Velia Vidal
17 Febrero 2024

Velia Vidal

Centenarios

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Hace cien columnas empecé a escribir en la revista CAMBIO y lo celebro porque hay un trabajo disciplinado detrás de todo esto, no solo por el ejercicio de armar un texto coherente semana tras semanas, sino por la apuesta por construir una voz alrededor de unas temáticas que me interesan y pretendo posicionar en al menos en una parte de la opinión pública del país. Esto, naturalmente, me ha hecho pensar en las efemérides culturales por centenarios del nacimiento del autor, de la publicación de algún libro, y también en uno que otro centenario que pasan sin pena ni gloria, como el de algún expolio. 

James Baldwin y Arnoldo Palacios nacieron en 1924, el año en el que se publicó La Vorágine, y en el que James Hornell lideró una expedición arqueológica a la isla de Gorgona, que dio como resultado la extracción de siete petroglifos que reposan ahora en el Museo Británico.

Baldwin nació en Harlem, Nueva York, hijo de una madre soltera y un padrastro maltratador. Se convirtió en un gran lector, novelista, poeta y dramaturgo, bajo la influencia del movimiento del renacimiento de Harlem. Su notable compromiso político y social lo llevó a convertirse en una figura en la lucha por los derechos civiles. Y temas como la homosexualidad ocuparon un importante lugar en sus escritos, antes de ser parte de la agenda pública de los Estados Unidos. 

Palacios nació en Cértegui, Chocó, en una familia empobrecida, como casi todas las de allá en aquel momento. Sufrió poliomielitis y anduvo en muletas hasta el día de su muerte. Si bien las columnas que publicaba Arnoldo tenían un claro corte político, no leo su literatura como activista. Para mí, el valor de su novela Las estrellas son negras radica en su potencia literaria, su uso del lenguaje, y la capacidad de retratar en detalle el horror del hambre. Una historia que bien podría ocurrir en la Europa de 1940, o ese mismo año a orillas del Atrato.

Ambos hombres negros encontraron en la palabra su emancipación, la posibilidad de nombrarse y nombrar su entorno. Y cien años después del nacimiento de ellos, esto sigue siendo privilegio de pocos, entre quienes somos descendientes de los esclavizados en toda América. 

La Vorágine la reconocemos desde hace mucho como un clásico de la literatura colombiana, y entre muchos temas mencionados reiteradamente, creo que es una novela que le ofreció al país la posibilidad de poner su mirada por fuera de Bogotá, cuando eso no era un asunto de moda, pero sí tan urgente como siempre.

Al lado de Baldwin, Palacios y de la novela de José Eustasio Rivera, la historia de la expedición a Gorgona es prácticamente desconocida. Mientras el afroamericano tenía unos tres meses de nacido y el chocoano llegaba a los nueve, un grupo de británicos excavaban en varios puntos de la isla buscando rastros humanos, y los encontraron, y empacaron siete petroglifos enormes, que ahora hacen parte de la limitada colección de este tipo de piedras en el Museo Británico, junto a los petroglifos, que tuve la bella oportunidad de ver y acariciar el año pasado, viajaron fragmentos de cerámica y otros restos de objetos que dan cuenta de una comunidad que no puede localizarse específicamente en un tiempo de la Historia. No hubo quien detuviera el viaje, nadie reclamó como propias las tallas de nuestros antepasados, y cien años después, reposan en Londres y guardan el desconocimiento de todo un país, que debería, quizá, estar celebrando también su centenario. 

Curiosamente estos cuatro centenarios que cito nos permitirían abrir conversaciones sobre racismo, extractivismo, expolio, extermino de minorías y responsabilidades de las distintas instancias de la sociedad, como los gobiernos, los museos o las iglesias en estas situaciones. Podrían invitarnos a hablar de territorios geográficos y corporales invisibilizados. 

Las conversaciones están servidas, como intento hacerlo cada vez en esta columna, cada quién decidirá si se sienta a la mesa, a enfrentarse al dolor que significa, en estos temas, acercarse a la verdad. 
 

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