Daniel Samper Ospina
25 Junio 2023

Daniel Samper Ospina

MI CALVO FAVORITO ES...

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Todo empezó cuando mi hija menor me envió el pantallazo de una noticia aparecida en Última Hora Col, el medio a través del cual se informan todos los adolescentes del país, incluyendo Rodolfo Hernández: le roban un tiempo a su rutina de bailes de tiktoks, ingresan a Instagram, chequean qué ha sucedido. Y si es alguna de mis hijas y observa una noticia que le llame la atención, comete el acto de caridad de compartirla conmigo.

La de esta vez advertía que la medicina acaba de encontrar la cura definitiva contra la alopecia. Se trata de una pastilla denominada Baricitinib que ya se encuentra a la venta en Europa y es capaz de ofrecer el milagro efectivo de que, como si se tratara de la candidatura de Rodolfo Hernández, precisamente, los folículos renazcan. A cambio, eso sí, de algunos efectos secundarios leves, como resequedad en la boca, acné. O asumir un ministerio de Gustavo Petro.

La noticia me produjo el primer alivio de la semana. Hasta entonces, todos los titulares me resultaban preocupantes, como el de James, que, valga la paradoja, ya no es un titular. En calidad de jugador sin equipo visitó a Álvaro Uribe en el Ubérrimo y el encuentro me despertó muchas preguntas: ¿qué puede salir de una reunión entre el hombre de la zurda de oro y el de la derecha de plomo? ¿Va a jugar el 10 en el equipo del 82?

O la noticia de los cinco millonarios —dos de ellos padre e hijo— que pagaron 250 mil dólares por sumergirse en una cápsula submarina y recorrer las ruinas del Titanic, y nunca más regresaron a la superficie. En las redes circuló un video de la nave por dentro, y, santo dios, no podía ser más artesanal: era el equivalente marino a una casa en el árbol. Contaba únicamente con un pequeño baño (y sin revistas). ¿A quién podía parecerle buena idea encerrarse en esa suerte de calentador de casa grande? No sucede ni siquiera en Circombia: tenga el concepto que se tenga de ellos, no se imagina uno a Luis Carlos Sarmiento Angulo con Junior, o a los Gilinski, padre e hijo, felices de pagar 250 mil dólares para compartir un inodoro minúsculo con un Mario Hernández, por decir algo, mientras se sumergen en el mar oscuro para observar de cerca los restos del galeón San José. Lo más deprimente es que la irresponsable compañía de turismo submarino, OceanGate, emitió un comunicado en que ofrecía sus más profundas condolencias: ¿no podían acudir a otro adjetivo?  

Por eso, digo, recibí la noticia de que existía una cura eficaz contra la calvicie como si fuera un bálsamo. Otro, quiero decir; diferente al que mi esposa me compra para fortalecer la raíz.

Ser calvo es formar parte de una minoría por la que la humanidad no ha profesado ninguna solidaridad alguna. Ni siquiera nos acoge la corrección política de la época. Nos llaman calvos sin ningún pudor alguno: jamás “persona en situación de discapacidad capilar”.

Si uno repasa la lucha de la humanidad contra la calvicie, descubre que Hipócrates, padre de la medicina, a quien apodaban el Gran Calvo, se embadurnaba la coronilla con excremento de paloma, desesperado de que su calvicie espantara mujeres: como si no fuera el olor. Que las célebres coronas de laurel de Julio César tenían el propósito real de camuflar sus lánguidas hebras despobladas. Que los egipcios se frotaban el cuero cabelludo con aceite, miel y alabastro, mientras la Dinastía XIX (de Ramsés II) se volvía experta en la fabricación de pelucas de pelo natural, como si ser calvo fuera delito.

Los vikingos pelados usaban una loción de excrementos de ganso porque en el guerrero nórdico las frondosas melenas eran tan respetadas como irrespetados eran los gansos.

A comienzos del siglo pasado el dermatólogo francés Jacques Sabourand acuñó por primera vez la palabra alopecia, proveniente de alopex, que en griego significa zorro. Porque el zorro muda de pelo en cada estación; en especial si el Zorro del que hablamos es el ministro de Cultura. En 1939, Shoji Okuda, un dermatólogo japonés, acudió por primera vez a injertos de piel para trasplantar en la cabeza pelo proveniente del pubis o las axilas, con lo cual la humanidad descubrió que, no por sembrarlo en la nuca, el chilindrín deja de ser chilindrín. 
El único momento en que la alopecia resultaba menos indigna fue en la Revolución francesa, cuando la sociedad entera utilizaba pelucas. 

Por lo demás, ser calvo es un calvario, valga la expresión, pese a que se trata de una condición, no de una enfermedad. Porque el calvo nace, no se hace. O nace calvo, pero la sociedad lo corrompe. 
No hemos llegado al extremo de que líderes religiosos discriminen al calvo como lo hacen con otras minorías: que Alejandro Ordóñez pida elevar a pecado el matrimonio con calvos; que Viviane  Morales diga que las parejas idóneas son entre mujer y hombre con pelo (y prohíba a los calvos adoptar). Incluso que Álvaro Uribe envíe un saludo a la comunidad no peluda.

No obstante, harto de que nos tomen del pelo por nuestra condición genética, llevo años enarbolando una defensa a las personas en situación de discapacidad capilar. Parafraseando a Augusto Monterroso, los calvos contamos con un sexto sentido que nos permite reconocernos entre nosotros. Y algunos consideramos que la cabeza pelada es motivo de honor y estamos dispuestos a celebrar el día del orgullo calvo, el bold parade, y a salir a marchar orgullosamente por las calles. Sin sombreros. Aunque con bloqueador.

Pero todas estas consideraciones quedaron vacías cuando leí la noticia de que al fin la medicina había producido la pepa definitiva, la pepa final para acabar para siempre con mi calvicie. Y no pude fingir mientras la leía: ¿a quién quiero engañar?, me dije; ¿qué daría yo por no parecerme ni a Putin ni a Prigozhin, por tapizar mi cráneo con un espeso tapete de pelo frente al cual un Nayib Neme pareciera un simple Juan Pablo Calvás?

Quise pedir la pepa a domicilio, pero supe entonces que, aparte de que la calvicie regresa tan pronto como uno deja de tomarse la pastilla, el costo del tratamiento ronda los mil euros mensuales: y lo digo en euros porque en pesos no se consigue. Es una cura para millonarios: para calvos con entradas, así suene redundante: para excéntricos que disfrutarían inmolarse en submarinos caseros. 

Decidí entonces aceptarme como soy. Es más barato. Y junto con mi ONG Calvos Sin Fronteras, sueño ahora con que la sociedad entera exalte al calvo.  O por lo menos con llevar a Zinedine Zidane al Ubérrimo. 

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