Daniel Samper Ospina
14 Abril 2024

Daniel Samper Ospina

EN LA CACHUCHA DE PETRO

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Circombia es Circombia y es imposible cubrir la hemorragia de noticias que suceden en una semana con los emplastes tristes de una columna de opinión: en menos de siete días, llamaron a juicio, por fin, al expresidente Uribe; el alcalde de Bogotá pidió a los ciudadanos que se bañen en pareja, oportunidad histórica para que el propio Uribe y Diego Cadena obedezcan, en caso de que terminen compartiendo celda. Y el presidente Berto dijo que, si fuera por él, tumbaría el Palacio de Nariño porque su arquitectura es de oligarcas. No es mala idea. Ese debería el destino natural de un lugar en el que históricamente se han dedicado al tumbe. La demolición -además- sería la única promesa que el Gobierno podría cumplir sin contratiempos ni retrasos: destruir es su sello.

A cambio del emblemático palacete republicano, el presidente arquitecto preferiría “una cosa popular, de patios abiertos, donde la gente fluya y pueda ver a los funcionarios sin que se oculten en las penumbras”, lo cual resultaría emocionante: la gente podría fluir en barquitas, añado yo, como en las atracciones de Disney. Que mientras uno circula entre canales, pueda decir adiós con la mano a doña Verónica y a sus empresarios catalanes; a Laurita Sarabia y a los ministros que le hacen antesala. Y que por un precio extra pueda acceder el sótano y tomarse una foto con el polígrafo de Marelbys, para el recuerdo. 

Apruebo la idea de demoler el Palacio de Nariño siempre y cuando rescaten previamente las obras de arte que lo habitan: La paloma de la paz de Botero; la espada de Bolívar; el óleo en que inmortalizaron a mi colega Daniel Coronell (y lo hicieron pasar como Iván Duque). Todas esas piezas, junto con otros objetos de valor, deben ser trasladadas al Museo Nacional para su exhibición permanente, o por lo menos puestas al alcance ciudadano en una venta de garaje: que uno pueda negociar los edredones de ganso, el babero de Andrés Pastrana. La matera donde se aliviaba Yidis Medina. O la bicicleta estática con que César Gaviria quemaba calorías cuyos manubrios, posteriormente, mi tío Ernesto utilizó como colgadero de ropa. 

En el privilegiado lote donde hoy se yergue el palacio presidencial, en cambio, podría elevarse una construcción que resulte verdaderamente útil a la sociedad: un local de D1, por ejemplo. Y la nueva sede de gobierno podría trasladarse de forma definitiva al conjunto Santa Ana de Chía, porque, en otros titulares de la semana, Germán Vargas Lleras denunció que el gobierno pretende hacer una constituyente por decreto, a dedo, si se me permite decirlo así, con lo cual nos prepararíamos para una verdadera Bertocracia.

Pero ninguna noticia puede ser más importante que la que ventilaron Jorge Espinosa en la emisora básica de Caracol y Néstor Morales de Blu Radio, según la cual el presidente se está sometiendo a un procedimiento capilar estético, motivo por el cual viaja, come, abraza, reza, locuta y hasta duerme con una cachucha sideral por cuyos bordes no asoma mechón de pelo alguno. Duerme desnudo, sí, como confesó: pero con la cachucha. Debajo de ella imagino el injerto en carne viva erizado por pelitos que crecen como puntillas. 

El presidente, pues, ya no solo nos está tomando del pelo: ahora también se lo está poniendo él. Si se confirma esta noticia, estaríamos frente al más grave escándalo de su gobierno. Ya no se trata de que el primer mandatario quiera implantar una dictadura; más grave que eso, quiere implantar funículos en esas zonas de la coronilla que lucen como las marchas que organizaron en su respaldo: despobladas. 

La intervención a las EPS parecen un juego de niños frente a esta otra intervención, esta vez quirúrgica, ante la cual solo caben múltiples preguntas: ¿no resultaba más lógico acudir a remedios ancestrales como primer paso? ¿Untarse excremento de gallina, siquiera de Paloma, previa alianza con el Centro Democrático? ¿Acudir al frote recio en calva con papel higiénico (limpio, desde luego), al ungüento de petróleo, así fuera importado de Venezuela? Y aún más: ¿qué lo llevó a sus 63 años a tomar tan tardía decisión? ¿Aquella vez que se accidentó en Cartagena, acaso, vio su cara en la rodilla que se peló? 

Pero la pregunta de fondo sería: ¿cree de veras que nadie se dará cuenta cuando se quite la gorra y aparezca, de forma súbita, una frondosa cabellera con la cual podrá promover las keratinas de Epa Colombia en reemplazo de Álvaro Uribe? Es el presidente de la República. Lo vemos en televisión todos los días. ¿Supone acaso que no notaremos la forma en que, además del poder, se le subió otra cosa a la cabeza? 

Qué calvario. El cambio prometido era un cambio de look. Imagino a activistas y bodegueros justificando la cursi vanidad del líder con el argumento de que lo hizo como contrapeso a Margarita Cabello. 

Confiaba en que teníamos un presidente que representaba a los desposeídos, en especial de melenas. Un hombre austero al que no le importaba tener entradas, fueran las que fueran.  El mandatario, en fin, que crearía un viceministerio para personas en condición de discapacidad capilar. 

Pero todo fue una decepción. Implantarse pelo es acomodarse a la norma estética de oligarcas y neoliberales que creen que el único patrón de belleza masculina es exhibir exuberantes mechones sobre la frente, a la manera de Donald Trump. 

Como presidente de la ONG Calvos Sin Fronteras, por eso, exijo al primer mandatario que afirme o desmienta públicamente si lo de sus implantes es cierto antes de que esta versión —al igual que su futuro pelo— haga carrera. De ser cierto, me sumaré bajo el sol a las marchas en protesta a su gobierno, previo uso de bloqueador: o por lo menos de una gorra. Compraré la suya propia en la venta de garaje de la Casa de Nariño, cuando el palacio ya se encuentre destechado. Como el presidente en estos momentos. 
 

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