigo de teorías conspirativas promovidas por el propio presidente, más ocupado en manipular el relato para complacer a su base electoral que en enviar un mensaje claro de unidad nacional.
La respuesta oficial no solo fue débil: fue cínica. En vez de asumir la gravedad del ataque a un miembro del Congreso, el Gobierno continuó con su agenda de confrontación. Avanzó con medidas como el 'decretazo' de la consulta popular, en el que Gustavo Petro desafía abiertamente al Congreso y empuja al país hacia una posible crisis constitucional. Y como si no fuera suficiente, sumó amenazas de una Asamblea Constituyente y discursos cada vez más impregnados de agresividad política. Todo esto ocurrió en la misma semana del atentado, como si nada hubiese pasado.
Más allá del impacto político, el atentado dejó al descubierto una falla estructural profundamente alarmante y es la facilidad con la que un arma de guerra termina en manos de un niño sicario de 15 años. La pistola utilizada fue una Glock calibre 9 milímetros, una de las más populares del mundo por su precisión, capacidad y facilidad de uso. Esta arma, concebida para escenarios de combate, se ha convertido en parte del paisaje urbano colombiano. Ya no es solo una herramienta de seguridad. En Colombia, la Glock ha mutado en símbolo de impunidad armada. Glockombia.
Según reveló El Reporte Coronell en La W Radio, esta pistola llegó al país de forma legal en 2014, importada por una armería en Bucaramanga. Fue comprada por un particular en 2016, volvió a venderse en 2020, y desde entonces desapareció de los registros oficiales. A partir de allí empezó su camino oscuro, hasta terminar en manos de un menor de edad encargado de ejecutar un atentado que hirió toda la fibra política del país.
La Fiscalía reportó que la Glock le fue entregada al niño sicario por el señor Carlos Eduardo Mora González, quien tiene un proceso de 2024, nada menos que por porte ilegal de armas en Florencia, Caquetá. Al parecer es venezolano de nacimiento y dijo a los investigadores que su jefe tiene vínculos con organizaciones criminales en Ecuador. Todo un crimen grancolombiano.
Lo más preocupante es que este no es un caso aislado. Es apenas la punta del iceberg de una industria que mezcla licencias, corrupción, omisiones, y una cadena de complicidades posibilitando que miles de armas “legales” desaparezcan del radar del Estado y acaben alimentando la violencia criminal y política del país. Lo más grave es que el Gobierno lo sabe, y no hace nada. Negligencia con licencia.
Documentos obtenidos por esta columna revelan que, desde hace años, organizaciones como Terre des Hommes y medios internacionales como Deutsche Welle han denunciado cómo fabricantes de armas como SIG Sauer y Glock han ingresado a Colombia, utilizando vacíos legales y triangulaciones que permiten saltarse controles éticos y jurídicos.
El Estado de Alemania, por ejemplo, prohíbe la exportación directa de armas a Colombia, debido al histórico conflicto armado. Pero empresas privadas de ese país han utilizado filiales en Estados Unidos para comercializar decenas de miles de pistolas a las Fuerzas Armadas colombianas y también, lastimosamente, otras que terminan en el mercado negro en manos de ilegales. Un patrón que hace posible a los fabricantes proteger sus ganancias mientras lavan sus responsabilidades.
En el caso de Glock, aunque su casa matriz está en Austria, las ventas hacia América Latina se han hecho igualmente con distribución desde Estados Unidos, sin mayores mecanismos de trazabilidad una vez el arma entra en el mercado civil. Según el dossier obtenido por esta columna, muchas de las armas que desaparecen del radar oficial no lo hacen por robo o extravío: lo hacen porque existen funcionarios dispuestos a facilitar su “desaparición” a cambio de beneficios económicos, o simplemente porque no hay voluntad real de controlar el flujo armamentista en el país.
La situación es aún más crítica cuando se trata de armas destinadas originalmente a las fuerzas del Estado. En varios casos documentados, miembros de la Policía y el Ejército han reportado como robadas o extraviadas pistolas que luego han sido recuperadas, lastimosamente, en escenas de distingos crímenes. El sistema de monitoreo es débil, la cadena de custodia está rota, y la respuesta institucional es siempre la misma, silencio o evasivas.
De nuevo, no es una problemática únicamente de esta administración. Viene de antes. Pero en lugar de responder con una política seria de control de armas, el Gobierno de Gustavo Petro ha optado por la retórica. Ni una sola autoridad del alto Gobierno ha asumido responsabilidades por el atentado contra Miguel Uribe. Se echan la culpa los unos a otros. Y el presidente: a las conspiraciones.
Tampoco se ha anunciado una revisión exhaustiva de las bases de datos de armas, ni una investigación sobre los mecanismos de comercialización y reventa en el país. Mucho menos se ha propuesto una reforma al sistema de permisos o de verificación de antecedentes para los compradores. Ayudaría una normativa internacional de chips identificadores en armas de fuego, como los que tienen los celulares, que cuestan en promedio, la mitad que una pistola. Pero por ahora sigamos cuidando el robo de los teléfonos que parece más dañino o peligroso.
Mientras tanto, el negocio sigue. Colombia se ha convertido en uno de los principales destinos de armas clasificadas como “pequeñas” en América Latina. Y no por casualidad. La demanda es alta, ya que el conflicto sigue activo en muchas regiones, y las bandas criminales necesitan abastecerse. Es un mercado que funciona a la vista de todos. Un mercado de armas pequeñas, pero con alcances de negocios muy grandes.
Según cifras del dossier de Terre des Hommes, entre 2010 y 2020 se importaron a Colombia más de 250.000 armas pequeñas, la mayoría con fines civiles. Sin embargo, los controles posteriores a la importación son casi inexistentes. No hay auditorías sistemáticas, las bases de datos están desactualizadas, y la colaboración entre entidades es mínima. Peor aún, no existen políticas de trazabilidad posventa, lo que significa que, una vez vendida legalmente, una pistola puede cambiar de manos cuantas veces sea necesario hasta terminar en el mundo ilegal del crimen organizado. Terre des Nadies.
No se trata solo de un vacío institucional. Es una decisión política. El Estado colombiano ha optado por mirar hacia otro lado, pese a las evidencias. Y, como dijimos, lo ha hecho no solo este Gobierno, sino otros en el pasado. La diferencia hoy es que el costo de esa omisión quedó grabado en la imagen de un niño intentando asesinar a un senador y precandidato de la oposición. Un país que permite eso no es solo un país violento. Es un país que ha perdido el control de su alma institucional. Y ese es el lastimoso legado del Gobierno de Gustavo Petro.
Mientras tanto, los traficantes legales e ilegales de armas siguen operando con tranquilidad. Las empresas fabricantes continúan vendiendo, las armerías siguen importando, y los compradores, algunos con antecedentes penales o nexos con grupos criminales, siguen adquiriendo armas sin mayores filtros. Todo amparado por una burocracia complaciente, una legislación desactualizada y una sociedad resignada. Un circo irresponsable.
Lo que ocurrió con la pistola Glock usada en el atentado contra Miguel Uribe es una radiografía del sistema entero. Desde su importación legal hasta su aparición en un crimen político, cada paso refleja una falla del Estado. Una omisión deliberada o negligente, pero siempre útil para quienes viven de la violencia.
En lugar de fortalecer los controles, el Gobierno de Gustavo Petro ha debilitado la capacidad de respuesta del Estado. Las Fuerzas Armadas han perdido recursos, los organismos de inteligencia y protección han sido politizados, y el discurso oficial minimiza las amenazas, incluso cuando afectan a figuras de la oposición. No hay estrategia, no hay liderazgo ni voluntad.
Esta columna no busca responsabilizar a una sola persona por un problema estructural. Pero sí exige rendición de cuentas. La seguridad no puede seguir siendo una víctima colateral, ni la ficha de cambio en negociaciones políticas, dentro de una estrategia de paz total mal concebida y pésimamente implementada. Tiene que convertirse en una política pública real, con recursos, con controles y con una separación clara entre intereses políticos y prioridades institucionales.
En especial por la mezquindad que mostró el presidente en la forma en que manejó la reacción posterior al atentado. No hubo un mensaje de unidad nacional, ni una condena contundente del uso de menores en acciones violentas, ni una respuesta inmediata de seguridad o de justicia. Solo silencio y mensajes confusos de supuesto complot contra el propio Gobierno. Una sordidez que retumba más fuerte que el disparo.
Es hora de revisar el sistema completo que incluye importaciones, licencias, bases de datos, controles cruzados y responsabilidades penales para el manejo de armas. Y también es hora de que el Ministerio de Defensa y la Presidencia de la República rindan cuentas por su inacción. Una pistola Glock, un niño de 15 años, un senador luchando por su vida y un país en profunda confusión y dolor. Esa es la ecuación que debería encender todas las alarmas. No se trata solo de Miguel Uribe. Pero también se trata de él, de su familia, de sus amigos, de su equipo, de su esposa y de sus hijos. Se trata de la democracia, de la institucionalidad, y de la integridad misma del Estado.
Colombia no puede seguir tolerando que las armas estén más reguladas por el mercado negro que por la ley. Que circulen con más libertad que la verdad, ni que la vida de un líder político dependa del azar de un gatillero. Mientras la oferta y la demanda sigan dictando las reglas por encima de la regulación, habrá más niños armados, más familias rotas, más democracia herida. Lo de Miguel Uribe no es un caso aislado, es una advertencia brutal y dolorosa.
@yohirakerman; [email protected]
