
Con la llegada del covid 19, el 16 de marzo de 2020, amanecieron cerrados todos los colegios en Colombia. Fue una de las primeras decisiones que tomó el gobierno nacional y que las alcaldías y gobernaciones acompañaron. Millones de personas fuimos protagonistas de un hecho histórico que cambió nuestras vidas. Hoy, vale la pena mirar hacia atrás para reflexionar, seguir aprendiendo y agradecer que estamos vivos.
El costo de la pandemia fue altísimo. Millones de vidas se perdieron, muchos sistemas de salud colapsaron y la desigualdad se hizo más evidente que nunca. Mientras algunos podíamos seguir con nuestras vidas desde una pantalla, otros enfrentaban el desempleo, la incertidumbre y la caída de los ingresos. La salud mental también sufrió. El aislamiento, el miedo y la ansiedad se convirtieron en una sombra constante. Aunque el mundo se detuvo por un tiempo, las cicatrices de esos años difíciles aún nos acompañan.
Las crisis también son motores de cambio y aprendizajes. La pandemia no fue la excepción. Nos obligó a resignificarnos. En tiempo récord, la ciencia desarrolló vacunas que salvaron millones de vidas, convertimos a la tecnología en nuestra mejor aliada, y descubrimos nuevas formas de trabajar. También aprendimos a reconocer la importancia y el valor de la salud mental, a ser más solidarios y a cuidarnos unos a otros, así fuera momentáneamente.
Cuando pienso en el covid, es inevitable recordar a quienes fallecieron, a quienes sufrieron, a quienes se sacrificaron por salvar vidas y, por supuesto, a los maestros y maestras, y las personas que trabajan en educación. Todos ellos se encargaron de mantener la esperanza. Yo me contagié dos veces. En una de ellas casi no sobrevivo. Fueron días difíciles en los que se valora más la vida, la familia y por supuesto, la salud.
En tiempos de crisis, la educación no es solo un derecho: es un símbolo de esperanza. La pandemia puso a prueba la resiliencia de toda la comunidad educativa. En Bogotá y en varios municipios del país logramos que la educación no se detuviera y que miles de niños, niñas y jóvenes continuaran recibiendo formación, compartiendo desde la distancia y adaptándose desde sus hogares a las nuevas circunstancias. El primer reto fue garantizar que la educación llegara a todos los niños, niñas y jóvenes. Para lograrlo, inventamos estrategias que potenciaron el aprendizaje a distancia a través de la televisión, la radio, las plataformas digitales y las guías físicas. Los docentes, por su parte, se convirtieron en verdaderos héroes. Muchos de ellos adaptaron sus métodos de enseñanza, aprendieron a utilizar herramientas digitales y buscaron constantemente formas de mantener el vínculo con sus estudiantes. Sus esfuerzos no solo se centraron en lo académico, sino también en el bienestar emocional de sus alumnos, demostrando que la educación es, ante todo, un acto de amor y compromiso.
La pandemia evidenció, de manera dramática, las brechas tecnológicas que existen entre nuestros estudiantes. Recuerdo la historia de Heidy, una niña de 12 años que vivía en Ciudad Bolívar y quien compartía el único celular de su casa con sus dos hermanos para intentar seguir las clases virtuales. A veces lograba conectarse. En otros momentos apenas lograba tomar apuntes de lo que alcanzaba a escuchar, o de lo que le contaban sus amigos. Heidy fue una de las 134.000 jóvenes que recibieron las tabletas de la 'Ruta 100k, conéctate y aprende' que entregamos a los estudiantes que más lo necesitaban. Y su mundo cambió. Lloró cuando recibió la tableta y supo que era suya, no del colegio. Pudo participar en clase, hacer sus tareas con calma y sintió que tenía las mismas oportunidades que algunos de sus compañeros.
El hambre también fue una de las angustias de la pandemia. Muchos niños y niñas tienen en su colegio la única comida segura del día, y el confinamiento se las podía arrebatar. Esta fue razón suficiente para continuar dándole prioridad a la alimentación escolar mediante bonos y otros mecanismos que permitieron que no se suspendiera el Programa de Alimentación Escolar. Pero la educación no es solo conocimientos y alimentación. El impacto socioemocional de la pandemia dejó huellas profundas en miles de niños, niñas, jóvenes y sus familias. Por eso y por otras razones, debíamos abrir los colegios lo más rápido posible. No lo logramos con la celeridad requerida. Las cifras de los sistemas de alerta se dispararon. Desgraciadamente, no siempre el hogar es territorio seguro para la niñez. Muchos niños y niñas sufrieron todo tipo de violencias en sus casas.
La juventud también sufrió. No tenían suficientes oportunidades de estudio y trabajo. Afortunadamente, muchas instituciones de educación superior y de educación para el trabajo, decidieron ajustar sus programas y condiciones de acceso y permanencia. Lentamente nos fuimos acoplando a las nuevas realidades.
A pesar de los esfuerzos, hoy pareciera que las lecciones aprendidas se han olvidado. No se han recuperado los aprendizajes perdidos, las tasas de deserción y reprobación han aumentado y ha disminuido el desempeño escolar. Permanecen múltiples problemas en las trayectorias educativas. Según la Unesco, los efectos de la pandemia en la educación en América Latina perdurarán por muchos años. La Asociación Internacional para la Evaluación del Rendimiento Educativo muestra que se ha presentado una disminución significativa en el rendimiento en matemáticas y ciencias en España y en los países latinoamericanos. Según el Banco Mundial, las pérdidas de aprendizaje representarían para los estudiantes que vivieron la pandemia, cerca de 17 billones de dólares en ingresos a lo largo de su vida. Las brechas y la desigualdad aumentaron. En el estudio del Banco de la República de Colombia (2021), 'Efecto de la pandemia sobre el sistema educativo: El caso de Colombia', se constata que durante la pandemia hubo un aumento en la deserción, y una migración significativa de estudiantes desde instituciones privadas hacia públicas. Además, se observó una profundización de las brechas. Se acentuaron las diferencias en el rendimiento académico, especialmente entre estudiantes de áreas rurales y urbanas, y entre distintos niveles socioeconómicos.
La pandemia nos arrebató certezas y desnudó fragilidades. Siempre creí que después de la pandemia valoraríamos más la vida y nos cuidaríamos más. No ha sucedido así. Hoy vivimos un mundo en el que la violencia se ha agudizado. La situación en Gaza o la guerra en Ucrania así lo demuestran. Y en nuestro país la violencia se ha intensificado. ¡Qué decir de la situación del Catatumbo y el Cauca, donde la niñez y la juventud han sufrido los costos de esa crueldad!
En una carta enviada por el papa Francisco (14 de marzo de 2025) dice que es “en este momento de enfermedad en el que, como he dicho, la guerra parece aún más absurda. La fragilidad humana, en efecto, tiene el poder de hacernos más claros sobre lo que dura y lo que pasa, sobre lo que nos hace vivir y lo que mata”. Han pasado cinco años, sufrimos la enfermedad, nos sentimos frágiles, nos recuperamos y no aprendimos. La pandemia nos dejó una verdad innegable: la educación no es solo un derecho, es un lazo que nos une, nos fortalece y nos salva. Ojalá sea siempre un faro de esperanza, aunque a veces pareciera apagarse.
Posdata. La tristeza que produce la muerte sigue rondando. La semana pasada falleció Andrés Molano. Harán falta sus reflexiones sobre la educación socioemocional, la violencia escolar y las políticas educativas. Solidaridad con su familia, alumnos y amigos.
