Hilos de juventud: cinco historias de nuevos liderazgos en La Guajira

Crédito: Jossie Esteban Rojano

15 Febrero 2024

Hilos de juventud: cinco historias de nuevos liderazgos en La Guajira

Una profesora, una muralista, un político, una periodista wayuu y una productora de cine, encarnan el trabajo que de forma silenciosa hacen muchos jóvenes para moldear un mejor departamento.

Por: Rainiero Patiño M.

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Los primeros rayos del sol iluminan el rostro de la profe Jarly Jassay Henríquez, quien recorre los 150 metros que separan su casa de la escuela local, donde trata de inculcar a 215 niños que la única manera de aprender a luchar por sus derechos es estudiando. En Riohacha, la muralista Kellys Barros camina por las calles polvorientas del Barrio Arriba, la conocen como “la pela de los murales”, pero ella siente que más que pintar paredes, junto a los integrantes de su grupo “Lápiz con piel”, lo que hace es tejer lazos comunitarios para transformar la ciudad. En Villa Fátima, una de las zonas más vulnerables de la capital del departamento, el joven Luis Fernando Lobo, recién elegido como diputado, salta charcos de agua estancada mientras alza la voz contra la corrupción y habla del poder del capital humano guajiro y de la riqueza cultural como antídoto contra la pobreza. En Uribia, a través del lente de su cámara fotográfica, Lizmary Machado Uriana intenta captar la esencia de su etnia con la red de Comunicaciones del Pueblo Wayuu, un testimonio de resistencia y una contribución que ayuda a pagar una deuda histórica. Y cerca de Fonseca, en el resguardo Mayabangloma, Eduvilia Uriana lleva con orgullo el título de ser la primera mujer periodista de su comunidad, empeñada en la búsqueda de la verdad, su voz crítica desafía las barreras lingüísticas y la triste realidad de los daños irreparables de la minería a gran escala. 

Estos cinco personajes parecen hilos sueltos, pero todos son nuevos líderes guajiros, moldeados por el mestizaje de lo afro y lo wayuu, protagonistas de historias que se cruzan en el sueño de un mejor departamento.

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La leña quema la olla y hace burbujear su contenido. Los últimos pájaros que trajo la madrugada sueltan sus repiqueteos entre los trupillos y el cardón, antes de ir a beber agua en el jagüey. Los cuatro salones de la escuela primaria de la comunidad de Kolopontain aún están vacíos. Pero la profe Jarly Jassay Villalobos Henríquez ya camina entre el improvisado parque y la casa de barro donde está la cocina. Allí Beatriz Uriana y Basilia Epinayu, encargadas del desayuno, se apresuran a servir el yajaushi, una mazamorra de maíz blanco que hace parte del ritual mañanero de los estudiantes. “Maíz se dice maikki”, dice mientras sopla la taza, antes de probarla. Viste una manta roja, el color wayuu para la fuerza y la protección. Es recia, pero amorosa. Lleva los labios de púrpura suave. Habla con una potente conciencia crítica. Un pañolón brillante le ataja el cabello. Cree que el estudio será el camino más efectivo para cambiar el futuro no solo de su pueblo, sino de todo el departamento. 

Kolopontain también es el nombre del arroyo junto al que se agrupan 78 familias, en zona rural del municipio de Uribia. Jarly Jassay tiene 25 años y hace ocho que se dedica a la docencia, pero su liderazgo traspasa las paredes de los salones y crece con paso firme entre los caminos arenosos de la ranchería. Junto a su tío Simón Epinayu, quien es la autoridad tradicional, y a su madre, Georgina Henríquez, son los encargados de gestionar programas y ayudas para la comunidad. Está convencida que la gente le cree y la sigue porque ha sido una de las pocas que ha estudiado, “que se ha superado”. Ve la falta de acceso a la educación superior y de oportunidades productivas como la gran barrera para la juventud de todo el departamento. 

Jarly Jassay Villalobos Henríquez
Jarly Jassay Villalobos Henríquez.
Foto: Jossie Esteban Rojano.

Mientras el primer grupo de estudiantes desciende del camión acondicionado como autobús en la puerta de la escuela, la profe invita a caminar hasta el jagüey Jerusalem, un pequeño cuerpo de agua que sirve como fuente principal del líquido para la comunidad. Los niños la abrazan con cariño. Ella saluda a cada uno por su nombre, les pregunta por sus hermanos. Los besos abundan, intenta zafarse amablemente. Dice que padecen de muchas cosas, pero sobre todo con el agua, tanto la que usan para consumir, como la que emplean para labores como lavar o bañarse. 

La situación de ingresos es complicada para esta comunidad. La mayoría todavía vive del pastoreo y de la elaboración de artesanías. La escasez obliga a muchos jóvenes a dejar el colegio para irse a prestar el servicio militar. Eso le duele a la profe porque cree que esa guerra no tiene por qué ser de los wayuu. “¿Por qué en vez de reclutarnos no nos mandan a estudiar a las universidades?”, pregunta en voz alta.

Cada quince días viaja a recibir clases en la Universidad del Cesar, en Valledupar, pero en Kolopontain muy pocos se pueden dar ese lujo. En cada viaje invierte alrededor de 300.000 pesos. También está convencida de que el futuro para los jóvenes guajiros tendrá mucho que ver con el desarrollo ambiental. Confiesa que no conoce del tema, pero ve como una gran oportunidad el desarrollo eólico y está segura de que para eso hay que prepararse.

Por eso la profe tiene dos sueños a corto plazo: que en el colegio de Kolopontain abran los cursos hasta undécimo grado y que la Universidad de La Guajira abra una sede cerca, en Uribia, por ejemplo. “La educación es el único camino para que no nos sigan engañando”, insiste.

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Riohacha es un lienzo en blanco. O, por lo menos, así la ve Kellys Barros. Tiene 30 años y estudió Dirección y Producción de Radio y Televisión, pero la conocen como “la pela de los murales”. En esas se las pasa. Es domingo, el sol del mediodía mantiene a la gente encerrada bajo los techos de sus casas. El pavimento hirviendo quema las suelas de los zapatos. Pero ella es una excepción, se acomoda el pelo crespo que lleva con orgullo, camina y resuena sus chanclas por las calles desiertas del barrio Arriba, una zona histórica de la capital de La Guajira.

“Lápiz con piel” es el grupo que Kellys lidera. Hace un poco más de seis años que se le metió la idea en la cabeza. Al regresar a la ciudad después de estudiar en Barranquilla y no hallar espacios de participación artística se dio cuenta de que tenía que empezar a crearlos. Cada semana convencía a un par de amigos y salían a diferentes sectores a hacer jornadas de dibujos. Empezaron pintando animales. La bola se regó y rápidamente el grupo sumó 24 integrantes, gente del arte y espontáneos interesados en el trabajo social. Entonces pasaron a hacer intervenciones con street art en sitios más grandes.

Kellys Barros
Kellys Barros.
Foto: Jossie Esteban Rojano.

Después el trabajo se enfocó en áreas periféricas de la ciudad, barrios como Villa del Sur, Nazareth y Villa Fátima, donde además de intervenciones realizaban talleres de formación a los jóvenes. El objetivo principal era trabajar la resignificación de los espacios en estas comunidades. No era pintar por pintar, era ver cómo las familias enteras se terminaban integrando a través del arte. En algunas de esas zonas la gente vive en cambuches. Entonces, sin paredes para intervenir, se pintaban cercas, cartones, plásticos. 

Kellys responde con la certeza de que el arte urbano, el arte en general, es un lenguaje profundo. Ella lucha y trabaja a diario para abrir espacios de cambio y participación para los jóvenes artistas de su ciudad. Cuando convierte paredes blancas en una obra creativa, le quiere decir a sus paisanos que los jóvenes tienen voz, que necesitan espacios, que sueñan con tener una facultad de artes plásticas en la Universidad de La Guajira para no tener que irse a estudiar a otros lados, para no tener que dedicarse a otras cosas por falta de recursos. Queremos vivir de esto, dice, y se acomoda los lentes. “Es una semillita y sabemos que no veremos los frutos rápido, ni mañana ni pasado mañana”, se confiesa. Repite que tiene 30 años ya, pero que su estudiante más pequeña solo tiene 13, y que muchos de ellos ya realizan intervenciones solos; desde sus propias iniciativas ya están generando cambios, saben que no hay tiempo para esperar a que les resuelvan las cosas, si hay que hacerlo se hace. Acá es así, remata, mientras habla frente al mural de Wale’kerü, la princesa tejedora de la leyenda wayuu, la que saca por su boca hilos hermosos que convierte en tejidos coloridos, la que es niña y princesa a la vez, la que huye y se esconde en el bosque convertida en araña.

A mitad de año, Lápiz con piel hizo nueve grandes murales y, además, celebraron su propio festival, llamado Río de pinturas, simultáneo al Festival Francisco el Hombre, el más importante de la tradición de la música vallenata, el del juglar que se libró del maligno cantando el credo al revés. 

Kellys camina por las calles donde se paseaban obreros y pescadores, el legendario barrio donde todo empezó en Riohacha. Pero no habla solo de muros cuando piensa en el lienzo en blanco. Kellys se convierte en una poderosa princesa que quiere tejer múltiples caminos al futuro, espacios para todo lo que les falta como guajiros, ve esos vacíos como oportunidades: si se necesita un parque más limpio hay que limpiarlo, si se quiere un barrio más seguro hay que trabajar por ello. Enseña con el ejemplo. Habla del retroceso político y económico de Riohacha y el pelo se le encrespa más. Sonríe entre dientes y dice que sueña con una Guajira que puede ser “enorme”, con dignidad para todos. “Nos falta mucho, pero tenemos mucho por brindar, digamos que me sueño a La Guajira con mucha más luz de la que hoy proyecta”. Dice que eso es todo, se acomoda los lentes, abre los ojos al sol. 

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En Villa Fátima, uno de los barrios recorridos por Kellys, las marcas del agua estancada aún se pueden ver en algunas casas: son cicatrices recientes. Pero el invierno se ha ido y las primeras brisas de fin de año levantan polvorines en cada esquina donde hasta hace unas semanas la gente chapaleaba en el barro que dejó la inundación de uno de los brazos del río Ranchería. Cada ciertos metros aparece medio caído un cartel con su foto y su nombre. Luis Fernando Lobo los repasa con disimulo. Recorre los callejones, salta entre las zanjas de las obras de un alcantarillado inconcluso hasta la casa donde funciona la iglesia del pastor Libardo Cerquera. Le ofrecen una silla bajo techo para refrescarse. A partir del 1 de enero de 2024 será diputado del departamento de La Guajira. Es otro de los nuevos líderes, señalados positivamente por la gente de estar trabajando de una manera distinta. Ante el elogio, él calla, aprieta el rostro, no se le ven los ojos. Tiene como objetivo personal ayudar a cambiar los problemas sociales causados por los malos liderazgos políticos y construir espacios para una nueva generación de dirigentes.

Su nombre terminó de ganar relevancia como líder en 2021, al ser uno de los 10 jóvenes guajiros que hicieron una huelga de hambre por casi 40 días para protestar contra las muertes por desnutrición de los niños wayuu y otros problemas de La Guajira. Ironía, protesta de hambre contra el hambre, decía la gente. Luis Fernando se define como el resultado de un esfuerzo colectivo, una respuesta a las necesidades del departamento. Pero dice que la política local ha sido secuestrada y al final lo que se muestra no es lo mejor. Critica sin miedo. 

Intenta organizar bien sus opiniones. Explica que el desarrollo económico de La Guajira debe hacer visible otras formas de generar ingresos, algo que vaya más allá de la explotación carbonífera y del extractivismo económico. Mirar, por ejemplo, que una mochila que es producida por un artista como fuente económica de una familia puede ser más costosa en otros países que una tonelada de carbón, porque tiene un conocimiento ancestral plasmado en la construcción de esa pieza y genera mayor desarrollo. Resume el problema en una palabra: invisibilización de la forma de hacer economía productiva del campesino, el pescador, entre otros. Esa no necesariamente es una contradicción de la otra forma de hacer economía. “Así como los viejos salineros de Manaure que se quedaron sin trabajo por la privatización del negocio”, explica más.

Luis Fernando vuelve a caminar por el barrio, da un brinco sobre el agua estancada. El olor es fétido. Se sienta en una grada de cemento, donde antes funcionaba una cancha. Habla con su amigo Rubén Darío Peña, ex candidato al Concejo de Riohacha, sobre la obra del alcantarillado. Peña cree que van a tener que volver a empezar los trabajos. La plata invertida hasta ahora ya se perdió, los huecos abiertos se han convertido en trampas mortales. Luis Fernando cree que a pesar de sus dificultades, en el territorio siempre crece una esperanza, y que a través de potencialidades como el turismo, la cultura, la calidad de la gente y el conocimiento, La Guajira tiene posibilidades para salir de la pobreza.

Todo suena muy esperanzador, entonces hay que preguntarle por la realidad actual, por la mala fama de los principales grupos políticos, por los líos de corrupción. A pesar de lo duro del panorama, piensa que hay que seguir. “Nosotros tendemos a tener una suerte de terquedad y de resistencia; no creo que nos estemos doblegando; por el contrario, a pesar de una dirigencia política que se ha ganado su fama a costa de su propio comportamiento”, repite. 

Hace unos minutos, en la casa del pastor Cerquera, con el ímpetu de sus 33 años, dijo a modo de sentencia que el departamento está en un momento en que algo nuevo quiere nacer y algo viejo todavía no deja de morir, y él espera convertirse en un catalizador. Sueña con eso.

Luis Fernando y Peña doblan en la esquina de la calle principal de Villa Fátima, camino a la salida pavimentada. Del interior de una tienda una voz grita: “Peña se ahogó”, haciendo alusión a la fallida intención de ser concejal. Los dos amigos sueltan la risa. Más adelante se detienen a tomar gaseosa, comparten un paquete. Tres mujeres que reposan bajo un árbol los saludan con cariño, hablan de algo en voz baja El paso de dos motos ayuda a la brisa a alborotar la tierra. A dos cuadras está la playa, a 500 metros un puente que pasa sobre el río Ranchería y, a la vez, sirve para que Riohacha no olvide tan a menudo que ahí pegado está el barrio.

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A hora y media en carro de Villa Fátima, pero bajo el mismo sol guajiro, Lizmary Machado, wayuu del Clan Uriana, el pueblo de los de los ojos sigilosos, lleva su cámara fotográfica con la confianza que da una relación de años. El aparato le cuelga del cuello y sin dejar de hablar, con velocidad, la cuadra y dispara. La agenda de trabajo en los últimos días ha estado agitada: de la Muestra de Cine y Video Wayuu (Muciwa), saltó a la producción de unos contenidos especiales para el Canal Telecaribe. 

Desde hace 13 años hace parte de la Red de Comunicaciones del Pueblo Wayuu Jayariyú Farías Montiel, un colectivo que le ha dado a muchos jóvenes la oportunidad de formarse y trabajar en el cine, el periodismo, la radio, la escritura y la fotografía. Lizmary es realizadora audiovisual y fotógrafa, unas profesiones que antes sonaban casi imposibles para cualquier miembro de su comunidad. Ha trabajado como asistente de vestuario de la Película Pájaros de Verano, de Ciro Guerra y ha participado en producciones como “Ellas Danzan para no Morir’, seleccionada por el SmartFilm de Bogotá en 2021, en el que tuvo a cargo la dirección de fotografía. El corto de 11 minutos muestra, a través de la historia de tres mujeres danzantes de La Yonna, el baile tradicional wayuu, el significado real de esta tradición.

La Red de Comunicaciones es una apuesta política y social conformada por varias organizaciones que trabajan la comunicación con un enfoque diferencial. Y al mismo tiempo impulsan la Muestra de Cine y Video Wayuu (Muciwa) que este año celebró la décima tercera versión. Es un evento itinerante que cada año aborda diferentes temáticas. Este año trabajaron sobre la mujer y la frontera.

El trabajo de Lizmary y sus compañeros se fundamenta en las alianzas con las comunidades, lo que se refleja en el afianzamiento de la confianza, la amistad y el diálogo genuino por aprender. Esto incluye el apoyo de los mayores o autoridades tradicionales. Gracias a ese proceso hoy se puede hablar de mujeres como Leiqui Uriana, que ya es un referente del cine indígena en el mundo y se ha convertido en una fuente de inspiración para jóvenes como Lizmary.

Como premio a su trabajo la Red ya ha recibido apoyos de entidades como el Ministerio de Cultura y la Unesco. Así que ya tiene en operación equipos de producción de arte, de fotografía, de escritura de guiones y ya hay chicos dirigiendo sus propios proyectos. La propia Lizmary ganó un premio nacional para escritura de largometrajes. La clave, dice, “es entender que la comunicación viene desde adentro, que más allá de las producciones comerciales existen otras opciones como el cine indígena o el cine wayuu”.

Mientras camina por la Plaza Colombia, la principal de Uribia, antes llamada Ranchería Chitki, Lizmary aprovecha para fotografiar artesanos y para reafirmar que a través de la Red de Comunicaciones intentan “pagar la deuda” de muchos años a las comunidades indígenas y afrodescendientes de las productoras que viene a hacer trabajos y no les devuelven sus imágenes. Una cuenta que intentan saldar formando jóvenes en el respeto por sus tradiciones.

La imagen y las cámaras, sin embargo, no son solo la inspiración de Lizmary. En el resguardo Mayabangloma, frente a las paredes de barro que protegen un computador portátil con internet, a Eduvilia Uriana su vivienda le sirve como estudio de trabajo, allí escribe y edita sus informes para radio y televisión nacional. El tocador personal es el set de maquillaje. Los libros de estudio se apilan sobre el escritorio, cada cierto día se atreve con la ficción.

Afuera la caída de la tarde apura el paso de la grabación, porque el cielo se empieza a pintar de un azul morado que se roba la luz. Su hermana, la adolescente Glinnys Ipuana, de 13 años, se enfoca con el teléfono celular y la señora Rosa Pushaina, su madre, ayuda con los detalles de producción. Hace tres años que trabaja como reportera de Radio Nacional de Colombia. Es la primera mujer wayuu periodista de su territorio, integrado por los poblados de Mayalita, Bongañita, La Gloria y La Loma, cerca de Fonseca, en el sur de La Guajira. Pero más allá de su trabajo, su voz crítica la ha convertido en una lideresa de la comunidad. Ella trabaja para ayudar a derribar las barreras racistas, machistas y sociales a las que todavía se enfrentan las jóvenes mujeres en La Guajira.

Tiene 30 años y habló solo en wayuunaiki hasta los 12, cuando aprendió español. En estos momentos hace parte del equipo de Radio Nacional de Colombia, por lo que el reto para Eduvilia ha sido múltiple. Más allá de ser indígena y tener que ver cómo muchos colegas la ignoran cuando pregunta en las ruedas de prensa o la discriminan cuando la ven con su acheepa y su manta, el maquillaje y la vestimenta tradicionales wayuu, ella cree que lo más duro es tener la fortaleza para poder desenredar los nudos que se le hacen en la garganta cada vez que tiene que informar historias muy duras del departamento. Además de la responsabilidad de hacer lo posible para transmitir al resto del país lo que dice su pueblo en su lengua materna, lo que siente y piensa y cuáles son sus luchas. 

Eduvilia Uriana
Eduvilia Uriana.
Foto: Jossie Esteban Rojano.

Su viaje por el universo de los medios y las letras empezó en la Escuela de Comunicaciones Wayuu y su lucha es por hacerle entender a los otros que la mujer wayuu tiene habilidades y capacidades para contribuir al desarrollo, que no está solo para tejer y para traer hijos al mundo. Sin embargo, el reconocimiento no la encandila; habla con franqueza sobre temas de los que muchos prefieren callar en estas tierras: el devastador impacto de la minería a gran escala, el desplazamiento de los pueblos tradicionales; la corrupción política que ya toca hasta a los mismos wayuu y los bloqueos de la línea férrea del carbón por el incumplimiento de las sentencias de la Corte Constitucional.

“El verdadero impacto real de la minería en La Guajira nunca fue medido. A la gente siempre se le vendió la idea de que con pequeños sacrificios tendrían grandes beneficios y desarrollo; ese es un conflicto que no se ha cerrado” señala. Por eso le preocupa el pesado conflicto espiritual de esos pueblos, que muchos de sus paisanos relatan que ya no sueñan igual, que los ancestros ya no se están comunicando con ellos. “Esas son cosas que no entienden los arijunas, es decir, los que no son wayuu, que miran eso con desprecio o como una tontería”, agrega. 

Está convencida de que en casos como este, recibir una casa con paredes de bloques y cemento no garantiza la paz, porque muchos de los que dejaron sus ranchos de barro y palmas perdieron la estabilidad emocional, su territorio, su arroyo, el canto de los pájaros en la madrugada, los animales, la oscuridad, la luna, la estrellas. En resumen, cree que las empresas se aprovecharon y nunca cumplieron lo que pintaron. Según sus últimas cuentas, todavía hay 34 comunidades que exigen ser reubicadas. Después se sienta a revisar en su computador un informe radial que debe enviar a Bogotá, se queda en silencio, y examina el archivo de audio en la pantalla. Parece que le preocupa su voz, que al final es la mensajera de todo su pueblo wayuu.

Así las cosas, Eduvilia Uriana lucha por una sociedad más incluyente; Lizmary Machado Uriana intenta convertir los registros de su cámara en un testimonio de un nuevo camino para su pueblo; el joven diputado Luis Fernando Lobo propone un nuevo discurso para la política del departamento; Kellys Barros inspira a otros jóvenes a pintar con colores distintos su futuro; y la profe Jarly Jassay Henríquez trabaja cada día para dejar claro un mensaje de superación en sus pequeños alumnos. Cada uno de ellos, desde su orilla, ayuda a construir un abanico de nuevos liderazgos para La Guajira.

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