
El pasado 13 de febrero, un amigo italiano vio el último piso de San Pedro apagado y dijo: “El papa ha muerto”. Lo dijo porque antes siempre había visto una luz encendida en donde debía estar trabajando el pontífice, hasta altas horas de la noche. El presagio no resultó del todo equivocado, porque al día siguiente, el 14 de febrero, los medios del mundo anunciaron que Francisco se encontraba hospitalizado por una neumonía.
Desde ahí Roma enloqueció. No se puede ir a un lugar sin que la gente hable de la salud del papa y especule sobre su posible muerte y lo que le espera a la Iglesia con su sucesión.
Los partes médicos, que se emiten dos veces al día, no dejan a nadie tranquilo, y con razón. No solo porque su escueto contenido no trae buenas noticias, sino porque el Vaticano ha sido famoso por su secretismo y su tendencia a desinformar. Ya para este momento sabemos que cuando dicen que el papa está enfermo es porque está grave y cuando dicen que está en estado crítico, suponemos que ya murió. Y esa es precisamente la lectura que han hecho muchos en Roma, unos con nexos cercanos con el Vaticano y otros con afán de alimentar el chisme, que corre como fuego por las calles invernales de la ciudad.
“La semana que viene anunciarán la muerte”, “Si no ha salido a la ventana del hospital a saludar, fue porque ya falleció”, “Están llegando los cardenales, por eso no lo han anunciado”, y otras frases por el estilo son frecuentes en las reuniones de amigos, los cafés, los mercados, las peluquerías (ese centro mundial del chismorreo) y hasta en la plaza de San Pedro, donde los fieles se reúnen a diario bajo la llovizna pertinaz para rezar el rosario.
Hay otro grupo que cree que, si bien Francisco no está muerto, se prepara para renunciar a su papado, como hizo Benedicto XVI. Esta nueva teoría se apoya en que dos cardenales miembros del consistorio entraron hace pocos días al hospital Agostino Gemelli, una reunión que al comienzo negó el Vaticano y que luego dijo que se trataba de un proceso de canonización.
La muerte de Francisco (o su renuncia) en este momento tendría implicaciones complicadas para la Iglesia católica, que perdería su cabeza justo en el año del Jubileo, la celebración más importante de la religión cristiana y que tiene lugar cada 25 años. El pontífice puso un enorme empeño en esta celebración, en parte porque era consciente de que, a sus 88 años, sería su última obra monumental en la Iglesia y en parte porque quería acallar las críticas que su papado ha traído para una facción de cardenales (encabezados por el estadounidense Raymond Burke) que lo ve como demasiado liberal.
Pero la Iglesia católica no es la única que se ve afectada si el papa fallece en este momento. Europa perdería a uno de sus más importantes líderes, uno que contrasta con la tendencia hacia la derecha que está tomando el mundo. Con el triunfo de Friedrich Merz en Alemania y el giro extraño que Trump le dio a la guerra de Ucrania, la voz del pontífice, en tanto jefe de Estado, era escuchada y respetada.
Finalmente, para quienes apoyan las políticas medioambientales y de inclusión social que el papado de Francisco ha promulgado, su ausencia traería una enorme desolación, porque cada vez hay menos voces que defienden a los pobres, a los inmigrantes y al planeta, y más (o por lo menos más duras) las que se oponen.
Puede que Francisco se recupere y que toda esta ola de rumores no haya sido más que una inútil especulación, pero lo cierto es que todos, quienes ganan y quienes pierden con su muerte, deben estar ya preparándose para una transición que no resultará fácil. Será un lío más en un mundo que parece ya no resistir un problema adicional.
