Velia Vidal
15 Julio 2023

Velia Vidal

Sin vergüenza

Entre aquí para recibir nuestras últimas noticias en su WhatsAppEntre aquí para recibir nuestras últimas noticias en su WhatsApp

Hay encuentros obligados, aunque con anticipación una sepa que van a doler. Era mi primera vez en Bélgica, tomé el tren en San Pancras Internacional y me bajé en el corazón de la bella Bruselas, que jamás había estado en mi lista de deseos por razones claras: es la tierra de Leopoldo II. Fui invitada por la Embajada de Colombia y el Instituto Cervantes a tres eventos literarios: una conversación con el profesor Jasper Vervaeke, la entrega oficial de la Biblioteca de Escritoras Colombianas al Cervantes y la conversación con las escritoras Mónica Ojeda, Luna Miguel y Grecia Cáceres. 

Me dijeron que tenía que visitar el Museo de África, por mis intereses literarios, mi origen y mi vehemente crítica expresada en la primera charla a las insuficientes acciones de Europa en el presente, relacionadas con el reconocimiento, restablecimiento de derechos y lucha contra el racismo derivado de los horrorosos actos coloniales en África y su diáspora en América, como los de Leopoldo II. Separé el final de la mañana y medio día del viernes 14 de julio, iría sola. Aunque en un momento pensamos ir juntas Mónica Ojeda y yo, cambié de planes porque sabía que era una cita entre mi pasado, mi historia y mi presente como escritora e investigadora de colecciones albergadas en museos coloniales (esto es quizá una redundancia). 

El encantador equipo de la embajada me dio las instrucciones detalladas para viajar hasta el lugar, que está más o menos a una hora de la ciudad. Mis prevenciones negativas habían disminuido porque alguien me habló de la renovación del museo, que se reabrió hace cinco años después de un tiempo de cierre. Pero esto fue insuficiente para impedir las náuseas que empecé a sentir cuando el tren se acercaba a ese lugar. En cuanto puse un pie fuera del tranvía salieron también las lágrimas. Frente a las rejas, que deben estar ahí al menos desde 1897, lloraba pensando si los primeros hombres y mujeres congoleses que fueron secuestrados y traídos al primer vergonzoso zoológico humano habrían sido arrastrados por esa misma o por otra puerta.

Sentía mucha rabia, además, porque sabía que tendría que pagar trece euros (que resultaron siendo doce) para seguir sintiendo dolor y ver con mis propios ojos una tumba que no necesita huesos para evidenciar los miles de cuerpos negros asesinados que yacen allí, los órganos mutilados, la memoria, la cultura y las almas de muchos. El palacio, el museo, los vidrios, el mármol, solo son un mausoleo que disimula descolonizarse con unas cuantas palabras, que no alcanzan a demostrar vergüenza, y con obras de arte contemporáneo de artistas africanos o de la diáspora cuyo tamaño e impacto aún son insuficientes. 

No pude estar allá mucho tiempo. Me sentía perdida, divagaba entre instalaciones que no difieren mucho de las que he visto en otros museos y, quizá por eso, me impedían identificar la descolonización o la renovación en un lugar que tiene suficientes particularidades para presentar procesos de profunda transformación y diferenciarse de la enorme lista de museos etnográficos coloniales del mundo. 

Me detuve en varias vitrinas enfocadas en la trata esclavista, en una de ellas observé un motete, idéntico a los que usamos en el Chocó, pero en este caso traído de las plantaciones de té del Congo. 

Siempre me han llamado la atención las jirafas, me encanta su silencio, su elegancia, sueño con conocerlas. Jamás pensé que mi primera vez frente al cuerpo de una sería en la desconcertante exposición de taxidermia, que se atreven a llamar sala de biodiversidad. No me siento siquiera en la capacidad de describir el horroroso espectáculo de la fauna congolesa reducida a pieles rellenas y restos sumergidos en líquidos conservantes. 

Mi breve y sollozante visita terminó en la tienda del museo donde, otra vez, vi la falacia de la descolonización al encontrar objetos que comercializan organizaciones cuya esencia es el complejo de salvador blanco. Lo digo porque me tomé el tiempo de buscar algunas en sus redes sociales y los indicios se repiten. Compré un pequeño catálogo de una anterior exhibición temporal, desarrollada entre 2021 y 2022 sobre zoológicos humanos y un maravilloso cómic de Asimba Bathy titulado Lumumba. Quise comprar un libro de proverbios africanos, pero me incomodó, al menos en ese momento, que otra vez se tratara de un hombre blanco recopilando las voces de los otros, a quienes no han parado de robarles.
 
Esta mañana mientras intentaba inútilmente darle un sentido a este texto, que al parecer solo tiene el propósito de decantar mis emociones, leí la página web del museo:
El origen del AfricaMuseum se remonta a la Exposición Internacional de Bruselas de 1897. A instancias del rey Leopoldo II, la 'Sección Colonial' de la exposición se trasladó al Palacio de África (anteriormente conocido como el 'Palacio Colonial') en Tervuren. Las salas de exposición albergaban animales naturalizados, muestras geológicas, mercancías, objetos etnográficos y artísticos congoleños y objetos de arte creados en Bélgica. En el parque se recreó una aldea africana que albergaba a varios congoleños durante el día. Siete de estos congoleños murieron durante su estancia en el pueblo.
Leopoldo II vio el museo como una herramienta de propaganda para su proyecto colonial, destinado a atraer inversores y ganarse a la población belga. Fue en 1898 cuando la exposición temporal se convirtió en el primer museo permanente del Congo. El instituto siempre ha cumplido el doble propósito de museo e instituto científico.

Entonces otra vez estaba yo con lágrimas en los ojos, corroborando lo de ayer: que no hay tal descolonización. Este museo carece de vergüenza. 

Insisto en que quizá el único propósito de esta columna es compartir un dolor que me sigue ardiendo, aunque ahora tenga un fragmento del mar del Norte y muchos kilómetros de distancia entre ese horroroso lugar y yo, mientras escribo acogida en un hogar, justo lo que no tuvo ninguno de mis hermanos congoleses en ese sepulcro blanqueado.

Me acompañan al mismo tiempo las preguntas, muchas. ¿Qué significa descolonizar un museo? ¿Cómo hacer un nuevo museo sin reproducir su esencia colonial? Pienso, por ejemplo, en el nuevo museo afro que estamos construyendo en Colombia. Pienso en mis proyectos: Afluentes, con el Museo Británico y la Biblioteca Británica; ¿Idea de negocio?, con el Museo de Zúrich; Medusa, que apenas empiezo después del privilegio de conocer la colección de Gorgona, que incluye siete impresionantes petroglifos y cumple cien años en el Museo Británico. Pienso en el ancestro Rapa Nui que quise abrazar al verlo solitario en una bodega, perfectamente conservado pero lejos del lugar que le pertenece, a diferencia de los moáis afectados por el fuego o erosionados por el mar cuya restauración implica muchos recursos que la Unesco no está dispuesta a financiar.

No tengo respuestas. Me consuela la idea de museos públicos en los que no hay que pagar para ver el expolio, como aquí en Londres; o las puertas  que me ha abierto el SDCELAR (Centro de Excelencia Santo Domingo para la Investigación sobre Latinoamérica en el Museo Británico) para cuestionar con libertad; o la participación de Amparo Murillo y Cruz Piranza, junto conmigo, en el proyecto de Zúrich; o los libros con escritores latinoamericanos que el Hay Festival propone y hace junto al SDCELAR; o el valioso equipo de curadores afrocolombianos que están ahora a cargo de lo que será la colección del Museo Afro de Colombia.

Conozca más de Cambio aquíConozca más de Cambio aquí

Más Columnas