Gabriel Silva Luján
12 Marzo 2023

Gabriel Silva Luján

Y ahora, ¿quién podrá defendernos?

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Carreteras bloqueadas, policías asesinados, robos a mano armada, civiles agrediendo física y verbalmente a la fuerza pública, ataques terroristas, cerca de ochenta intendentes y agentes secuestrados, sicariato desatado, son solo algunas de las noticias destacadas en el frente del orden público. Son una verdadera avalancha de hechos que combinados arrojan una conclusión inevitable: aquí está pasando algo.

La ciudadanía se siente inerme y abandonada, como en momentos siniestros. Desde las épocas del narcoterrorismo de Pablo Escobar y los tiempos de las envalentonadas Farc tomándose capitales, pueblos y bases militares, no se veía una situación de orden público tan deteriorada. Hoy el Estado colombiano atraviesa uno de los peores momentos de su historia en cuanto a su capacidad de ejercer el monopolio del uso de la fuerza. Los indicadores cualitativos y cuantitativos apuntan en la dirección de una crisis de orden público.

La expansión y consolidación de la criminalidad estructurada, nutrida por rentas ilegales, ha generado un acceso -en la práctica ilimitado- a las armas y a otros instrumentos para el terrorismo. Todo indica que se han incrementado los grupos, actores e individuos involucrados o propensos a la actividad criminal. La expansión de la minería mafiosa, la trata de personas, la extorsión, el microtráfico, el sicariato, la depredación de bosques, entre otros fenómenos delictivos, ha producido un efecto centrífugo que lleva a que la capacidad de ejercer coerción esté cada vez menos en manos del Estado y cada vez más en manos de particulares.

En Colombia como en otras partes del mundo se ha confirmado que entre mayor sea el tamaño de la economía ilegal, más débil y limitado será el monopolio del Estado sobre el uso de la fuerza. La política de drogas del actual gobierno ha significado en la práctica una suspensión de las acciones coercitivas de control de cultivos ilícitos. Algunas estimaciones sugieren que se podría llegar a 300.000 hectáreas cultivadas en coca al final del año. Eso significaría del orden de quinientos a mil millones en ingresos adicionales para las organizaciones criminales. El costo asociado a la represión y a la aplicación de la ley en el negocio de las drogas se ha reducido significativamente, creándose así un incentivo perverso para la perpetuación de las organizaciones criminales asociadas al narcotráfico.

En el pasado los carteles y las mafias se enfrentaban a muerte por el control de las rutas, de las pistas, de los laboratorios, de los mercados de destino. Aun cuando algunos de esos conflictos todavía persisten, el nuevo espacio de confrontación entre los grupos delincuenciales es el control de las comunidades. La guerra ahora es por la gente. No pocos asesinatos de líderes sociales están asociados a este esfuerzo por dominar a las comunidades. 

La inserción permanente y profunda de las organizaciones criminales en los escenarios comunitarios se ha convertido no solo en una modalidad de mantenimiento de espacios vitales para el negocio, sino también en una estrategia de seguridad. Los narcotraficantes al estar inmersos en la comunidad no solo se mimetizan, sino que cuentan con un disuasivo muy poderoso para la acción militar y policial.

Varios sectores víctimas de la violencia y la persecución, que han sido discriminados históricamente, como los indígenas, los afros, los campesinos, los mineros artesanales y los cocaleros, con razón han desarrollado estrategias de movilización para resistir y defenderse. Las instituciones oficiales por lo general han actuado con tolerancia y comprensión frente a estas modalidades de organización comunitaria. Al igual que con la justicia indígena, se han delegado responsabilidades, en muchos casos por generación espontánea, que le corresponderían exclusivamente al Estado.

Algunas de esas organizaciones de autodefensa comunitaria, al quedar inmersas en las realidades de la economía ilegal y a merced de sus grandes determinadores, han sido instrumentalizadas para neutralizar la presencia de la fuerza legítima del Estado. Eso fue lo que ocurrió en el Caquetá y está pasando donde hoy ocurren protestas y paros en zonas de economías ilegales. La política de la “seguridad humana” en su obsesión de resolverlo todo por la vía del diálogo, así sea acomodando los hechos delictivos para encuadrarlos en un contexto de protesta legítima, no contribuye a la seguridad en esas zonas, sino que incrementa el atractivo de manipular a los grupos sociales como mecanismos de acción política y de contención militar.

La ambivalencia y las señales cruzadas de la paz total debilitan el monopolio de la fuerza en cabeza de las instituciones armadas del Estado. El cese al fuego que lanzó el presidente Petro en Año Nuevo ha terminado siendo unilateral. Sobran las imágenes y las crónicas de la parálisis de la fuerza pública ante la confusión creada por las directrices contradictorias del presidente, el comisionado de paz y sus colaboradores. Y, para terminar, grupos criminales se están disfrazando de organizaciones armadas para brincar del sometimiento a la negociación política. En el proceso han ampliado sus rangos de acción, han entrado en conflicto por controlar territorios y comunidades, y han asesinado líderes.

Es una gran paradoja que Gustavo Petro quiera convertir todo en un monopolio público -la salud, las pensiones, las basuras, la electricidad, los servicios- menos aquello que sí debería estar exclusivamente en manos del Estado, el uso de la fuerza.

Twitter: @gabrielsilvaluj

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