Velia Vidal
9 Septiembre 2023

Velia Vidal

Quibdó es un estuario

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Ahora llueve. Esta última semana se incrementaron los pedidos de camiones cisterna llenos de agua para abastecer las tinas y tanques subterráneos de hoteles y hogares, que estaban llegando a su límite por la ausencia de lluvia. Me alegro con la lluvia no solo porque llega justo a tiempo para que mi casa no sea otra de las que se quede sin agua, sino porque es fuerte, suenan truenos y caen rayos, es lo que llamamos un chocoano, o en otro tiempo chocosana, un aguacero muy típico que pocos han descrito con precisión. Esta tormenta que lo abarca todo, me da la certeza de que estoy en Quibdó aunque no vea ahora mismo el río Atrato ni sienta el olor de la Alameda. Podría ser el calor de otro lugar, la humedad de cualquier ciudad, pero esta lluvia es solo la de aquí. 

Ayer caminé hasta la oficina porque me gusta el desorden y el ruido de las calles, me gusta el estallido de color que ofrece esta ciudad. Su estridencia, en dosis moderadas, no me choca, sino que me produce felicidad. Amo los adiós seño Velia que me gritan desde alguna acera contraria, amo detenerme por un chontaduro que se ve bueno o por un trozo de piña chocoana. Caminé agarrada de la mano de mi pareja porque el temor que me produce hoy la ciudad me impide hacer cualquier caminata sola. Si se me acerca una rapi (mototaxi) se me aceleran los latidos, si noto que alguien desconocido me mira fijamente o parece detallarme deseo de desaparecer o salir corriendo. Me siento expuesta.

Es uno de los lugares más peligrosos del mundo, me dijo mi hermano unas horas antes de subirme al avión. Las cosas que están pasando mientras los demás vivimos aparentemente en calma son horribles, me dijo otra persona, a propósito de una conversación reciente con comerciantes. 

Cuando regresé de la oficina, caminando también, menos contemplativa porque empezaba a caer la noche, me detuve a comprar un pastel chocoano y ahí me encontré a dos conocidos que trabajan en la Agencia de las Naciones Unidas para los Refugiados, venían de hacer trabajo de campo, de corroborar con sus propios ojos y conversaciones la crisis humanitaria feroz de la que hablan todos los informes de la Defensoría del Pueblo y cualquier organismo internacional. Todo está muy duro, dijeron.

Esta mañana me reuní con lectoras de mi libro Aguas de estuario, jovencitas de grados noveno, décimo y once del colegio del que alguna vez fui estudiante también. Hicieron una lectura crítica impecable, seleccionaron sus cartas favoritas y las compartieron conmigo, fue un encuentro extraordinario, de esos que llenan de esperanza. Se realizó dentro del programa Leer el Pacífico, del Banco de la República, al que fui la escritora invitada durante este 2023. Una de las cartas leídas en voz alta por las estudiantes, se refiere al orden público de nuestro departamento, al asesinato de un joven. Las lectoras la asumieron como un relato fiel de lo que vive esta ciudad, y una de ellas dijo que, cuando leyó, habían asesinado a alguien cercano a su familia, que quizá por eso se sintió tan identificada. 

En medio de la esperanza, estaba ese dolor que nos aqueja a quienes amamos este lugar, a quienes hemos vivido aquí.

Una suma de fragmentos contradictorios, como este texto, es quizá la descripción más cercana a lo que siento mientras habito esta ciudad que es mía. Que tiene los atardeceres más bellos del mundo, decimos muchos, y en ellos, como en la lluvia o en los rostros de mis jóvenes lectoras, buscamos la belleza como salvavidas ante el horror que no podemos borrar, que no podemos ignorar. 

Quibdó es un estuario, aunque esté a más de 300 kilómetros de Siete bocas, donde el Atrato llega al Caribe, en el golfo de Urabá. Sus aguas no siempre son dulces, como las de este río que la define, son aguas cambiantes, entre río y mar, a veces turbias, con lodo, mucho sedimento, a veces son saladas y con frecuencia ácidas, contaminadas con mercurio o con sangre. Por momentos se aclaran, traslucen y se logra ver el fondo. A veces corren con fuerza, fluyen, y en ocasiones se detienen. Hay vida, mucha; sin embargo, en ese universo contradictorio de aguas opuestas.

Cierro los ojos y me concentro en el sonido de la lluvia, del trueno, del rayo. Espero quedarme dormida. Quisiera soñar que no tengo que irme de aquí nunca, que podemos vivir en paz y con todos los servicios básicos garantizados, quisiera descubrir en alguna dimensión, que los asesinatos, las extorsiones, los desplazamientos y la pobreza, solo han sido parte de una pesadilla que se acaba con solo despertar. 

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