Daniel Samper Ospina
26 Noviembre 2023

Daniel Samper Ospina

LA MASCOTA DE MI VIDA

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Hace unos días murió mi perro Serafín. Lo encontré al borde de mi cama, donde solía acostarse a la espera de que yo me despertara. Su muerte estuvo libre de estridencias; simplemente se deslizó hacia la quietud total, sin sobresaltos, con el último gesto de lealtad de morir junto a mí. 
 
No me acomodo a la idea de que, en el parpadeo de una mañana de sábado cualquiera, mi amigo Serafín haya dejado de respirar; mucho menos a la realidad de que nunca más volveré a verlo: mi amigo Serafín, el guardián de las horas normales que se arrastraban en el día; la presencia que me cobijaba con un amor limpio que no hice nada para merecer.
 
Para saber por qué estoy doblado en este momento frente a su cuerpo muerto —atónito, sin habla: como si hubiera muerto con él una parte que me reconciliaba con el mundo—, habría que remontarse a la noche del 19 de marzo de 2019, un año antes de la pandemia. En aquella semana había aparecido en el diario El Tiempo la noticia de que un perro recogido de la calle por las autoridades distritales acababa de romper el récord de rechazos en las jornadas de adopción: había salido once domingos a las ferias para adoptar mascotas organizadas por la Unidad de Cuidado Animal de la Alcaldía, y las once veces había regresado a su celda. Las familias se llevaban a sus vecinos de jaula mientras él regresaba de nuevo al piso de cemento de su guacal de siempre.
 
Lo imaginaba entonces como si fuera el protagonista de una película animada: el perro al que nadie quería adoptar: el perro que regresaba a su lugar en la perrera municipal mientras le partía el alma a su perrero.
 
El rechazo que producía Serafín se debía a una condición poco frecuente llamada alopecia canina: una calvicie de fuente hormonal, extendida por parches a lo largo de su pelaje, que le daba el aspecto de ser un animal enfermo, acaso contagioso: una especie de perro agónico, envuelto en engrudo, como esas garzas de foto que quedan atrapadas en los derrames petroleros.
 
Pese a que en la casa ya teníamos demasiados perros, y en la familia demasiados calvos, el 21 de marzo hizo su ingreso triunfal a mi vida el perro más rechazado de la ciudad, con un moño sideral, gigantesco, seguido por mis hijas y mi esposa, que lo adoptaron a mis espaldas para dármelo a modo de sorpresa. Porque mi esposa quería que fuera nuestra la casa —y nuestra la familia— que no rechazaría al que todos rechazaban.
 
Serafín causaba miedo. Tenía una oreja rota y desgarrada, una piel rasposa cubierta de pelos gruesos pero muy escasos —pelos de rata, le decía yo— bajo los que asomaban los parches de un pellejo negro y por momentos cuarteado; arrastraba también una leve cojera y sostenía en la mirada una expresión de orfandad y de ternura que parecía el resumen de su vida.
 
A todas luces era evidente que se trataba de un perro empapado de calle y de intemperie: de un sobreviviente.
 
En las tardes de lluvia, mientras los truenos lo llenaban de un pavor que me obligaba a abrazarlo, solía entregarme a la trágica fascinación de imaginar qué sería de su vida si siguiera sobreviviendo en el pavimento: ¿en cuál estación de gasolina —de la que seguramente lo sacarían a piedra— trataría de escampar? ¿Cuál avenida, surcada por carros que cruzaban como disparos, atravesaría bajo el aguacero inclemente del que ahora se podía resguardar porque ya tenía una familia, que es como decir un lugar en el mundo?
 
En la ficha de la Unidad de Cuidado Animal del Distrito reseñaban de forma escueta que Serafín había sido rescatado por emergencia veterinaria reportada por teléfono y que la ambulancia distrital lo recogió herido en una calle cualquiera.
 
De ahí, entonces, pasó al quirófano, y del quirófano a la recuperación, y de la recuperación al rechazo de las jornadas de adopción hasta que nos conocimos. El perro al que nadie quería adoptar por su alopecia canina me adoptó de inmediato. Me demostró que, a diferencia de lo que había sucedido en sus jornadas infructuosas, a un perro no le importa si el humano que decide amparar por el resto de su vida es calvo.
 
Entró, pues, a la casa, y me olisqueó por encima, y nunca más nos separamos. Esa es la verdad. Nunca más. Aquella noche le di la bienvenida diciéndole sin decirle que era cuestión de tiempo que llegara a su casa de siempre, que era la mía (que era la suya): que desde esa noche jamás regresaría a la jaula del Distrito.
 
Vivimos grandes momentos juntos. Hicimos una campaña publicitaria para promover la adopción de otros perros rechazados como él. Codirigió una pieza clásica en el Teatro Santo Domingo con el maestro Enrique Diemecke. Apareció en videos. Entrevistó congresistas en el Capitolio. Se asomó en transmisiones.  Se presentó ante el público en un debut escénico que solo soportó por estar al lado mío. Me acompañaba a grabar dos veces por semana al estudio, y a escribir todos los días en el escritorio, y en ambos casos se acercaba cada tanto para moverme el antebrazo con el hocico y obligarme a consentirlo.
 
Quiero decirles que se trataba de un perro al que jamás observé cambiar de humor desde que le permitieran estar conmigo; que gravitaba en torno a mí como la única forma de vida que aceptaba. Un perro que jamás hacía reclamos si salía a la calle sin él, ni cobraba mi retorno con rencores. Me recibía, en cambio, con el asombro intacto de la primera vez, estrepitoso y feliz, gracias al cual convertía los regresos rutinarios de cada noche en una celebración definitiva. Porque sabía, como dijo una poeta, que su casa era su casa porque yo siempre volvía, como yo supe que mi casa era mi casa porque él siempre me esperaba. 
 
Gracias por todo lo que me diste, amigo Serafín. Ha sido un honor recibir ese cariño tan elevado del que dudo haber sido digno. Me mostraste todo lo que no puede enseñar un ser humano: únicamente un perro. Y no podrías imaginar lo que me cuesta esta desolación doméstica en que los sillones donde dormías son ahora la forma de tu ausencia. 
 
Gracias por tu amistad, Serafín. Al menos pude enterrarte con mis propias manos. Un perro como tú no merecía una muerte callejera como te lo advertí desde el primer día: cuando te dije sin decir que íbamos a ser compañeros para siempre. Lo cumplo ahora, mi perro de pelos de rata: el perro que sacaba la cara por los calvos de la casa; la mascota de mi vida que ya vive por siempre en lo que soy. 


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