Ana Bejarano Ricaurte
24 Septiembre 2023

Ana Bejarano Ricaurte

LAS MADRES

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A Dilia Cruz y a todas las madres latinoamericanas que no cesan en su búsqueda por la justicia y la verdad. 

En 1976 inició en la Argentina el sangriento periodo llamado por la junta militar “Proceso de reorganización nacional”. Las desapariciones de trabajadores sociales, militantes, sindicalistas, escritores, periodistas, artistas se sintieron en muchos hogares. Las familias, en especial las madres, se volcaron hacía las vías institucionales para buscarlos. Nada funcionó. En el desespero ante silencio estatal empezaron a reunirse en Plaza de Mayo en la capital. Caminaban en círculos ya que el estado de excepción prohibía las reuniones públicas de cualquier tipo y la movilización constante les permitía permanecer ahí. Los militares las llamaban “las locas de la plaza”. En una peregrinación católica en 1977 hacia Luján decidieron identificarse con un pañuelo blanco en su cabeza: eran los pañales de tela de los hijos que ya no estaban. 

Nacieron entonces las Madres de Plaza de Mayo, un movimiento de determinante importancia política y social para el proceso hacia la democracia en la Argentina. Su fuerza descansaba en lo sorprendente del valor estoico que proviene de una madre. De lo difícil que resultaba para las brutales fuerzas de seguridad remover a las malas a unas señoras desoladas caminando en círculos. (Aunque por supuesto lo intentaron). Fue el gesto novedoso y revolucionario de utilizar ese extraño pedestal en el que el patriarcado pone a la maternidad para iniciar un proceso de movilización política. 

En Colombia no tardó mucho tiempo en que surgiera un movimiento similar: las Madres de la Candelaria en los noventa, quienes una vez a la semana alzaban su voz en Medellín para clamar por el regreso de sus hijos y familiares desaparecidos en el conflicto armado. Tiempo después vinieron las Madres de Soacha, quienes acusaban el crimen de lesa humanidad conocido como los falsos positivos. Las de Soacha, como las de Plaza de Mayo, no solo denunciaban la desaparición sino el dolor y deshonra de que, tras una noche oscura, sus hijos amanecían convertidos en guerrilleros, terroristas y temibles operadores políticos. Hace un par de años surgió el colectivo de las Madres buscadoras en México, dedicadas a negociar con los narcos para encontrar los restos de sus desaparecidos. 

Esta semana otra madre digna, Dilia Cruz, gritó a los militares comparecientes a una audiencia de reconocimiento de los falsos positivos: “Ustedes son unos asesinos… Unos asesinos”. Pedía justicia por los crímenes cometidos por la brigada XVI del Ejército contra la población civil en Casanare, contra sus hijos.

Y qué paradójico resulta el lugar que han venido a ocupar las madres en las democracias latinoamericanas; en la lucha por el respeto de los derechos humanos. Pasaron de ser amas de casa, recluidas a las labores de cuidado, a convertirse en símbolos de justicia y rebeldía social. El llamado irresistible de la maternidad, “el fuego del amor que nos dieron nuestros hijos”, dijo una madre de Plaza de Mayo.  

Adquieren enorme importancia estos movimientos imparables de valor cívico, liderados por mujeres que solo buscan justicia, en estos tiempos de negacionismo. En la Argentina, Victoria Villaruel se ha dedicado a vender la idea de que el terrorismo de Estado no existió. La misma que visitó a Videla encarcelado y figuraba como contacto en la libreta de apuntes para el juicio del genocida Miguel Etchecolatz ahora está a un paso de ocupar la Vicepresidencia. 

En Colombia, el expresidente Álvaro Uribe Vélez insiste en afirmar que los falsos positivos no existieron, que se trató de unos militares rebeldes. Se para sobre la jauría de fanáticos que se resisten a presenciar lo que destapa la JEP: la atrocidad de elegir a los que veían como basuras sociales para asesinarlos y vestirlos de guerrilleros.

No han entendido los negacionistas que la historia no será reescrita. Que en América Latina hemos aprendido a resistir, que la nueva oleada de lunáticos fascistas no pasará por encima de un siglo de luchas humanitarias. Y aunque lleguen de nuevo al poder jamás podrán vencer el ímpetu de la madre dañada que no tiene nada más que perder. Las víctimas de los excesos de Bukele, de los abusos de Maduro, de las promesas de violencia de Milei o de Cabal, también son hijos y tienen madres y su silencio no será perpetuo. 

En esa romantización de la maternidad que tanto rechazamos las feministas hay algo cierto: ese llamado casi salvaje de proteger o llorar a nuestras crías, ese que se enfrenta a dictadores, sátrapas y negacionistas, ese que no lo apaga ni apagará nadie. 
 

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