Gabriel Silva Luján
26 Junio 2023

Gabriel Silva Luján

¿Paramilitarismo popular?

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Las dictaduras y los gobiernos con talante autoritario viven siempre con el temor de que su control sobre el poder sea desafiado y que sus ambiciones de perpetuación se estrellen contra el muro de las instituciones, de la impopularidad o de una insurrección dentro de sus propias huestes. Prácticamente es un axioma que ese tipo de gobiernos necesitan asegurarse su amarre al poder, comprando el seguro de una fuerza paralela con la cual contrabalancear el riesgo de que ocurra uno de estos escenarios.

En circunstancias desafiantes para el régimen, estas organizaciones se activan para meter en cintura a quienes osen salirse de los dictados gubernamentales o que impugnen las acciones oficiales. En el fascismo, en el comunismo, en el castrismo, en el chavismo, prácticamente en todos los contextos donde la legitimidad precaria obliga a someter a quienes disienten, aparecen este tipo de estructuras. También estas fuerzas son muy útiles cuando se trata de neutralizar el poder de las cortes, de fuerzas armadas oficiales o de los parlamentos.

Nadie podría señalar con suficiente evidencia que el gobierno del presidente Petro haya efectivamente violado la Constitución, se haya saltado las decisiones de las Cortes o del Congreso, o hubiese cerrado un medio de comunicación aunque insulte y acuse con demasiada frecuencia a todos estos. Aun así, surge la pregunta de si algunas de las iniciativas gubernamentales no están encaminadas en la dirección de obtener gobernabilidad mediante la construcción de una red paralela de poder, de carácter no institucional, dispuesta a actuar para defender o perpetuar el proyecto político del Gobierno.

Desde el comienzo se ha visto una cadena de esfuerzos por intentar crear un “poder popular” organizado, que le dé capacidad al Gobierno para actuar con recursos que no corresponden a los que ofrece el marco institucional. El más reciente episodio es el llamado a “gobernar” mediante la convocatoria de asambleas populares en todos los espacios territoriales y regionales. Que vayan los ministros y los funcionarios a recibir órdenes directamente del “pueblo”, sin mediar las instancias legales y constitucionales para ello. Hay que ver si el Gobierno termina considerando obligatorios esos “mandatos”, lo cual constituiría un claro desafío al Estado de derecho.

El monopolio del uso de la fuerza es una condición esencial para la existencia y eficacia del Estado. Aun así, parecería que al Gobierno actual no le da suficiente confianza que ese monopolio esté en manos de instituciones organizadas constitucionalmente, vigiladas por las autoridades, y definidas por la Constitución. De allí que haya preferido fragmentar ese monopolio.

El Gobierno ha permitido, hasta se podría decir que ha propiciado, el surgimiento y consolidación de un “paramilitarismo popular”. Se ha sancionado la existencia de organizaciones civiles que tienen todas las características de una estructura militar. Y ese carácter militar no lo define el estrecho criterio de que si portan visiblemente o no armas de fuego. Por ejemplo, son protuberantes los rasgos y connotaciones cuasi militares de la presencia reciente de una de las “guardias indígenas” en la Plaza de Bolívar que rodeó amenazante al edificio del Congreso de la República. El Gobierno le ha dado licencia, legitimidad, poder y autoridad a la existencia de guardias indígenas, afro, campesinas, cimarronas… con la razón de que tienen origen ancestral y surgen de atropellos históricos que justifican organizarse para defenderse. Es paradójico que el actual Gobierno haya revivido el concepto de las “autodefensas”, que es hijo legítimo de la “doctrina de la seguridad nacional” y de las estrategias contrainsurgentes propias de la época de la “Guerra Fría”. No hay que olvidarse que de esa semilla conceptual nació la ideología de la permisividad al narcoparamilitarismo.

Esa fragmentación del monopolio legítimo de la fuerza (divide y reinarás) puede que le dé alguna sensación de seguridad al Gobierno, pero es un grave error. El permitir que se disperse el control del uso de la fuerza siempre terminará debilitando la autoridad del Estado y del mismo Gobierno, generando una feudalización donde el gobernante termina siendo un administrador de los conflictos entre los “Señores de la Guerra”.

No se puede dejar de mencionar a la primera línea dentro de los esfuerzos del Gobierno de consolidar para tolerar un paramilitarismo popular de carácter urbano al servicio de su proyecto político. A esto se le suma el intento de armar un contingente de decenas de miles de jóvenes, que han estado involucrados en la violencia, para que por todo el país defiendan la obra del Gobierno. Como se preguntaba Mauricio Cárdenas en un reciente artículo, ¿será que estamos ante un régimen donde la falta de apoyo por parte de las instituciones, la opinión, los empresarios, y la mayoría de la gente, se reemplazará por el control y la intimidación que generan ese tipo de organizaciones?

De ser así, el Gobierno debería mirar hacia la lejana Rusia. Putin creyó que controlaba a los mercenarios de Wagner y que esto le permitía mantener a sus enemigos a raya. Como era de esperarse llegó el día en que era tal su dependencia de ese grupo paramilitar que el poder del comandante -el bandido y asesino Prigozhin- amenazó la propia supervivencia de Putin. Por el bien del país y del propio Gustavo Petro, esperamos que el presidente escuche con atención las lecciones que se desprenden de lo que ocurrió allende los mares.

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