Luis Alberto Arango
Vil atentado contra Miguel Uribe y la respuesta presidencial

La alocución del presidente Petro tras el vil atentado contra el senador Miguel Uribe no solo confirmó la gravedad del momento, sino también la desconcertante ausencia de liderazgo presidencial.
El atentado contra el senador Miguel Uribe Turbay conmocionó al país. Nuestra primera palabra debe ser de solidaridad con él, con su esposa María Claudia Tarazona —cuya entereza nos da esperanza —, con su hijo Alejandro, símbolo de una generación que merece crecer en una democracia protegida, y con toda su familia. Hacemos votos por su pronta y completa recuperación.
Este es un hecho que exige no solo el repudio unánime, sino también la acción urgente y coordinada del Estado. Sin embargo, su jefe demostró una vez más que no está preparado para afrontar momentos difíciles.
El presidente Gustavo Petro tuvo la oportunidad de responder con grandeza, liderazgo, sindéresis y responsabilidad. En cambio, ofreció una alocución presidencial —tras este vil atentado— que fue larga, errática y profundamente desconectada de la realidad que atraviesa el país. Lo que debió ser un mensaje institucional sobrio se convirtió en un monólogo autobiográfico atravesado por referencias a Bolívar, Hegel, Freud, Gabriel García Márquez, anécdotas personales, filosofía oriental, recuerdos de juventud y reflexiones poéticas sobre la vida, la muerte, el eros y el río de la historia.
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“Nuestra primera palabra debe ser de solidaridad con él, con su esposa María Claudia Tarazona y con su hijo Alejandro”.
Petro comenzó bien: condenó el atentado, expresó su deseo de que Miguel Uribe sobreviva, pidió una investigación que no descarte ninguna hipótesis y expresó que el deber del Estado es cuidar a la oposición. Pero esa estructura básica de Estado fue rápidamente sustituida por lo que ya se ha vuelto una costumbre: el presidente se puso en el centro del relato, habló de sí mismo durante gran parte del discurso, y diluyó toda claridad con metáforas grandilocuentes, giros líricos y asociaciones filosóficas de tono poético, casi místico.
La forma no es menor. Es precisamente en el uso del lenguaje donde se revela el compromiso —o su ausencia— con el momento histórico. Petro evitó las palabras urgentes: garantías, seguridad, protección. No ofreció directrices. No convocó a los partidos. No propuso un pacto político. No anunció medidas de protección adicionales. No asumió ninguna responsabilidad estructural.
Sí hubo tiempo, en cambio, para hablar del comandante Chávez, de la biblioteca de Álvaro Gómez y de su supuesta amistad con él; de bailes en la montaña con Diana Turbay —la madre asesinada del senador Miguel Uribe—; de la dialéctica de Hegel; de los mamos de la Sierra Nevada; y de la sangre árabe del Caribe colombiano. En medio de un atentado contra un senador de oposición, el presidente se entregó a un ejercicio de introspección simbólica que no sirvió para orientar al país, ni para enviar un mensaje firme a los violentos.
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“Sin embargo, su jefe demostró una vez más que no está preparado para afrontar momentos difíciles”.
Y hubo algo más que también brilló por su ausencia: el desescalamiento de su propia narrativa. Porque si bien en esta alocución hizo un llamado a no politizar el crimen, omitió reconocer que ha sido él mismo quien, en discursos anteriores, ha convertido —irresponsablemente— el llamado a la muerte en uno de los símbolos de su cruzada. El pasado 1° de mayo, ante miles de simpatizantes, pronunció frases como “la libertad no se arrodilla, se muere de pie” y “no pasarán”, en un tono de épica combativa que solo alimenta la polarización. Peor aún: enarboló la espada y la bandera de Bolívar con la consigna “libertad o muerte”, afirmando que “el pueblo de Colombia vuelve a levantar esta bandera para que no nos tomen por pendejos”.
Ante esa escalada verbal evidente, el primero que debe bajar el tono, desmilitarizar el lenguaje y evitar convertir la política en campo de batalla es él. Pero no lo hizo. No tuvo la grandeza, ni la madurez, ni el sentido de responsabilidad para hacerlo.
Lo que faltó fue sindéresis: la virtud de discernir con lucidez lo que conviene decir y hacer en momentos críticos. Y esa ausencia —más que cualquier exceso verbal— fue lo que más inquietó a millones de ciudadanos colombianos que esperábamos algo distinto.
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“Porque mientras Miguel Uribe lucha por su vida, el jefe de Estado prefirió recitar”.
La historia juzgará a quienes ejecutaron y ordenaron el atentado. Pero también juzgará a quienes, contando con la responsabilidad de liderar en momentos críticos, optaron por replegarse en la introspección, cuando el país requería claridad institucional. En su alocución, el presidente se refirió a sí mismo como 'yo' en múltiples ocasiones, enmarcando su mensaje en referencias personales, comparaciones filosóficas y reflexiones grandilocuentes. Fue una respuesta más íntima que institucional, más simbólica que concreta. Y en esta hora difícil, el país necesita exactamente lo contrario.
Por eso la indignación es generalizada. Porque mientras Miguel Uribe lucha por su vida, el jefe de Estado prefirió recitar. Y Colombia necesita mucho más que poesía para salir del abismo.
Colombia necesita liderazgo. Y lo que recibió fue una lección de retórica desbordada, sin dirección ni sentido de Estado. El resultado no solo fue decepcionante: fue alarmante y desolador. Ahora que el presidente falló, que las instituciones no fallen.
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