Gozar Leyendo con Cambio: George Eliot, Alexandre Dumas y el recomendado de la quincena
2 Abril 2024

Gozar Leyendo con Cambio: George Eliot, Alexandre Dumas y el recomendado de la quincena

La ópera prima de la escritora británica George Eliot y la última novela que escribió el muy prolífico Alexandre Dumas, ambas escritas en el siglo XIX, comparten esta entrega que invita a leer a los autores del pasado.

Por: Darío Jaramillo Agudelo

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George Eliot, Escenas de la vida parroquial

 

Se llamaba Mary Ann Evans (South Farm, Inglaterra, 1819-Londres, 1880) y desde sus 16 años abandonó los estudios formales porque tuvo que hacerse cargo de su padre y sus hermanos por motivo de la muerte de su madre. Sin embargo, por cuenta propia aprendió lenguas clásicas y lenguas vivas y leyó todo lo que pudo. Su padre la expulsó de casa cuando manifestó su escepticismo religioso, su fue a vivir a Londres y viajó por el continente europeo. Desde 1851 comenzó a trabajar en la Westminister Review, una publicación de tendencia positivista y radical, y se hizo pareja del filósofo John Henry Lewes, con quien vivía a pesar de tener él un matrimonio formal.
Después de varios años de escribir críticas y reseñas, decidió ensayarse como narradora: “Septiembre de 1856 marcó una nueva era en mi vida, pues fue entonces cuando empecé a escribir piezas de ficción. Siempre había tenido la vaga fantasía de que algún día escribiría una novela”, dice en su diario. El resultado fueron tres narraciones que ocurren en el pueblo donde se crio, en las Midlands inglesas, y que tienen como común denominador a los párrocos anglicanos de ese pueblo imaginario tan parecido a su pueblo real.

Era la época de la sobreproducción de novelas. Un dato que me pesqué cuenta que entre 1837 y 1901 se publicaron en Gran Bretaña 40.000 novelas, es decir, un promedio de casi dos novelas nuevas cada día durante 64 años.


Los lectores de Escenas de la vida parroquial estamos, pues, ante la ópera prima de quien escribiría más tarde Middlemarch, considerada por autoridades como Virginia Woolf o Julian Barnes una de las diez más importantes novelas inglesas de todos los tiempos. Las tres breves novelas aparecieron anónimamente en la revista Blackwood’s en 1857. Su pareja le leyó a varios amigos una parte del primer relato y “todos llegaron a la conclusión de que su autor era clérigo, y un hombre de Cambridge”. Cuando, en 1858, las tres novelas se publicaron en forma de libro venían firmadas por George Eliot: el detalle interesante es que pasaron varios años para que se aclarara que la verdadera identidad que se ocultaba detrás de ese nombre masculino era la de Mary Ann.
Hoy en día, ningún lector que ignore la verdad admitiría que las Escenas de la vida parroquial son las primeras narraciones de su autor(a), tal es la maestría y hasta el humor de esta trilogía. Por ejemplo, al referirse a Amos Barton, el protagonista de la primera de ellas, dice que “no era en absoluto, como ves, un personaje maravilloso ni excepcional; y tal vez sea una osadía pedir que mires con buenos ojos a un hombre que estaba muy lejos de ser extraordinario, a un hombre cuyas virtudes no eran heroicas, y que no escondía en su pecho ningún delito secreto; un hombre al que no rodeaba ningún misterio, y que era palpable e inequívocamente mediocre; un hombre que ni siquiera estaba enamorado, pues había solventado ese padecimiento muchos años antes. ‘¡Un personaje totalmente desprovisto de interés!’, me parece oír exclamar a una lectora, la señora Farthingale, por ejemplo, que prefiere lo ideal en las novelas; para quien una tragedia significa estolas de armiño, adulterio y asesinato, y una comedia, la aventura de algún personaje realmente singular”.
Eliot parece estar conversando y, como todo buen conversador, cambia de repente el tema y se interrumpe para abrazar al lector y proponerle que, “tal como están las cosas, abandona, si quieres, la lectura de esta historia; te será fácil encontrar otra más afín a tus gustos, pues sé por los periódicos que, solo en esta última temporada, se han publicado un montón de novelas excelentes y de narración fluida, llenas de situaciones asombrosas y emocionantes peripecias”. Ah, era la época de la sobreproducción de novelas. Un dato que me pesqué cuenta que entre 1837 y 1901 se publicaron en Gran Bretaña 40.000 novelas, es decir, un promedio de casi dos novelas nuevas cada día durante 64 años.

Aparte de esta excelente narración, a lo largo de Escenas de la vida parroquial se pone de manifiesto ese especial talento de George Eliot para el aforismo involuntario, para la observación aguda, para el aún más agudo humor.


De las tres novelas que contiene Escenas de la vida parroquial, la más impresionante, la más actual, acaso la más oportuna, es la tercera, El arrepentimiento de Janet. Trata de un problema que sigue vivo, el maltrato conyugal. El marido borracho, grosero, bruto y arrogante, que golpea a su mujer. Y que va junto con otro problema correlativo que agrava todo el conjunto, esa especie de ¿resignación?, ¿acorralamiento?, de la víctima: “La crueldad, como cualquier otro vicio, no requiere ningún motivo fuera de sí misma: solo requiere una oportunidad. Dempster no tenía ningún motivo para beber aparte de su ansia de hacerlo (…) Y un hombre frío –y, a la vez, energúmeno–, tirano y brutal no necesita ningún motivo para dar rienda suelta a su crueldad; solo necesita la presencia constante de una mujer que llama suya. Un parque de animales mansos y de mirada asustadiza que pudiera atormentar a su antojo no colmaría su sed de tortura; no podrían sentir como lo hace una mujer; no podrían formular la réplica acerba que afila el odio”.
En cierto momento Janet, la víctima, “pareció poner también delante de sus ojos el futuro, y hacer visibles todos los detalles de una vida gris que afrontar día tras día, sin la esperanza de ser más fuerte contra aquel hábito abominable del que renegaba al mirar el pasado, pero al que era incapaz de plantar cara. Su marido nunca permitiría que viviera separada de él: se había vuelto necesaria para su tiranía; jamás apartaría voluntariamente sus garras de ella. Janet tenía la vaga idea de que la ley la protegería de algún modo si lograba probar que su vida corría peligro; pero le faltaba valor, como le había ocurrido siempre, para oponerse y vengarse pública y activamente: se sentía demasiado abatida, demasiado imperfecta, demasiado expuesta a las acusaciones para enfrentarse a él, incluso en el caso de haber deseado colocarse abiertamente en una posición de mujer agraviada que buscara una reparación. Le faltaban fuerzas para resistir un largo camino en el que tendría que defenderse y ser independiente; sobre su vida se cernía la sombra más oscura que el terror a su marido: la sombra de la desesperanza”.
El solo hecho de afrontar el tema como lo hace Eliot es ya una originalidad literaria y, más que eso, uno de esos invaluables servicios sociales que puede la ficción prestar en ciertos casos.

Portada
Aparte de esta excelente narración, a lo largo de Escenas de la vida parroquial se pone de manifiesto ese especial talento de George Eliot para el aforismo involuntario, para la observación aguda, para el aún más agudo humor. Aquí algunos ejemplos:
-“Todo hombre que no sea un monstruo, un matemático o un filósofo loco es esclavo de alguna mujer”.
-“Puede ser pobre sin que se le note”.
-“Era más dado a cometer un disparate que un pecado, más dado a ser engañado que a tener la necesidad de engañar él”.
-“Las mujeres siempre son bobas, pero cuando más tonterías hacen es al ponerse la cofia de viudas”.
-“Era esencialmente buena, y le gustaba prodigar favores como una diosa que, desde las alturas, mira con benevolencia a los cojos, tullidos y ciegos que se acerquen a su altar”.
-“La ignorancia –dice Áyax– es un mal indoloro”.
-“Había tenido la belleza efímera y rosada de una rubia”.
-“Qué afortunados son esos hombres de los que no se enamoran las mujeres. Es una maldita responsabilidad”.
-“Una mujer orgullosa que ha aprendido a someterse dedica todo su orgullo a reforzar su sometimiento”.
-“Como al señor Dempster nunca se le vio mirar nada en especial, habría sido difícil jurar de qué color son sus ojos”.
-“Los caballeros del lugar, cuando los invitan a cenar, sólo caen en el exceso perfectamente virtuoso y refinado de la estupidez; y, aunque las señoras aún se meten demasiado donde no las llaman, no suelen excederse en nada más”.
-“Los puntos destacados de su credo eran la oración sin libros, el ladrillo rojo y la hipocresía”.
-“Contemplaba con suma tolerancia cualquier opinión religiosa que no entrañara creer en curas milagrosas”.
-“Cuando nuestra vida es una aflicción continua, los momentos de paz parecen sustituir únicamente la pesadumbre del temor por la pesadumbre del sufrimiento real”.
-“Cualquier cobarde puede librar una batalla cuando está seguro de ganar; pero deme un hombre con el valor suficiente para luchar cuando tiene la certeza de perder”.
George Eliot, 
Escenas de la vida parroquial
Alba
 

Alexandre Dumas, Hector de Sainte-Hermine. La forja de un héroe
 

Fue la última novela que escribió Dumas (1802-1870) y está fechada en 1869. Alcanzó a publicarse por entregas en una revista parisina, pero su edición como libro tuvo que esperarse hasta 2007. Parece inconclusa y hay detalles y descuidos que se convierten en un banquete para el traductor, Rafael Blanco Vázquez, que hace partícipe al lector, no sin regocijo, de los pecados de Dumas: “Dumas escribía y vivía a una velocidad inimaginable, y lo mismo era millonario que endeudado mayor del reino. No podía dejar de escribir porque no podía dejar de ganar dinero porque no podía dejar de gastarlo. Eso se nota en varios aspectos de su escritura”. Y lo justifica cuando cita una especie de declaración de principios del propio Dumas: “No admito sistemas en literatura; no sigo ninguna escuela; no enarbolo bandera alguna. Entretener e interesar son las únicas reglas”.
Más que el desarrollo argumental de Hector de Sainte-Hermine –que sigue el curso de la verdad histórica– lo apasionante de este libro son los retratos, en especial lo que cuenta de Napoleón Bonaparte y ciertas anécdotas de otros: “Los novelistas estamos en una situación delicada; si omitimos este tipo de detalles, se nos acusa de no saber más de historia que ciertos historiadores y, si los revelamos, se nos acusa de querer despopularizar a las castas reales”. Esto lo dice Dumas después de contar una historia de la mujer de Enrique I: “Carlota de Tremoille vivía en adulterio con un paje gascón cuando, tras cuatro meses de ausencia, su marido regresó de repente y sin hacerse anunciar. La mujer adúltera se encuentra a medio del camino del crimen: dispensó a su marido una acogida soberana. Aunque era invierno, consiguió hacerse con unas frutas magníficas y compartió con él la pera más hermosa de la canasta. Eso sí, para cortarla utilizó un cuchillo con la hoja de oro envenenada por un único lado, y le propuso, por supuesto, el único lado envenenado. El príncipe murió durante la noche ”. 
Y para referirse a Bonaparte, en cierto momento advierte: “Esperamos que haya quedado claro el inmenso escrúpulo con que hasta ahora hemos presentado a nuestros lectores, los personajes históricos que desempeñan un papel en este relato, sin tomar el menor partido, y tal como se presentarían ellos mismos ante la imparcial historia. No nos hemos dejado impresionar ni por los recuerdos personales de nuestras desgracias de familia, cuyo origen se remonta a las divisiones en Egipto de Bonaparte y Kléber (por el que mi padre había tomado partido), ni por el hosanna de esos eternos adoradores cuyo principio es la admiración absoluta a pesar de todo”.

“Dumas escribía y vivía a una velocidad inimaginable, y lo mismo era millonario que endeudado mayor del reino. No podía dejar de escribir porque no podía dejar de ganar dinero porque no podía dejar de gastarlo. Eso se nota en varios aspectos de su escritura”: Rafael Blanco Vásquez

Para Bonaparte todo hombre no era más que un medio o un obstáculo” y había uno “al que Bonaparte odiaba, temía y se resignaba a un tiempo (…). Joseph Fouché, ministro de policía, era efectivamente una criatura fea y dañina a un tiempo. Rara vez lo feo es bueno, y en Fouché la moralidad, o más bien la inmoralidad, era directamente proporcional a la fealdad. Para Bonaparte (…) Fouché era un hombre al que había que acabar tras haberlo promovido, pero era demasiado tarde. Fouché era uno de esos hombres que, en su ascensión, se agarran a todas las aristas, se aferran a todas las esquinas, y que, sin abandonar jamás el punto de apoyo, una vez en la meta cuentan con un respaldo en cada escalón (…). Aunque ya era inmensamente rico, Fouché sólo pensaba en aumentar una fortuna de la que no sabía disfrutar”.
Ahora bien, ¿cúal es el retrato de Napoleón que pinta Dumas?: “Como emperador, se ha reproducido esa cabeza que parecía una medalla antigua, se ha extendido por sus mejillas la palidez enfermiza que anunciaba una muerte prematura; se han dibujado esos cabellos de ébano que ponían en evidencia la lividez de sus mejillas; pero ni la tijera ni la paleta han podido recoger la llama móvil de sus ojos, ni la sombría expresión de su mirada al fijarse. Dicha mirada obedecía a su voluntad con la rapidez del relámpago. No había persona que en la ira la tuviera más terrible, no había persona que en la bondad la tuviera más tierna. Pareciera que tenía una fisonomía particular para cada uno de los pensamientos que se sucedían en su alma. Era muy bajito. Apenas alcanzaba cinco pies y tres pulgadas”.

Dumas
Y se detiene en sus manos: “Tenía unas manos hermosísimas de las que estaba orgulloso y que cuidaba como lo habría hecho una mujer. Al hablar tenía la costumbre de mirarlas complacido; sólo se ponía el guante de la mano izquierda, dejando siempre la derecha al desnudo, con el pretexto de tenderla a aquellos a los que concedía esa gracia; pero la verdadera razón era que le gustaba mirarla y lustrarse las uñas con un pañuelo de batista. Monsieur de Turenne, entre cuyas atribuciones estaba la de ocuparse de vestir al emperador, llegó con el tiempo a hacer que sólo le fabricaran guantes de la mano izquierda, y así ahorraba seis mil francos al año”.
Dumas cuenta que “el reposo le resultaba insoportable; gustaba de pasear incluso en sus apartamentos. En esos momentos se inclinaba ligeramente hacia adelante, como si el peso de sus pensamientos le inclinase la cabeza”. Y, quien lo creyera, era dormilón: “Decía en tono quejumbroso: ‘¡Ay! Dejadme dormir un poco más (…). No despertéis jamás por una buena noticia; una buena noticia nunca es urgente; pero si es una mala noticia, despertadme inmediatamente, porque en ese caso no hay un minuto que perder’”.
Bonaparte no era letrado; juzgaba el conjunto de una obra por los detalles que le gustaban; le gustaba Corneille, no por sus versos, sino por los pensamientos que vehiculaba. Cuando citaba, por casualidad, versos franceses, rara vez respetaba los pies de los versos que citaba; y sin embargo le gustaba la literatura. En cuanto a la música, era para él, como para todo italiano, un placer sensual. Y, aunque él era incapaz de cantar correctamente dos compases, ello no le impedía apreciar a todos los grandes maestros. Gluck, Beethoven, Mozart, Spontini”.
Y, en cierto momento, imita ese tono de sentencia que adoptaba el corso: “Sólo se gana a la lotería los días en que no se juega”.
Alexandre Dumas,
Hector de Sainte-Hermine. La forja de un héroe
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