Jaime Honorio González
26 Noviembre 2022

Jaime Honorio González

Mercedes, La Eterna

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Yo no sé ustedes, pero yo antes que amar a mi mamá, yo lo que estaba era enamorado de ella, que es bien diferente. Sentía como una especie de maripositas en el estómago cuando la iba a ver, me daba un poquito de ansiedad en los instantes previos a nuestros encuentros, sufría como un condenado buscándole un regalo cuando viajaba o en alguna fecha especial, e invariablemente quedaba medio aburrido cuando nos despedíamos, tratando siempre de que no se me notara.

Mi mami se murió el sábado 19 a las nueve de la noche y desde temprano la vimos agonizar. Ese día, cuando llegué por la mañana a la clínica y estaba en la puerta listo para ingresar, el radio de comunicaciones de la portera sonó muy duro y escuché con total claridad la instrucción del supervisor: “Compañeros, código lila para la 427, señora Ana Mercedes Moreno de González, a todo el que pregunte por la 427, déjenlo entrar sin problema”. Entonces sentí un frío aterrador.

—¿Para dónde va, señor?, me dijo la encargada.
—Para la 427, le respondí.

Me miró con una cara de tristeza que sin decirme nada, me lo dijo todo. Entonces, yo subí los cuatro pisos, despacio, muy despacio, como no queriendo llegar, hasta que —inevitablemente— llegué. Mi madre había perdido el conocimiento al comienzo de la madrugada. Y no iría a recuperarlo jamás. En ese momento entendí con total claridad lo que significaba en la terminología de la clínica, iniciar un código lila.

Por eso, desde que entré a la 427 me dediqué a besarla, sin pudor, ignorando la presencia de mis hermanos, de mis tíos, de mis primos, de todos los que estuvieron en esa habitación viéndola enfrentar lo que una doctora que pasó por allí nos dijo que se denominaba “fase de respiración agónica”. En realidad, mi mami se estaba muriendo —rápidamente— de a poquitos.

Le besé las piernas, despacio, tenía unas piernas maravillosamente firmes y de vez en cuando cierro los ojos y recuerdo mi boca contra su piel, y es lo más cerca que —por ahora— puedo estar de la eternidad, y luego le besé los pies, le besé los brazos y le conté los lunares, le besé el cuello de piel de durazno, le besé la frente como tantas veces lo hice, le besé las mejillas, eternamente tersas por cierto, le besé las orejas mientras le decía al oído que la amaba con locura, que ella era la mujer de mi vida y que nadie jamás me iba a amar como ella me amó, nadie absolutamente nadie, porque no hay amor más grande que el de una madre por sus hijos, que trataría de consentir a mis niños igual que ella a mí; y que yo sabía que yo era su favorito, que muchas veces me lo había dicho pero que teníamos el pacto de que no lo confirmaríamos en público jamás para evitar los celos de mis hermanos.

Bueno, pues hoy rompo ese pacto. Y lo rompo por una razón: porque yo sé que su favorito era cada uno de nosotros, cada uno de sus siete hijos. Y tengo las pruebas: por ejemplo, le encantaba hablar de negocios con Juan Carlos y al final de cada conversación hacer de modelo para que Juan Carlos le hiciera las fotos más feas que fotógrafo alguno pueda tomar. Ella lo sabía, sabía que la estaban payaseando, pero ella adoraba posarle. Díganme si eso no es ser el favorito.

O Andreita, la mano derecha de mi mami, que más bien parecía su jefe porque Mechi, aunque hacía lo que se le daba la gana, todos los días de su vida daba órdenes a diestra y siniestra, dirigía el colegio a la distancia y en simultánea hasta decidía qué se hacía de almuerzo, apenas se encontraba con Andrea se convertía en la más obediente de las empleadas y sin chistar ni una palabra iba haciendo juiciosita lo que la niña le iba diciendo. Díganme si eso no es ser la favorita.

Y qué tal Hernán, su monito, llevándolo a vivir a la casa, como si fuera aún un niño y él, para ganarse su favoritismo, hablándole a mi mami como un niño, jugando a hacerle cosquillas como un niño, arrunchándosele como un niño, poniéndole la cabeza para que ella lo consintiera como un niño, y está a punto de cumplir 50. Si hasta su exitosa oficina de abogados funciona en esa casa, en la de la Mechi. Díganme si eso no es ser el favorito.

Y Lili, la chiquita, la consentida de las consentidas, la melcochita de la mamá, la que convertía a mi mami en una completa niñita de ocho años a punta de mimos, de caricias, de oportunos masajes, de pequeños placeres, de palabras suaves, su propia hada madrina dispuesta a convertirle cada uno de sus mundanos deseos en fantástica realidad. Pregunto, si uno de sus hijos tuviera una varita mágica, ¿no sería ese su favorito?

Falta Mauro, su pequeño niño gigante, su pedagogo, su verdadero alter ego, su espejo en su obra de 59 años, el Colegio Monterrey, su vicerrector y serio candidato a ocupar la oficina de La Mechi, más que por sucesión por total virtud y mérito gracias a que Mechi lo llevó de la mano desde hace muchos años. Mayor prueba de favoritismo, realmente no creo que haya.

Solo nos queda Claudia, Cayita, la mayor, la guardiana de sus secretos, más que su hija su mejor amiga, su cómplice y a la vez su niña, a la que protegió tal vez con algunos excesos, como llevarla a las fiestas de universidad y espiarla tras la ventana lista para saltar sobre el que se atreviera siquiera a mirarla, grave problema porque la china le salió hasta bien bonita. En la casa de mi mami siempre se hizo lo que mi mami decía… hasta que llegaba Claudita. Díganme si uno no cuida así a quien es su favorita.

Mami, gracias por limpiarnos la cola. Gracias por las onces de cada mañana. Gracias por patrocinar cada uno de nuestros fracasos. Gracias por financiar todos nuestros sueños. Gracias por hacernos creer que éramos los mejores del mundo cuando —en realidad— no somos ni la centésima parte tuya. Ni lo seremos, mamita, ni lo seremos.

Ayer en la tarde, una niña que trabajó en la casa hace muchos años, llamó a Juan Carlos y le contó que —extrañamente— la noche del sábado se había soñado con doña Mercedes, y que ella le había dicho: “Mijita, por favor, súbame un tinto”. Y que cuando se lo estaba entregando, en el sueño mi mami le había dicho: “Yo sé que ustedes están tristes pero dile a los niños que estoy bien, que ya estoy con mi amor”.

Mi amor era mi papá. Estamos tranquilos, mami, porque teníamos claro que él te iba a recibir, porque los imaginamos fundiéndose en un beso eterno, aplazado por 21 años, un beso en el que dos almas se vuelven una sola hasta el fin de los tiempos, como la prueba absoluta de que el amor siempre, siempre termina venciendo a la muerte porque nada, absolutamente nada, podrá volver a separarlos. Y el amor eterno de ellos es nuestra total felicidad.

Así que, Mamita Mía, solo nos queda darte las gracias. Y dile a mi papi que te amaremos hasta que cada uno de tus siete niños pueda decírtelo de nuevo, al oído, así como yo te lo susurré en la cama de la 427 completamente muerto de amor, sabiendo que la que se moría eras tú.

Por favor, espéranos en la eternidad.

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