Y a mí me tocó contarle al mundo la farsa de Pablo Escobar

Pablo Escobar Gaviria.

Crédito: Colprensa // Édgar Jiménez, el Chino

2 Diciembre 2023

Y a mí me tocó contarle al mundo la farsa de Pablo Escobar

En exclusiva para CAMBIO, Luis Alirio Calle, el único periodista que viajó con Escobar en el helicóptero que lo llevó a su entrega en la cárcel La Catedral, cuenta el detrás de cámaras de ese capítulo oscuro de nuestra historia.

Por: Luis Alirio Calle

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Un poco antes del último sol del miércoles diecinueve de junio de 1991, Pablo Escobar Gaviria le dijo al mundo la que tal vez fue su mentira más grande: que él se rendía ese día ante la justicia de Colombia.

Y lo hizo con estas palabras: “A siete años de persecución, de atropellos y de luchas, deseo sumarle todos los años de cárcel que sean necesarios para contribuir a la paz de mi familia, a la paz de Colombia, al fortalecimiento del respeto por los derechos humanos, del poder civil y de la democracia de mi querida patria colombiana”.

Eran cerca de las seis de la tarde cuando estábamos, él y yo, encerrados en la que sería su celda en la cárcel La Catedral del municipio de Envigado, a unos doce kilómetros al suroriente de Medellín, revisando y grabando el audio del comunicado personal con el que se entregó a las autoridades judiciales colombianas. Había llegado hacía al menos una hora en un helicóptero de color amarillo ocre de propiedad de lo que entonces se llamaba Programa Aéreo de Salud de la Gobernación de Antioquia, departamento situado en la esquina noroccidental de Colombia.

También yo llegué en ese helicóptero, y era el único periodista aceptado por el jefe del cartel de Medellín para estar en el momento de su entrega. Tardó en darme todo su comunicado porque exigió revisar cada párrafo después de grabado y antes de continuar con los siguientes. En el corto vuelo desde la Gobernación de Antioquia hasta la cárcel La Catedral, viajaron además algunos funcionarios directivos del poder judicial de Colombia, el sacerdote eudista que ayudó a que Pablo se entregara (Rafael García Herreros), el congresista que tras haber sido víctima de Escobar se convirtió en mediador entre el gobierno y Pablo (Alberto Villamizar), y dos hombres del cartel de Medellín, entre ellos Carlos Mario Alzate Urquijo, alias El Arete. Otros funcionarios de control administrativo en Colombia, como el procurador general de la Nación, llegaron a La Catedral en otro helicóptero.

Fue la primera y única vez que vi a Pablo Escobar en persona; ya, muchas veces, había visto su imagen en televisión y oído su voz en radio y en videos que se publicaban. Al verlo, le calculé 1.65 de estatura; estaba barbado y vestía camiseta blanca y bluyín. En el salón donde tuvo lugar el acto oficial, se movía por entre los presentes con actitudes similares a las de un anfitrión muy contento con sus invitados, y no revelaba gesto alguno de prevención, recelo o preocupación. Conmigo habló como si fuéramos conocidos de tiempo atrás y como si fuésemos ajenos al ambiente de temor, prejuicios, mafia y peligro que sufríamos entonces. No sentí en él al hombre intimidante que esperaba ver, pero sí advertí una suerte de sarcasmo no calculado al ver que Pablo Escobar arreglaba el tendido de la cama adonde íbamos a sentarnos para grabar el comunicado de lo que él quería decir al entregarse.

Esa tarde tuve, desde que subí al helicóptero en la terraza de la Gobernación de Antioquia, la sensación de estar viviendo algo ilusorio; pasaba de un espacio a otro como en sueños, hablaba poco y no preguntaba nada, sabía que habían cancelado toda la actividad oficial en la Gobernación de Antioquia y en la Alcaldía de Medellín porque desde el día anterior, martes, corrió el rumor de que estaba en marcha un plan para impedir la entrega de Escobar, pues muchos no lo querían encerrado sino muerto. Imaginé, bajo el peso de un súbito, aunque abúlico miedo, que cuando el helicóptero volara cerca de la montaña suroriental de la ciudad, de entre la vegetación disparaban una bazuca en dirección al aparato para acabar con Pablo.

Mucho tiempo después supe que alguien, en realidad, tuvo esa idea. Recordé que cuando íbamos en pleno vuelo hacia La Catedral, Pablo, luego de mirar hacia abajo y a la montaña, dijo que “por lo menos nadie parece estar apuntando para acá”. Nos miró a todos diciendo eso y sonrió con un gesto que hacía pensar en que algún grupo podría de veras estar escondido en algún lugar intentando disparar contra el helicóptero en el que iba Pablo Escobar.

Único periodista

Treinta y dos años después de aquel momento aún hay personas que se acercan a preguntarme cuánta plata me dio Pablo Escobar por haber sido el único periodista, escogido por él, para cubrir su entrega al poder judicial de Colombia. Pocos preguntan si sentí miedo o no, o si corrí algún peligro, después del aquel día, por cuenta de los enemigos del capo y del cartel de Medellín, o incluso de hombres de la Policía o del Ejército, es decir, de los que habían formado parte del grupo oficial conformado para buscar y capturar a Escobar; aquel escuadrón era conocido como Grupo Élite.

Escobar nada me pagó, y ni siquiera sugirió que lo haría ni indagó si yo esperaba algo. Sentí su respeto. Tampoco tuve la sensación de estar en peligro después de que el temido narco llegó a su cárcel, solo recuerdo que conté las cosas tal como ocurrieron, sin el uso de adjetivo alguno. Lunas antes –como decían los hebreos– del día de la entrega, yo le escribí a Pablo una carta solicitándole una entrevista, como sin duda muchos otros periodistas colombianos y de otros países lo hicieron. Pensé que en su viaje por el laberinto de lo que era la mafia en Medellín en esos años, la misiva jamás llegaría.

Algunos días luego del envío de tal carta, llegó a mí, por camino imposible de imaginar, su respuesta. Decía que con ayuda de sus abogados había decidido que, en el acto de su sometimiento, solo habría un periodista, y que ese sería yo. Nunca creí en eso hasta el instante en que, el diecinueve de junio de 1991 a las tres y media de la tarde, un joven llegó en lujoso automóvil al noticiero regional de televisión que yo dirigía a decirme que había ido por mí, y que nos fuéramos ya, pero sin cámara de televisión, ni libreta para tomar nota, ni nada, que disculpara pero que esa era la orden.

Poco después entendí que Escobar eligió a un solo periodista –y sin herramientas de trabajo pese a que ese periodista trabajaba para noticias en televisión– porque no quería una legión de reporteros en la cárcel La Catedral, y él no iba a permitir que se hicieran fotografías e imágenes de la cárcel para televisión, periódicos y revistas. Cualquier foto, cualquier video por corto que este fuera, sería sin duda una rendija para que sus enemigos empezaran a abrirse paso hacia La Catedral para matar a Pablo. Yo pude grabar su comunicado porque antes de subir al helicóptero, el jefe de Prensa de la Gobernación de Antioquia, Rodrigo Pareja, me prestó una grabadora de audio y me regaló papel y lápiz. Pareja era un viejo zorro de la reportería en Medellín; se lo llevó la pandemia.

Durante el acto judicial en la cárcel, tres hombres del cartel que se entregaron ese mismo día me contaron que a su jefe le gustaba ver el noticiero que nosotros hacíamos, y afirmaron que ellos sentían que informábamos “sin exagerar y con respeto por los derechos humanos”. Los tres hombres eran John Jairo Velásquez Vásquez, alias Popeye, Otoniel González Franco, alias Otto, y Luis Carlos Aguilar Gallego, alias Mugre. Días después llegaron otros hasta ajustar los diecisiete internos que había cuando ocurrió la fuga de Escobar el veintidós de julio de 1992.

La cárcel

Como si yo fuera un público en un auditorio, el hijo de Pablo Escobar –Sebastián Marroquín (antes Juan Pablo Escobar, nombre con el que firma sus libros)– me hizo esta pregunta: “¿Qué bandido en el planeta se diseñó, se financió y se construyó su propia cárcel?” … Fue en una conversación que tuve con él en junio de este año 2023 para la revista Newsweek en Español Baja California. No era ya novedad, pero era como si lo contara por primera vez; él –Sebastián– ya había contado eso y muchas otras cosas no sabidas en sus libros Pablo Escobar, mi padre y Pablo Escobar in fraganti.

La prisión del capo llamado El Patrón, fue construida casi en la parte más alta de la montaña oriental del municipio de Envigado, sureste de Medellín. El paraje era conocido –aún lo es– como La Catedral, y así se llamó la cárcel. Yo tuve la oportunidad de recorrer buena parte de la construcción mientras se llevaba a cabo la diligencia judicial de recibir y registrar a los cuatro hombres que se entregaron ese día. Me di cuenta de que no era una cárcel para vigilar a unos prisioneros, lo era para que los prisioneros vigilaran. Tenía un mirador desde el que se podía observar gran parte del sur del Valle del Aburrá, nombre original de lo que hoy es conocido como Área Metropolitana del Valle del Aburrá, que incluye diez municipios, siendo Medellín el principal y más extenso. Aburrá (vocablo indígena) fue el primer nombre que tuvo el río Medellín, que separa el occidente del centro y el oriente de la ciudad.

No había lujos en el interior de la prisión, pero tampoco sentía uno que aquel lugar fuera propiamente una cárcel. Yo había conocido ya el interior de la cárcel Bellavista, situada entre los municipios de Bello y Copacabana al norte de Medellín; tiempo después fui a hacer trabajos periodísticos a la cárcel de alta seguridad de Itagüí, municipio al sur de la capital de Antioquia, y a la cárcel El Pedregal en el occidente de la ciudad. No encuentro cómo comparar, hablando de cárceles, los mencionados lugares, con lo que fue La Catedral o cárcel de Pablo. La habitación de él –que no celda– era amplia, tenía cama doble, nocheros, baño e instalaciones propias de las habitaciones de una modesta pero confortable vivienda.

Lo que yo no sabía entonces –y nadie sabía, solo el gobierno–, era que la cárcel La Catedral no la construyó el Estado, la construyó Pablo en terrenos de su propiedad, con plata de su bolsillo y diseños hechos por él mismo; era la única cárcel del mundo hecha por el propio prisionero, no fue construida por el gobierno nacional, ni por las administraciones departamental de Antioquia o local de Envigado. De haberse sabido, Colombia habría sufrido en aquel momento un escándalo interno e internacional con efectos que no es posible imaginar. De hecho, varios críticos y voces de la oposición llegaron a decir públicamente que el gobierno se le había arrodillado a la mafia.

“Como él diseñó, y financió, y construyó la cárcel, dejó cuatro ladrillos con una mala mezcla de cemento. Yo tengo las fotos de la cárcel La Catedral en construcción. ¿Por qué las tengo?, ¿cómo es posible?... Pues porque eso allá era una finca de nosotros. ¡Las fotos del proceso de construcción de una cárcel son de lo más secreto y privado que pueda haber, un estado no comparte eso con nadie!”, me dijo Sebastián Marroquín (Juan Pablo Escobar). Y agregó: La Catedral “fue como una base militar para él, no una cárcel, fue una base donde se fortaleció”. Los ladrillos “con una mala mezcla de cemento” –concluye uno por lo que contó Sebastián– maquillaban el sitio por donde escaparían Pablo y sus hombres cuando llegara el momento. El relato hace pensar en que un hombre que de verdad se entrega a la justicia no suele tener la idea de fuga: solo los que son capturados piensan en volarse.

Cuando el renombrado capo se sometió a las autoridades judiciales de Colombia, acababa de ser aprobada la nueva Constitución Nacional (1991) que expresamente prohibía la extradición de colombianos al exterior, principalmente a Estados Unidos. Era lo único que a Escobar le interesaba de la Constitución del 91 y, a pesar de la prohibición, el recelo en él de ser extraditado no desapareció nunca de sus miedos personales. Dos condiciones, entre otras, fueron las más importantes cuando llegó a La Catedral: que no se incumpliera por parte del gobierno la nueva Constitución en materia de extradición, y que no se les ocurriera en el futuro cambiarlo de cárcel. El temía que, con cualquier pretexto, podrían finalmente sacarlo del país.

El día que fui a La Catedral a cubrir la supuesta entrega incondicional de este hombre, vi cerca de la construcción principal una casa grande con puertas y ventanas pintadas de color rojo, de la que alguien dijo que era conocida como la casa de muñecas. Semanas después, cuando salió a la luz el escándalo de que el jefe del cartel de Medellín había convertido su cárcel en un “hotel cinco estrellas”, supuse que la casa de muñecas era el lugar donde alojaba a las chicas que subían a estar con él y con sus hombres durante prolongadas faenas de rumba y sexo. Pero fue el hijo de Pablo quien más tarde me aclaró que “La casa de las muñecas”, con el artículo “las”, era en realidad una casa de juguetes que su papá mandó a hacer en La Catedral para que Manuela, la hija de siete años del capo, se entretuviera cuando la familia subía a visitarlo.

Lo que no pregunté

Este es el título de la reedición en 2022 de un libro que escribí en 2011 llamado El día que fui con Escobar a La Catedral, autoedición que hice con la ayuda de varios amigos. Contiene la crónica de lo que fue, cómo fue y por qué yo resulté siendo el único periodista escogido por Escobar para estar en el acto de su entrega a la justicia. 

Cuando estaba en La Catedral viendo transcurrir el acto de entrega y registro de los primeros presos, yo tenía la sensación de no saber qué estaba haciendo, como si no tuviera idea de cómo se es periodista, cómo se hace una entrevista, qué se pregunta, y más a ese personaje para el que tenía mil preguntas para hacerle y a la vez ninguna. Llevaba apenas catorce años ejerciendo este oficio y jamás me había tocado vérmelas con un personaje de la talla de Pablo Escobar Gaviria, el narcotraficante más mentado, maldecido, odiado y perseguido del mundo. A pesar de que le había escrito una carta pidiéndole que me concediera una entrevista, esa tarde se habían ido de mi mente todas las preguntas que tenía en una lista guardada en mi escritorio. El ambiente era muy tenso, exigente y peligroso, y yo sentía que afuera el mundo estaba esperando que yo saliera de La Catedral con una confesión completa de Pablo Escobar sobre sus crímenes.

Luego de que el hombre leyera todo su comunicado de entrega a la justicia y yo lo registrara en mi grabadora prestada de audio que llevé, le pedí que me permitiera algunas preguntas. Me dijo que lo que él quería decir ese día, ya lo tenía yo en la grabadora, sin embargo, me dejó preguntar, pero me atoré, no hice las preguntas que tenía que hacer, sentía sobre mí la presión de Pablo mirándome, diciéndome que tuviera cuidado porque yo no era fiscal ni juez.

La respuesta a la pregunta que no hice vino treinta y dos años después de boca de su hijo Sebastián (Juan Pablo), en junio de 2023… ¿Por qué se entregó? “A ver, yo creo que hay dos cosas: una, por qué creía la gente y por qué creía la familia que se estaba entregando; y otra, cuál era la razón íntima de él, por qué lo hizo”, me advirtió Juan Pablo (Sebastián). Continuó: 

“Yo pensaba que mi papá se había entregado porque nosotros, y yo sobre todo, le insistíamos en que tienes que buscar una solución, tienes que buscarle una salida pacífica a esto que está poniéndose cada vez peor, y lo cuestioné mil veces, pues casi nadie lo hacía, no había gente con la capacidad de cuestionarlo, a todos les daba miedo hacerlo… A mí no, porque yo sabía que no me iba a matar, pero yo si le decía: Si tú tienes que defender tus ideas con armas, debes revisar tus ideas, seguramente no son tan buenas puesto que tienes que usar un fusil o una bomba para defenderlas… Entonces, siento que mi padre se pudo haber entregado a la justicia, pero no desde el deseo genuino de reparar a la sociedad y de confesar lo que había hecho, sino que él lo vio como una oportunidad estratégica, a mi juicio, para fortalecer un cartel que ya venía muy diezmado por la guerra, porque la autoridad venía luchando contra ellos, y porque otros carteles venían peleando contra el cartel de Medellín.

“Entonces siento que él necesitaba una base militar con código postal para poderse fortalecer, y en la cárcel de La Catedral fortaleció la organización del cartel de Medellín, fue como un lugar de descanso, de respiro, donde recuperaría las fuerzas y las energías para poder seguir adelante… Yo con mucha ingenuidad sí pensé que él se había entregado para hacerme caso, para solucionar los problemas, y para que pudiéramos ir a visitarlo a un lugar durante veinte o treinta años que pagara cárcel para que él y la familia y el país pudiéramos tener tranquilidad.

“Yo lo vi así, pero el primer día que fui a visitarlo me di cuenta de que era todo un engaño, porque cada vez que iba a visitar a mi papá, a cualquier lugar –llámese finca, casa, lo que sea–, él me decía: mire, venga mijito le voy a mostrar, si llega la Policía, por dónde es que nos vamos a escapar, y cuando fui por primera vez a la cárcel de La Catedral a visitarlo, fue lo primero que hizo: mijito, venga le muestro por dónde es que me voy a escapar. Yo le dije: pero, llevás un mes aquí, ¿y ya me estás mostrando por dónde te vas a volar?”

Recordé las palabras del comunicado que Pablo leyó ante mí, que yo registré en la grabadora de audio y que cuatro horas más tarde ya le habían dado la vuelta al mundo… …“A siete años de persecución, de atropellos y de luchas, deseo sumarle todos los años de cárcel que sean necesarios para contribuir a la paz de mi familia, a la paz de Colombia…” Y también recordé que al bajar del helicóptero y pisar suelo de La Catedral, Pablo descargó su arma, la entregó al director de la prisión, y exclamó: ¡Por la paz de Colombia!... Era una pistola Sig Sauer de color negro.

Mientras lo oía leer, y después mientras oía la grabación, y más tarde mientras divulgaba sus palabras, nada en absoluto podría haberme hecho suponer que Pablo Escobar, antes de hacer lo que estaba haciendo, es decir, entregarse, había concebido la idea y el plan para fugarse y, por lo contado por su hijo, no sería necesitaría ninguna circunstancia o motivo que provocara la huida. Según Sebastián, él necesitaba descansar y poner en orden su mente, a eso fue a la cárcel La Catedral.

“La verdad es que yo creo que todo el país fue engañado, y sus autoridades, por supuesto, y el mundo fue engañado por mi padre; él era un gran tramposo, siempre lo fue, y jugó con todos, con la familia, con el país, con los decretos que sacaba Gaviria…” –César, el presidente– “…para lograr de mi padre su sometimiento a la justicia”, me dijo casi al final de la conversación de junio Sebastián (o Juan Pablo), el hijo de Pablo.

En mis solitarias disquisiciones –o divagaciones– tiempo después de haber estado en la cárcel de Escobar, de haber sido el único periodista, de haber estado a solas con él cerca de cuarenta y cinco minutos, aun ni caigo en la cuenta de por qué no pregunté… ¿Cree que Colombia le perdonará?... ¿Se siente seguro en esta cárcel, cree que se acabó el peligro para usted y su familia?... ¿Se acabará la mafia del narcotráfico en Colombia?... Medio mundo lo ve a usted como un hombre del mal, un tipo malo: ¿Usted es malo?, ¿siente que es malo?... Bueno, no terminaría.

Lo que no se sabrá

Pablo me prometió que yo podría ir a visitarlo cuando quisiera para que habláramos con más tiempo y más tranquilidad. Le había pedido, luego de que bloqueara con sus gestos mi solicitud de algunas respuestas adicionales a su comunicado, que no me dejara a medias con la historia de su entrega a la justicia. Incluso al propio director de la cárcel, Jorge Pataquiva Silva, le dijo, al momento de despedirme: “Doctor Pataquiva, este es el periodista Luis Alirio Calle del Informativo de Antioquia por Teleantioquia, sepa que él puede venir a visitarme cuando lo desee”, a lo que Pataquiva asintió con ligeros movimientos de cabeza.

Pero las visitas mías a Escobar en La Catedral nunca fueron posibles debido a las rigurosas medidas de seguridad que se tomaron en la cárcel tras la visita que le hizo al jefe del Cartel el entonces portero de la Selección Colombia de fútbol, René Higuita. Esa visita fue causa de un escándalo en el país, y las críticas al gobierno y al propio futbolista, arreciaron entonces, y se prohibieron las idas de personas que no pertenecieran a la rama judicial, al grupo de sus abogados y a su familia. O que fueran parte de los miembros del cartel que subían a verlo y que tiempo después se entregaron para estar en el mismo lugar de reclusión de su jefe.

Desde mucho antes de que el narco más famoso y buscado de Colombia decidiera recluirse en la cárcel de su propiedad, han sido solo conjeturas los motivos íntimos que llevaron a Pablo Escobar a convertirse en el verdugo más notable de la tranquilidad de todo un país en su historia… en el capo que rompió los esquemas de los de otras mafias del mundo que más dinero ha hecho traficando con drogas adictivas… en el mafioso que mayor ausencia de escrúpulos ha demostrado… en el traficante de sustancias ilícitas que más dolor, rabia y pavor le ha causado a un pueblo… en el delincuente a la vez más admirado y más detestado por los unos y por los otros… en el ser humano merecedor de apelativos como Patrón del mal, Doctor del crimen, Contratista de la muerte, y algunos más.

No se sabrá, por lo pronto, qué otros estragos podría causarnos, principalmente en América, la guerra contra el narcotráfico que hace años carga con el adjetivo de inútil… Inútil para la sociedad, no para los narcos.

Y tampoco –es lo que parece– se sabrá a ciencia cierta si a Pablo lo mataron o él se mató. Su hijo defiende a pie juntillas la versión de que su papá se suicidó; afirma que incluso ya lo había ensayado delante de su propio hijo… Y si lo mataron, ¿quién o quiénes lo hicieron?... ¿Oficiales armados del Estado colombiano? ¿Enemigos pertenecientes al Cartel de Cali? ¿Miembros de alguna agencia estadounidense como la DEA o la CIA? ¿Hombres de los PEPES (Perseguidos por Pablo Escobar)? ¿Compañeros suyos que se sintieron traicionados?

Muchas personas todavía me detienen en la calle para que opine de asuntos como ese, para que hable de si creo que Pablo murió o todo fue un teatro y él está vivo en algún lugar de la tierra, para que les cuente la historia de la entrega de Pablo Escobar Gaviria. Curiosamente, en ningún caso ha faltado una pregunta, que en muchos es la única: “¿Cómo era Pablo?”

Treinta años

Pablo Escobar Gaviria murió abatido a balazos en un entejado del barrio Los Pinos del occidente de Medellín, en la tarde del jueves dos de diciembre de 1993, a dos años y medio de haberse entregado a la justicia de Colombia y a un año y cuatro meses después de haberse fugado de la cárcel La Catedral con varios de sus hombres. No pasaron muchos días para que aparecieran los PEPES (Perseguidos por Pablo Escobar), grupo al margen de la ley conformado por enemigos del capo, entre ellos, exsocios con su moral herida por los hechos de Pablo en su contra, paramilitares, hombres del cartel de Cali, agentes de la DEA estadounidense, y se dice que hombres armados del Estado y hasta familiares de víctimas que cayeron en los actos demenciales ordenados por Escobar… El Estado tenía su propio grupo: el Bloque de Búsqueda.

El mismo día en que murió, varios personajes notables de la política colombiana declararon con júbilo que Colombia empezaba en esos momentos a disfrutar el fin del narcotráfico, cosa que tres décadas después no ha sucedido y parece cada vez más lejana; por el contrario, el narcotráfico se ha fortalecido, los carteles se han multiplicado y los capos han bajado su perfil con el propósito de poder actuar –es lo que se deduce– más tranquilos.

Si uno se devuelve despacio esos treinta años –y mucho más–, se da cuenta de que personajes como Pablo Escobar surgen en sociedades mentalmente enfermas, en ambientes de profundo malestar cultural, en los que proliferan la desigualdad, la injusticia, la impunidad, la corrupción, la especulación económica, la ausencia de moral y de ética, la política excluyente y sin principios, y la convicción de que el dinero en abundancia procura el paraíso terrenal. Advierte que hombres como Escobar le dicen a la sociedad lo que es la mafia, a qué está dispuesta y de qué es capaz. Sabe uno que la mafia tiene claro que ella es la contraley, condición que le exige la imposición de códigos de acero y la ausencia absoluta de escrúpulos. Se llega a la conclusión de que la guerra contra el narcotráfico es como las tijeras: masca que masca y no traga nada.

Y, treinta años después, aún nada nos garantiza que podemos estar seguros de que no volverá a pasarnos lo que nos pasó en Colombia entre los años 1984 y 1994. Tenemos claro, eso sí, que sin lo prohibido las mafias del mundo no serían lo que son.

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