La guerra perdida contra Pablo Escobar: por María Jimena Duzán

Imagen referencia.

Crédito: Jorge Restrepo

3 Diciembre 2023

La guerra perdida contra Pablo Escobar: por María Jimena Duzán

Hace 30 años fue abatido Pablo Escobar, el capo de capos. Su muerte apaciguó el ruido de las bombas y los fusiles, pero Colombia aún no ha podido recuperarse de su herencia maldita. Análisis de María Jimena Duzán.

Por: María Jimena Duzán

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Pocas fechas tenemos tan grabadas los colombianos como la del día en que Pablo Escobar fue abatido en un tejado de un barrio popular de Medellín. La noticia me cogió en un lugar de paso, escampando de un exilio forzoso que me había impedido volver a Colombia desde 1990, luego de que mi hermana Silvia, también periodista, fuera asesinada por ese nuevo para-ejército del que nadie se atrevía a hablar porque había sido financiado por Escobar en el Magdalena Medio con la anuencia de los altos mandos.  
 
La guerra declarada de Pablo Escobar contra jueces, policías y periodistas, nos condenó a muchos colombianos al destierro y al silencio porque la verdad de lo que nos ocurría era tan compleja que era mejor callarla.
 
Desde lejos, la muerte del capo parecía un sueño hecho realidad que nos permitía a muchos poder volver a Colombia. Esa noche alguien destapó una botella de champaña y festejamos con varios colegas que habían sido víctimas de Escobar, entre los que estaban Mauricio Gómez y Francisco Santos, pertenecientes a unas de las familias con más encopetadas de Colombia. Pablo Escobar, además, había secuestrado a Pacho Santos y lo había mantenido atado a la pata de una cama durante varios meses. Con ese secuestro de los ricos y poderosos entre los que estaba Diana Turbay, la hija del expresidente Julio César Turbay, Escobar pretendía forzar al gobierno a que acordara un sometimiento a la justicia a su medida, como de hecho sucedió en 1991. 
 
Escobar nos había dejado heridas que todavía estaban abiertas y su muerte nos produjo una sensación de alivio, como si el país hubiera cerrado una de las épocas más aciagas de su historia reciente. Tal era la euforia, que hasta nos convencimos de que se trataba de un triunfo del Estado de derecho sobre el terror. Pensábamos entonces que todos los que habíamos pagado un precio alto por denunciar la violencia de Escobar estábamos del lado correcto de la historia.
 
30 años después de su muerte las cosas se ven muy distintas, o mejor, se ven como son, ya sin los dolores ni las emociones cruzadas que tanto nos nublaron. El malo de la película, que era Pablo Escobar, se ha ido consolidando como una figura icónica de la cultura popular colombiana y en las comunas de Medellín nadie lo recuerda por sus muertos ni por sus bombas, sino por sus obras y por su rasgo de rebeldía, lo que para muchos resulta inexplicable. ¿Quién está leyendo mal la historia? ¿Los turistas que compran camisetas con su emblema por todo el mundo o los que siguen diciendo que la muerte de Escobar es la prueba de que Colombia ya no es una narcodemocracia?

30 años después pienso que nada de lo que entonces se dijo tiene hoy sentido. Aunque hubo un alivio en la psiquis nacional, ni el terror se acabó en Colombia ni lo que vino después fue la construcción de una democracia alejada de las dinámicas del narcotráfico. 
 
Pablo Escobar no solo se inventó un nuevo modelo de negocios para exportar cocaína.  También instaló las bases para la financiación del conflicto armado en Colombia a través del narcotráfico. La primera semilla la sembró cuando decidió fundar el MAS en 1982 y se alió con altos mandos del ejército para forzar al M-19 a que liberara a Marta Nieves Ochoa, la hermana de uno de sus socios. Tras su liberación, el MAS siguió operando y ese maridaje entre narcos y fuerza pública acabó convertido en paramilitarismo. 
 
La otra gran mentira es decir que la muerte de Pablo Escobar fue un triunfo de la fuerza pública. La realidad es que Pablo Escobar logró doblegar al Estado. No lo hizo precisamente con el terror, con los bombazos indiscriminados ni con el asesinato de miles de policías, jueces, periodistas y hasta candidatos. Ninguno de esos actos de terror logró inmutar a los poderosos de Colombia. Solo consiguió arrodillarlos, cuando secuestró a los hijos y parientes de las familias de abolengo y tocó así el corazón del poder.  Esos secuestros le permitieron negociar los términos de su entrega a una justicia a su medida. 
 
Su sometimiento fue una burla porque lo que debía ser una cárcel terminó convertida en la Catedral de su imperio, desde donde se cometieron toda suerte de crímenes, como el asesinato de sus dos socios, que desató por parte de sus antiguos compadres una guerra en su contra, que se sumó a la que ya libraba contra el Cartel de Cali. Cuando el gobierno de Gaviria tardíamente intentó entrar a la cárcel para trasladarlo a otra menos vergonzosa, Escobar se escapó por la puerta principal sin ningún apremio. El gobierno herido en su orgullo, de inmediato inició su cacería. Para cumplir ese cometido, se juntaron la Policía, el Ejército, los americanos y los enemigos de Escobar, que para entonces estaban dispersos en dos frentes: de un lado, el grupo de Los Pepes, integrado por exsocios suyos, como la familia Castaño, y por empleados como Don Berna. Y del otro, el cartel de Cali que se alió con el estado para matar a Escobar. 

Hollywood ha querido mostrar que esa persecución contra Escobar fue un triunfo de los agentes de la DEA y de su inteligencia técnica. Las series en Colombia insisten en que los héroes son los oficiales de la policía. Pero la mafia, que también ya habló,  dice que los que mataron al  capo fueron ellos. Eso dijo recientemente Don Berna en su libro, Así matamos al Patrón, en el que afirma que fue su hermano, conocido como “Semilla” , quien le disparó a Escobar.  

30 años después de su muerte por lo menos resulta insólito que no sepamos a ciencia cierta quién lo mató. No sabemos si fue un policía que estaba bajo el mando del coronel Hugo Aguilar del bloque de Búsqueda, como lo asegura la versión oficial, o si fue “Semilla”. Lo que sí se sabe es que existen varios registros de la época que dan cuenta de cómo la información dada por los Castaño y por el Cartel de Cali fue fundamental para cercar al capo.  Estos coqueteos entre los narcos y la fuerza pública, reforzaron la relación que ambos habían construido cuando se creó el MAS, y que todavía no se ha podido romper.   

Pablo Escobar fue abatido, pero sus herederos se convirtieron, en los años noventa, en los héroes de la nueva guerra contra la subversión y las guerrillas comunistas. Los herederos de Escobar -la familia Castaño, Don Berna, Otoniel, Macaco, los Mejía Múnera, entre otros-, terminaron siendo reconocidos y exaltados por los poderes políticos, económicos y militares. Los sucesores del capo, utilizaron la guerra contra la subversión para limpiar su pasado narco y posicionarse como un ejército salvador. Es decir, lograron lo que Escobar no pudo. En los noventa los llamábamos “narcoparamilitares”, pero ya a principio de siglo, cuando se sentaron a hablar con Álvaro Uribe para negociar su entrega, se llamaban “paramilitares”, como si su pasado narco se lo hubiesen perdonado las élites colombianas por haber luchado contra las Farc y el comunismo. Ser admirado por las élites era lo que más quería Escobar. No lo logró él pero sus herederos sí. Escobar pudo hacerse elegir congresista en 1983, pero los paracos que lo sucedieron consiguieron en las elecciones del 2002, la tercera parte de los escaños en el Capitolio. 
 
La otra gran mentira es decir que Pablo Escobar fue derrotado. A él lo mataron pero su legado sigue presente en muchas de las conductas que hoy forman parte de la idiosincrasia colombiana: la narcoestética, la financiación de las campañas y de los equipos de fútbol, la arquitectura traqueta y hasta el poder intimidador de las narcotoyotas., pues hasta hoy la importancia de un político se mide por el número de toyotas que tenga.

Pablo Escobar también representó, en medio del terror, a muchos colombianos de clase media popular que tenían aspiraciones de mejorar y de triunfar como fuera y que encontraron en el narcotráfico la manera más fácil de enriquecerse. Escobar utilizó el narcotráfico para ascender en la escala social y recompuso el poder en Colombia. La política cambió después de él porque el narcotráfico creó una nueva élite regional, producto de la acumulación de capital que logró lo que Escobar no pudo. Muchos de ellos entraron a  la política, limpiaron su pasado de narcotráfico y llegaron a los más altos estrados de poder. En el gobierno del presidente Uribe esa nueva clase de outsiders rondó el Olimpo.  A pesar de que muchos miembros del círculo más cercano del entonces presidente terminaron extraditados o vinculados a la parapolítica, y de que se hizo una negociación con los paramilitares a sabiendas de que la mayoría era de narcos herederos de Escobar, Uribe salió del poder en hombros, con una de los aprobaciones más altas de la historia reciente. 
 
Se equivocan quienes piensan que Escobar era solo un narco y le desconocen su connotación política. Escobar fue un narcotraficante muy peculiar que veía en la política no solo un vehículo para legalizar su fortuna sino para ejercer el poder a su manera. De hecho ha sido el único narco que llegó a tener una base popular en los barrios de Medellín, un fenómeno que hoy es evidente también en algunas regiones donde habitan otros herederos suyos como el Clan del Golfo. Su muerte, y la forma en que terminó abatido, lo convirtió -injustamente- en un rebelde, en una persona que se enfrentó a un estado que para muchos es una entelequia y una sofisma porque nunca está presente en los territorios más golpeados. A las víctimas nos cuesta reconocer que Escobar representaba algo.  
 
Es cierto, Colombia no se convirtió en una narcodemocracia, pero sus herederos pudieron ir trepando en la escala social, limpiando sus fortunas, hasta convertirse en los más importantes representantes de la política actual. 
 
Escobar fue también el primer narco que decidió meterse en el conflicto armado y utilizar el dinero del narcotráfico para armar un ejército paralelo con propósitos políticos. Si no lo hizo personalmente, lo hicieron sus socios como el Mexicano, quien desarrolló en el Magdalena Medio un laboratorio de guerra en el que se fraguó la creación de un ejército privado que tenía la misión de acabar con la expansión de las guerrillas y a su vez proteger y ampliar los sitios estratégicos para el cultivo, el procesamiento y la salida de la cocaína. Ese ejército cuyos sicarios fueron entrenados por mercenarios israelíes protagonizó las peores masacres y estuvo detrás del exterminio de la UP y de asesinatos como el de Luis Carlos Galán y el de mi hermana Silvia. 

Muchas cosas han cambiado desde que Escobar murió en ese tejado del barrio los Olivos de Medellín. Ya no hay capos visibles, el mundo de los carteles cambió, la guerra contra las drogas que asesinó a una generación de líderes valientes y brillantes fracasó y el negocio sigue intacto.  Pablo Escobar está muerto, pero la guerra no la ganamos.  

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