Valeria Santos
1 Octubre 2022

Valeria Santos

La tierra sin tierra

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Nos han dado la tierra se llama el cuento de Juan Rulfo que estamos estudiando, entre otras obras maestras del autor, en el curso dictado por Carolina Sanín. El narrador, en primera persona, recorre sin moverse un camino sin orillas, ni esperanza, en donde no hay “una sombra de árbol, ni una semilla de nada”. Mientras camina sin avanzar sobre la tierra que les dieron, pisando su suelo infértil, reclama “tanta y tamaña tierra para nada”. Y aunque la obra de Rulfo es casi toda una crítica a la Revolución Mexicana y a la reforma agraria que irónicamente abandonó al campo, cada frase del autor parecería estar describiendo toda la tierra sin tierra que tienen y sufren tantos colombianos.

Aunque suene absurdo, diferentes voces en Colombia han venido protestando por la cantidad de tierra que tienen los indígenas colombianos. Vociferan las últimas cifras presentadas por el Instituto Geográfico Agustín Codazzi, Igac, que revelan que los resguardos indígenas, las comunidades afrodescendientes y otras agrupaciones étnicas son dueñas de 34,3 millones de hectáreas. Teniendo en cuenta que Colombia tiene 114 millones de hectáreas, para muchos, los indígenas son unos desagradecidos terratenientes. 

Pero la realidad es más compleja.

Es cierto que los indígenas en Colombia son el 6 por ciento de la población y son dueños, por medio de 770 resguardos, del 25,3 por ciento del territorio nacional. Sin embargo, el mito sobre la propiedad de la tierra y sus beneficios se desvanece cuando analizamos las condiciones de extrema vulnerabilidad en las que sobrevive esta población a diario. ¿Toda esta tierra que les han dado para qué? si según un estudio del Dane del 2018, el 49,2 por ciento de los hogares de las comunidades étnicas está en pobreza multidimensional. Hay que aclarar que, según este mismo estudio, las comunidades indígenas son afectadas en mayor proporción por menores condiciones de vida en dimensiones básicas que el resto de la población colombiana.

La tierra es todo: la vida y la muerte como bien lo señala la profesora Sanín. Es el sustento para vivir y el lugar donde morir. Pero la tierra también puede ser estéril y una tierra sin tierra, una tierra sin agua y suelos ácidos, que no puede dar vida, no puede ser  madre tierra. Y eso es lo que en su mayoría poseen los indígenas colombianos, una tierra muerta.

Las palabras del narrador del cuento de Rulfo “nosotros paramos la jeta para decir que el llano no lo queríamos. Que queríamos lo que estaba junto al río”, son el reclamo que vienen haciendo los indígenas colombianos hace ya un largo tiempo (no es cierto que las invasiones hayan surgido en este nuevo gobierno). Porque es verdad que una característica que tienen todos los resguardos, desde La Guajira hasta el Amazonas, y desde el Cauca hasta la Orinoquia, es que, en su gran mayoría, están constituidos sobre una mala tierra. 

En el Cauca, por ejemplo, donde en este momento se presentan los más altos niveles de vulnerabilidad, además de los mayores índices de conflictividad e invasiones, los suelos están clasificados en su mayoría como de “baja fertilidad”, y “muy baja fertilidad”. Según el Igac, menos del 3 por ciento del departamento tiene una fertilidad alta y pertenece a grandes empresas y adineradas familias. No en vano todos los años se moviliza la minga pidiendo lo mismo: tierras fértiles. Y por eso no es una casualidad que el sueño de la senadora Paloma Valencia sea dividir al Cauca para asegurar que los resguardos permanezcan inmóviles y atrapados en una tierra sin porvenir. 

El Igac también reveló que la mayoría de la tierra en Colombia, el 48,5 millones de hectáreas, tiene títulos privados. Teniendo en cuenta que según el Dane, más del 70 por ciento de los predios del país ocupan el 2 por ciento del territorio nacional, y tienen menos de 5 hectáreas, mientras que el 2 por ciento de los predios ocupan el 73 por ciento del territorio y están calculados en más de mil hectáreas, se puede concluir que la propiedad en Colombia, y sus buenos suelos, le pertenecen a unos cuantos privilegiados. Pocas manos son dueñas de la riqueza colombiana.

El cuento de Rulfo sobre el campo mexicano después de la Revolución y la realidad actual colombiana nos demuestran que a diferencia de lo que reza el himno del departamento del Cauca, no somos todos hijos de la misma tierra. El problema es que los que paradójicamente nacieron en una tierra infértil tendrán un futuro sin posibilidad. Una tierra sin tierra es una vida sin vida.

Más vale que este gobierno cumpla con su promesa de hacer una reforma agraria. No es suficiente con entregarles más hectáreas de tierra a los campesinos, indígenas y comunidades afro; la calidad de los suelos importa. De la tierra que les den debería por fin brotar vida digna porque, como escribió Rulfo, nadie puede vivir en un “blanco terregal endurecido, donde nada se mueve y por donde uno camina como reculando”.

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