Cerámica, pintura, diseño y video performance: otros caminos del arte en La Guajira

Crédito: Jossie Esteban Rojano

15 Febrero 2024

Cerámica, pintura, diseño y video performance: otros caminos del arte en La Guajira

Una nueva generación de artistas guajiros trabaja para abrir nuevos caminos a través de la experimentación, pero usan la tradición como inspiración.

Por: Rainiero Patiño M.

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Existen tres símbolos de la cultura wayuu que son muy difundidos: el tejido de chinchorros (süi patuwash) en el que se engendra, se nace, se sueña y se muere; el tejido de las mochilas (katto'ui) en el que se expresa, más que un utensilio para cargar cosas, un medio de comunicación y creación; y, por último, el palabrero (pütchipü'ü), que es el encargado de que la paz prevalezca en el territorio. Por eso, el resurgir de la cerámica, a manos de personajes como Franco Urariyu, es una gran noticia para el fortalecimiento de la identidad wayuu.

La arcilla se alarga como una serpiente delgada que le da forma a una múcura, mientras crece al ser enrollada sobre su propia base. Los dedos de Franco Urariyu asemejan un manojo de espátulas que le dan volumen a la tierra en el aire. Parece fácil, pero sus manos están guiadas por la experiencia de sus ancestros, las enseñanzas de su madre María Elena Pushaina, heredera de la tradición milenaria de la alfarería wayuu. Un arte que parecía desfallecer ante la arremetida masiva de los utensilios de plástico, pero que hoy renace en su pequeño taller familiar en Uribia, al igual que en otras comunidades de La Guajira. La magia de la piedra casada con el agua, fortalecida por el fuego y brillada por el aire.

Franco Urariyu
Franco Urariyu.
Foto: Jossie Esteban Rojano.

Él hace parte de una generación de artistas de La Guajira que buscan nuevos lenguajes, pero aferrados al respeto de la tradición, como también lo hace Eusebio Siosi con sus rituales llevados a performances en video; el maestro popular Elion Peñalver con su fusión experimental de arte wayuu y vidrio, o la artesana y diseñadora Esther Bolaños, con sus creaciones y aplicaciones de tejidos en la ropa cotidiana.

Mientras Franco moldea, a unos pocos pasos, María Elena crea un chinchorro en un telar vertical. Con sus pies descalzos sobre la tierra ancla sus movimientos, los dedos de las manos como agujetas que nadan entre hilos. Solo habla en wayuunaiki y ya cumplió 74 años. Representa la sabiduría y la tradición de su pueblo, la mujer que no sabe tejer no es wayuu, eso se dice en la cultura, porque es el eje fundamental de la economía y determinante en distintas etapas de la vida femenina, como el encierro o primera menstruación, porque es en ese momento cuando las mayores le enseñan la magia de wale’kerü, la princesa y araña tejedora.

María Elena Pushaina
María Elena Pushaina.
Foto: Jossie Esteban Rojano.

Wayuu en español se traduce como “persona”, el wayuunaiki, su idioma, desciende de la familia lingüística Arawak, y en La Guajira colombiana se habla con tres variaciones altas, medias o bajas, dependiendo de la ubicación geográfica, pero esto no impide la buena comunicación entre sus hablantes.

Los Pushaina son el pueblo de sangre ardiente, su símbolo es el wakiro o ko'oi — avispa —, los de María Elena vienen de Aremasain, una comunidad que habita en el kilómetro 108 de la vía a Maicao. No aprendió la cerámica por casualidad, se lo heredó su abuela y es la encargada de transmitirla a sus nietos, pero todo obedece a un designio de Marewa, el dios creador de los wayuu. Así lo creen en la familia.

El taller de los Urariyu se llama Amüche, que en wayunaiki significa múcura, un elemento poderoso porque, más que ser el recipiente tradicional para transportar el agua, tiene una relación con la fertilidad, la vida y la mujer como centro de la organización familiar. En el lugar instalado en el patio de la casa trabajan los siete hermanos. Al lado tiene una pequeña casa de barro con puerta a la calle que sirve como almacén, que es la fuente de sustento económico de todos.

Las tinajas para almacenar agua o la chicha (jula’a), las múcuras para buscar agua en los molinos y las tinajas grandes para la exhumación de restos, eran los elementos más importantes elaborados del barro. Junto a estos los vasos, platos, ollas y calderos (wushu) para cocinar, porque al ser horneados a altas temperaturas pueden resistir el contacto directo con el fuego.

Franco y sus hermanos siguen haciendo lo mismo, pero el proceso ha cambiado con el tiempo. Antes, por ejemplo, se hacía a escondidas, era un ritual de soledad del alfarero con la arcilla, porque si alguna otra persona la veía le podía echar mal de ojos, se podía romper, sobre todo si se trataba de una mujer con el periodo menstrual. Cuando llegaron a Uribia seguían usando el horno tradicional que se encendía quemando boñiga de vaca, pero las quejas de los vecinos y los reclamos de las autoridades los obligaron a comprar un horno de gas. A esto le sumaron una cilindradora para triturar la arcilla. 

La técnica tradicional que usan se llama rollo, que consiste en estirar la masa y hacer un churro para ir envolviendo hacia arriba dando forma a la figura. No es necesario manipularla por el interior, todo el trabajo se hace desde afuera. Hace algunos años que los materiales naturales los consiguen en el sector de la Loma, vía Puerto Bolívar. Dos veces al año, en días de tiempos secos, en una especie de ritual, la familia se reúne para ir a buscarlo. Rentan un camión y van a excavar las piedras. Pero, para hacerlo, se necesita un artesano experto. De su ojo dependerá la pureza de la arcilla.

Recolectan dos clases de materiales: casushi, una piedra blanca, y greda, una piedra de color amarillo. Lo mágico es que cada uno de estos se deshace si se pone al calor por separado, pero si se mezclan en proporciones iguales se vuelven muy resistentes. La mezcla se tritura, se le agrega un poco de agua y se amasa para trabajarla. Lo mejor es guardarla durante uno o dos días para fermentar la arcilla. Cuando la pieza está lista se pasa al bruñido, es decir, se lija con una piedra lisa de río. Esta acción le tapan los poros y le da un mejor acabado. Lo último es el secado al aire y la pintura que se hace con el uliishi, partículas de piedras hierro que se encuentran en la misma arcilla y solo se disuelven en agua. 

Artesanías
Foto: Jossie Esteban Rojano.

Los diseños o dibujos que llevan se llaman kanas y son de libre aplicación. Por ejemplo, una especie de laberinto cuadrado que termina con un gancho en la parte inferior representa el Epitsü o cerro La Teta; tres líneas verticales con dos horizontales en sus puntas, hechas con pequeñas ondulaciones, representan los caminos después de la lluvia; están los cachos de chivo, el collar de la chiguira, el espíritu malo que no se deja ver, la nube con alma de wayuu muerto, la flor de tuna, las patas de chivo o un círculo de bordes gruesos con un pequeño cuadrado en el centro que es la imagen de Ka’i, como llaman al sol los wayuu. Son tan infinitos como la imaginación de quien los crea.

Los trabajos de Amuche ya son reconocidos y los Urariyu han expuesto sus piezas en varias oportunidades en eventos nacionales como Expoartesanías, en Bogotá, y Expoartesano, en Medellín. Pero, para el comercio todo se hace por encargo y al gusto del cliente; el pequeño espacio del almacén limita poder guardar grandes cantidades. Las piezas más pedidas son la múcura de boca angosta y la tinaja de boca ancha. Otra de las tradicionales que hacen son las wayunkeras o muñecas de barro, que son usadas para enseñarle a las niñas, tanto las partes del cuerpo como la forma en que se tejen la ropa, las mantas y el chinchorro.

En los días de fin de año se incrementan los pedidos de tinajas mortuorias o pachiisas, porque las familias aprovechan que están juntas en diciembre y realizan las exhumaciones en enero. Son múcuras de gran tamaño que llevan una tapa con bordes, pero también se hacen en forma de ataúdes pequeños. Cada vez más comunidades vuelven a esta tradición.

El segundo entierro de los wayuu es un ritual cargado de gran poder y significado. La sabiduría ancestral dice que los niños pueden ver los espíritus de los muertos y es solo después de esta ceremonia que estos abandonan la tierra de forma definitiva. Con este se comprueba que ya no están ahí. La celebración puede durar entre tres días y un mes. Los amigos y familiares tienen que ser invitados y cada quien lleva alimentos y bebidas en honor al muerto. Un buen segundo entierro es símbolo de estatus y una puerta de entrada al Jepira o lugar sagrado donde los wayuu se encuentran con sus parientes. Franco lo sabe bien, por eso se empeña en que cada una de esas tinajas que moldean sus manos sean únicas. Así se lo enseñó su madre, así honra el designio divino de su casta.
 
Con la misma serenidad al trabajar que Franco, los dedos pulgar, índice y medio de Elion Peñalver guían el pincel sobre el lienzo pequeño; el meñique y el anular sirven de apoyo para el movimiento. Los pelos dejan una luz amarilla sobre la delgada rama verde que sostiene tres flores de campanilla. Elion pinta en su taller de la ranchería Santa Rita, mientras relata su maravillosa travesía autodidacta por el arte. La curiosidad y la bravura wayuu lo han hecho atreverse con la pintura, la escultura y ahora con la vitrofusión. Una aventura que hace algunos años comenzó a traer sus recompensas, como por ejemplo, que en el mundo de la cultura nacional la gente lo haya bautizado con el título de “maestro de arte popular”.

Elion suma casi 30 años en el arte, pero repite: “soy un artista, yo quiero ser un artista”, como frase motivadora. A la vez es un escéptico de la burocracia cultural, no le gusta cómo utilizan a los artistas. “Se la pasan diciendo mis artistas, mis pintores, pero no compran un cuadro, ni aprueban los proyectos”, dice y se define como “un trabajador independiente”. 

Elion Peñalver
Elion Peñalver.
Foto: Jossie Esteban Rojano.

Antes de empezar a explorar en el arte, Elion se había ido para Venezuela a trabajar como jornalero en una finca. Pero cuenta que pasó lo que pasa siempre con las mujeres wayuu, que son como una gallina que recoge a sus pollitos. Su mamá lo fue a buscar y se lo llevó. Sin embargo, al llegar de vuelta no tenía nada que hacer, hasta que un primo lo invitó a trabajar como albañil, aprendió el oficio. El trabajo, sin embargo, era muy inestable y la falta de dinero apuraba. 

Así los días de ocio reactivaron su creatividad, la misma que en su época de estudiante escolar le servía para ganarse unos pesitos. Sin nada más a la mano, hizo tres casitas con las ramas del árbol de jobo y con el corazón del cactus, llamado yotojoro. Y como la mamá vendía camarón en el mercado se los dio para que los llevara. Sorpresivamente, alguien las compró. Con lo ganado, la madre consiguió más clavos pequeños, pegamento y segueta. A los pocos días ya no vendían camarones sino casitas, se convirtió en el mayor ingreso de toda la familia.

Pasó a tallar en una madera suave figuras de pájaros, parejas de baile, wayuus haciendo sacrificios de chivo. Alguien le sugirió que les pusiera color, compró sus primeras pinturas. Iris Aguilar, una maestra del tejido, lo invitó a un encuentro de artesanos en su ranchería Makú, cerca de Maicao. Ese fue un punto de quiebre, porque allá se encontró por primera vez con los trabajos de otros maestros, como Enrique Verbel. Se inscribió, llevó sus casitas y las vendió, se interesaron por su trabajo.  

Todo terminó en una invitación para participar en Expoartesanías en Corferias, en Bogotá. Sintió que había llegado a su lugar del mundo cuando vio los trabajos de otras regiones del país. Sabía que era una gran oportunidad para aprender a pulir su propio trabajo. Frente a unos paisajes llaneros supo lo que era un óleo. Su imaginación se detonó, regresó a Riohacha con ganas de pintar sus propios paisajes wayuu. Y un comentario le quedó retumbando en el oído: buscar al maestro Jose Maya Palmezano, conocido como Cochise. Al encontrarlo le dijo que quería aprender, conversaron, le enseñó unos lienzos, lo dejó tocarlos, le regaló pinceles y óleos. 

Sintió que ese material con que los otros hacían magia se le parecía al mismo del que estaban hechos sus jeans viejos, los abrió para fabricar lienzos, los pegó en marcos artesanales. En 1999, en el Festival de la Cultura, en Uribia, vendió sus primeros cuadros y aprendió que tenía que curar el óleo, para que la pintura no traspasara. El siguiente año volvió y ganó el segundo puesto, lo empezaron a llamar por su nombre. Llegaron las primeras invitaciones regionales.

Empezó a estudiar el modelado en arcilla. Detrás del arte vino el proyecto de etnoturismo para Santa Rita, y luego la vitrofusión. Consiguió ayuda y trajo hasta la ranchería a maestros de la talla de Alfonso Carrillo, pionero de la técnica en Colombia. Les enseñaron a cortar y a pintar el vidrio. En esas anda ahora; compró un horno, experimenta con colores y materiales. Se convirtió en uno de los ocho artistas que trabajan esta técnica en el país. En consecuencia, el trabajo de Elion, tanto en el lienzo como en el vidrio, ha salido dos veces reseñado en el libro “Maestros del arte popular colombiano”, editado por Artesanías de Colombia. 

La vitrofusión consiste en fundir vidrio a alta temperatura y usando el pigmento cerámico, trabajar a más de 850 grados centígrados de temperatura. Es decir pintar sobre vidrio y someterlo a altas temperaturas, hasta que se funde el color.

Como Elion, pero con otras herramientas diferentes, la artesana y diseñadora Esther Bolaños, busca un camino artístico que le ayude a crear tomando la tradición del arte wayuu como base inamovible. Trabaja a diario para encontrar maneras novedosas de convertir los tejidos autóctonos con la moda actual. Hace mantas con apliques de materiales modernos, camisas de hombres con símbolos wayuu, mochilas con aplicaciones en cuero, carteras tejidas con elementos metálicos, jeans con acabados en piedras brillantes, entre otros. Su idea es que estas prendas también puedan ser accesibles a todo el mundo.

Ella también cree que su oficio, y en general el tejido para las mujeres, es un designio de Marewa. Aunque una buena parte de la población mayor wayuu sigue siendo analfabeta, en términos occidentales, muchos de ellos pueden construir poderosos mensajes de su cosmovisión a través de los hilos. “Por ejemplo, eso que para muchos son figuras extrañas en las mochilas, muchas veces es la expresión del sentimiento del momento específico de quien la teje, una guía dada en un sueño, por eso es muy difícil que nuestro trabajo sea imitado”, señala. 

Esther Bolaños
Esther Bolaños.
Foto: Jossie Esteban Rojano.

Es cierto que la fuente de materias primas para los tejidos wayuu ha evolucionado, desde aquellas yanamas o rituales de recolección de algodón, que luego era tinturado con extractos de plantas, como el Dividivi y el Palo de Brasil. Pero la esencia del mensaje a través de los colores sigue estando vigente. En la paleta wayuu, por ejemplo, el rojo es el color predominante, como símbolo de protección y de vida, por su similitud con la sangre. El amarillo como representación del sol que los acompaña todo el tiempo y que les sirve de guía. El verde del cactus como la resistencia en medio de las duras condiciones de la región. El marrón como mensaje de respeto por la inmensidad de la tierra que habitan. Para la pureza usan el blanco, para las transformaciones el morado, el naranja abre los caminos de la creatividad, el azul construye el hombre sereno y el negro aporta el misterio y ayuda a la protección.

Esa paleta y su carga espiritual es la que intenta organizar Esther al momento de hacer sus creaciones, tratando de usar hilos de la mejor textura y más resistentes para un trabajo más fluido. Eso sí, ella sabe que las tejedoras tradicionales pueden tardar entre una semana y un mes en hacer una mochila, dependiendo del número de hebras o de las figuras que lleve, pero principalmente del tiempo disponible de la tejedora. “Ellas también tienen que atender su casa, a los hijos, al marido, ellas van a buscar agua y en medio de su tiempo libre es que ella comienza nuevamente a hacer ese bordado”, explica. 

La idea de la diseñadora es crear nuevas tendencias y que sus creaciones sean usadas por gente del común y, por qué no, por grandes personalidades, sin tabúes y con la conciencia del mensaje que su pueblo quiere transmitir.

El tejido, sin embargo, no es la única área en la que evoluciona el arte guajiro. Las nuevas propuestas traen maravillosas escenas. Un hombre vestido por completo de blanco, carga todas sus intenciones en una susuainiakajatu o mochila grande, una gran manta roja con la que cubre el rancho, el rojo de la fuerza y la protección. Es su camino voluntario hacia el encierro. Adentro lo espera su Outsü. Ha decidido enfrentar las tribulaciones que sus sueños le causan a su espíritu; de fondo siempre el repicar de la yonna, el baile tradicional wayuu. Los rezos, los baños, la palabra de la mujer soñadora, la autoridad espiritual; solo con su ayuda podrá interpretarlos y hallar el camino. Salen juntos, bailan un poco, tejen hilos también rojos, los mezclan en una totuma, cavan la tierra, se enredan en la gran manta, se marchan juntos sosteniéndose entre sí. Es la vida real y la historia de la primera parte del video performance “Los sueños de la Outsü”, creación de uno de los artistas wayuu más revolucionarios de la actualidad, Eusebio Siosi, quien también es el protagonista de la obra audiovisual porque, dice, “nada de lo que hago es espectáculo es puro tributo a la identidad”.

Arquitecto, gestor cultural y artista audiovisual, ejerce también la curaduría de arte y trabaja en el tema de la formación basada en la cultura wayuu. Cada performance suyo es como un cardón en la arena del desierto. Se toma su tiempo para hablar, taja y cura cada frase. Su trabajo se reconstruye con rituales como el encierro, los baños, las bebidas tradicionales, las costumbres del territorio y los sitios sagrados a los que se les agradece para mantenerse en el universo. 

Nació en Riohacha, es halcón y karikare, wayuu auténtico del clan Ipuana, los que viven sobre las piedras. Todos sus trabajos son experiencia. Como su primer encierro de juventud sin saber a qué se iba a enfrentar, el sonido de la casa, del tambor, del cuero del llamador que convoca a la comunidad. Su intención artística es reconocer y no distorsionar la información porque sabe que eso es lo que los mantiene y evita que desaparezcan. Siempre buscando el hilo que conecta con la vida, trata de que, al final, la puesta en escena sea una representación fidedigna.

Para lograr eso se dedica a proyectos de investigación en cada tema y luego construye los códigos visuales. En el caso de la Outsü son el color rojo a través del hilo y cómo se usa en el encierro para alejar, proteger y resguardar. Así empieza a crear todas las piezas con la intención de proteger el dialecto, un territorio, un espacio sagrado, volver al origen. 

De ahí que se incomoda con lo que pasa comúnmente con el arte wayuu, que se monta como si se tratara de un show, sin respeto, como por ejemplo se hace con la yonna cada vez que algún gobernante visita La Guajira o cuando se abre en la ciudad un espacio nuevo. 

Hace más de 20 años que Eusebio intenta abrir caminos nuevos con su propuesta y la tradición, pero eso no le impide reconocer los grandes pilares del arte wayuu. El tejido, el palabrero, la medicina tradicional y la alfarería, encabezan su lista. Sabe que los hilos que salen de la mujer son el resultado de su sentir, de su trabajo día y noche, por eso es único; que el líder de la palabra es el eje del equilibrio; que las plantas sirven para curar el alma; y que la arcilla es la cerámica de su pueblo, un designio de Marewa.

“Es una cuestión más de conciencia, un pensamiento cultural; para mí ha sido muy importante siempre tener este diálogo en los distintos espacios en que que me ha permitido el arte. Es como tener ese diálogo de qué somos los wayuu y qué queremos también mantener como identidad” dice Eusebio.

Eusebio Siosi
Eusebio Siosi.
Foto: Jossie Esteban Rojano.

Y no es especula, por ejemplo, con “Los sueños de Outsü” que se presentó en el festival Limited Contact, de Zúrich, en el 2015; con “Amüchi, vientres de vida” que estuvo el año pasado en el Miami Performance Festival Internacional; su obra “Sueños del Jepira”, hace parte de la colección de arte de la casa Kadist, con sede en San Franco, Estados Unidos; y su portafolio conforma la colección Imagen Regional, una convocatoria de artes plásticas del Banco de la República.

Más que por su obra, Eusebio dice que estos espacios garantizan la continuidad de ser un material de archivo de consulta sobre la temática y el arte indígena, lo que “es importante para transmitir un territorio, un sentimiento, y la manera de uno construir también a través del arte. Eso ha sido fundamental”.

Un hombre que sueña con volverse uno solo con su tierra, encontrarse con sus ancestros, camina a pies descalzos sobre la arena. Acompañado por el viento, subiendo el cerro, se limpia, se entrega al poder superior. Corona el Pilón de Azúcar y en la cima lo recibe una virgen que desafía su cosmovisión, la reconoce extraña, impuesta por una tradición que no es la suya. Eusebio la rodea con su manta roja, la de la liberación y la hace desaparecer. Es la idea de la obra “Sueños de Jepira”, construida el año pasado y con la que el artista muestra cómo se mimetiza con su territorio y puede dialogar con su bisabuela muerta en el más allá, en Jepira, su tierra prometida. Así encierra lo que es él, experiencia pura que a la vez es arte.

Las creaciones de Eusebio Siosi son ya un documento histórico audiovisual del arte wayuu. Las cerámicas de Franco Urariyu son la reconstrucción de una memoria milenaria nacida de la tierra.  Los lienzos y llamativos vidrios de Elion Peñalver son la herencia de los colores profundos de su territorio. Y las innovaciones de Esther Bolaños son un nuevo camino para el tejido ancestral. Y todos son la muestra de los nuevos caminos que transita el arte de La Guajira. 

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