Valeria Santos
23 Abril 2023

Valeria Santos

La peor llamada

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A mediodía del 11 de marzo del 2020, Xiomara Cardona escuchó las últimas palabras de su hija: “Ma, yo ya vengo, no me demoro”. Parecía el inicio de una tarde normal en el municipio de Ciudad Bolívar, a pesar de las preocupantes y confusas noticias que llegaban distorsionadas al Suroeste antioqueño sobre lo que parecía la inminente llegada de un extraño virus originado en China que arrasaba con Europa. Pero no pasaron más de dos horas desde que Isabella Cardona Guerra, de apenas catorce años, saliera de su casa para que esa tarde se quedara incrustada para siempre en la memoria de su madre.

Eran alrededor de las tres de la tarde cuando Xiomara contestó la peor llamada de su vida, esa que siempre nos está mirando a las madres de reojo y que diariamente todas estamos tratando incansablemente de esquivar. Esa misma que daríamos nuestra propia vida por nunca recibir:

“Me llamaron al celular de un amigo con el que estaba. A él le preguntaron por mí y era una enfermera que me dijo que sí podía bajar urgente al hospital. Yo llegué al hospital y me dijeron que la niña había llegado con un impacto de bala. Yo le pregunté: pero ¿cómo así que con un impacto de bala si mi niña no es una delincuente? El médico me contestó: ‘ah, mamá, no sé, pero la niña llegó acá con un impacto de bala, la operamos, pero la niña no resistió”.

Xiomara supo inmediatamente que había sido el novio de su hija. Santiago Larrea, que tenía dieciséis años en ese entonces, ya la había amenazado antes. Isabella se lo había contado a su amiga más cercana, seguramente esperando que sus palabras crearan un círculo de protección que nunca se materializó. La bala atravesó el tórax, perforó su corazón y la mató, confirmando una vez más que no hay refugio seguro que nos proteja de una violencia que es estructural.

Las pruebas contra Larrea eran tan contundentes que la madre de Isabella la enterró esperando que la justicia aliviara su dolor. Pero el tiempo en vez de curar sus heridas la ha convertido en testigo de que cuando los días pasan sin una condena justa la cicatriz comienza a hacer queloide. A pesar de que Santiago Larrea fue declarado culpable por el feminicidio de Isabella Cardona, la sentencia fue solo de seis años en un reformatorio para menores.

Apenas tres años después del asesinato de su hija, Xiomara, que no ha parado de luchar para que se revise la irrisoria condena, recibió otra desgarradora llamada. Le informaron que, a Santiago, que ya es mayor de edad y debería estar en una cárcel, le otorgaron el beneficio de las 72 horas libres sin supervisión, lo cual confirmó su peor miedo: pronto saldrá libre.

“La verdad eso fue en la pandemia y a mí me tocó eso en la comisaría de familia de Ciudad Bolívar y por un computador. A mí no me dieron ningún papel de allá yo solamente escuché la condena y ya. Tuve un abogado que me pusieron, pero nunca lo llegué a ver por el computador. Yo solamente escuchaba y ya. Conmigo no estuvo nadie, al pie mío nunca estuvo nadie”.

Así relata Xiomara cómo tuvo que escuchar, sin entender, por qué al asesino de su hija sólo lo condenaron a seis años de cárcel.

El caso de Isabella Cardona y el manejo que le dieron las diferentes instituciones pone en evidencia que aun cuando un feminicida es declarado culpable, los niveles de revictimización siguen siendo escalofriantes. Una condena de seis años por un delito que tiene penas de entre cuarenta y sesenta y cinco años de cárcel prueba que la impunidad la promueve el mismo Estado violador, ese mismo que, como reza el himno feminista, “nos juzga por nacer” porque “el patriarcado también es un juez”.

Según el Observatorio de Feminicidio, durante 2022, en Colombia se registraron 619 feminicidios. El departamento con mayor registro de feminicidios fue el Valle del Cauca, con 95; seguido de Antioquia, con 89. Aunque la Ley Rosa Elvira Cely, promulgada en 2015, tipificó el feminicidio como un delito autónomo, según Estefanía Rivera, coordinadora del Observatorio de Feminicidios Colombia, la impunidad podría ser de alrededor del 75 por ciento.

Más vale que el Estado y la sociedad reconozcan que la violencia feminicida es estructural y sistemática. De nada sirve seguir promulgando leyes y aumentando las penas si las que ya existen no se cumplen. Los enfoques y las rutas de género deben establecerse en todas las ramas del poder y deberían tener un enfoque adecuado de prevención y protección para que nunca más ninguna madre vuelva a recibir la peor llamada. Esa que cuando decide poner la mirada fija en alguna de nosotras no tenemos cómo esquivar.

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