Federico Díaz Granados
28 Abril 2024

Federico Díaz Granados

Los objetos inútiles

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Hace poco escarbando en mi mesa de noche encontré un viejo carnet de afiliación a Blockbuster que guardo como souvenir de un tiempo detenido. También me reencontré con cantidades de objetos inútiles que guardo sin ninguna explicación consciente. ¿Por qué conservo las llaves de una casa que ya está derruida o unos relojes sin pilas de hace muchos años? ¿Por qué guardo unos medicamento vencidos o cantidades de bolígrafos sin tinta? No tengo respuestas certeras, pero tengo claro que habrá un motivo de fondo para no deshacerme de tantas cosas que he acumulado y que con el paso del tiempo se han convertido en objetos que hacen parte de mi cotidianidad y de mis días. 

Aquel carnet de Blockbuster ha sobrevivido a trasteos, viajes y jornadas de limpieza y de botar chécheres y depurar la casa, al igual que esas llaves, bolígrafos y tantas otras cosas. Un amigo guardaba las botellas de sus perfumes y otro los cargadores de sus teléfonos celulares que ya están descontinuados. Una amiga tenía varios portarretratos vacíos en su cuarto de estudio y algunos juegos de mesa con sus piezas incompletas. Hay una manía en guardar esas cosas como si intuyéramos que son una suerte de contraseña para regresar por un instante al pasado. Y me refiero, por eso, a esos objetos inútiles y no a los recuerdos puntuales de viajes, relaciones o etapas de la vida que están allí para recordarnos nuestro paso por la vida. Los objetos inútiles de alguna forma también han sido testigos de nuestro pasado y hacen parte de la escenografía de nuestra película personal. A lo mejor, cierto fetiche por el pasado los convierte no solo en pequeños tesoros sino en la posibilidad de creer que algo de esos ayeres se pueden rescatar así sea la casa derrumbada cuyas llaves conservo como si pretendiera abrir las puertas de mi infancia para reencontrarme con la alegría, los abuelos y la algarabía de esos días. Tocar esos objetos como una forma de ritual con el tiempo y con uno mismo o como una forma de aferrarnos a puertos seguros. Deshacernos de todo aquello es una forma de la incertidumbre y lo desconocido y pocas veces nos gusta hacer actos de renuncia y de desprendimientos.  Entonces insisto en la pregunta: ¿por qué conservamos ciertas cosas y nos deshacemos de otros tantos?

A veces pienso en los objetos inútiles como extensiones de mi propia vida como si fueran anclas que nos atan a nuestra propia historia personal como si se tratara de un acto de resistencia contra la fugacidad del tiempo en un mundo donde todo parece desaparecer rápidamente, donde las relaciones son efímeras y las experiencias son fugaces. En el presente de la velocidad estos objetos nos brindan una sensación de permanencia y de estabilidad y su carga emocional le asigna un valor infinito en nuestro sistema de emociones. 

De igual forma encontré varios casetes piratas que había comprado en las puertas de la Universidad Nacional o Pedagógica o a la salida de túnel peatonal de la Javeriana. Eran casetes cargados de canciones que no se conseguían con facilidad en las disco tiendas y que traían las bandas sonoras de lo que sería mi educación sentimental. Tuve una grabadora con doble casetera que me permitía hacer mis collages musicales y grabar canciones directamente desde la emisora haciendo fuerza para que el locutor no hablara en la mitad de la canción. Esas fueron las primeras listas de reproducción de la vida, hechas de manera manual, desde la intuición y el gusto y la habilidad para combinar las canciones y a punta de ojo calcular el lugar exacto de determinada canción dentro del casete. Adelante, rebobine hasta dar con la canción.  Aquellos casetes piratas parecían uniformados. Eran blancos y el listado del lado A y B venía escrito en máquina de escribir o en algunos casos de puño y letra. Los nombres de los grupos o del álbum en letras moldeadas con una reglilla que traía las letras mayúsculas o minúsculas o eran escritas con el popular Letra Set que era una suerte de letras en autoadhesivo que uno reteñía con un lápiz para que quedaran fijadas sobre e papel. Allí escuché a Sui Generis, Silvio Rodríguez, Joan Manuel Serrat, Joaquín Sabina entre otros. Esos casetes no hacen parte del listado de objetos inútiles porque, a pesar de vivir la era de Spotify, esa escarcha y ruidos ambiente de aquellos casetes tienen un encanto y una fascinación que nunca podrá esfumar lo digital. Por eso regresan los vinilos como viejos dinosaurios que todos queremos tener o como los libros que, a pesar de los falsos profetas que anunciaron hace décadas su fin, siguen vigentes, campantes y maravillosos en nuestro presente.

Dicen que solo queda una tienda de Blockbuster en el mundo y queda en Bend en el estado de Oregon en Estados Unidos. Quizás seguiré conservando el carnet que encontré hace poco expedido en la sucursal de Chapinero a comienzos de los noventa con la esperanza de ir a Bend y mostrarlo al responsable de la caja como si fuera un viajero en el tiempo. Seguro sonreirá como sonríen los dependientes de las tiendas de antigüedades cuando uno busca alguna estampilla o un baúl de otro siglo. Seguro en ese momento pensaré que valió la pena haberlo guardado, a pesar de su evidente inutilidad, pero que me permitirá por un instante volver a esas estanterías para escoger las películas del fin de semana, así como las llaves no abrirán la puerta de ninguna casa, pero sí la de mi infancia, los relojes sin pilas se hayan quedado detenidos en una hora precisa de mi asombro o aquellos bolígrafos sin tinta tengan en su punta los poemas que no he escrito aguardando que las recargue para echar a andar como una catarata todas las posibles palabras y emociones. 
 

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