Yezid Arteta
3 Febrero 2024

Yezid Arteta

Vida perruna

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El carro avanza a trompicones por una de las trochas polvorientas del Catatumbo. La región, como el resto del país, lleva semanas sin recibir una gota de lluvia. Por el cristal del carro se observa a media docena de canes criollos alrededor de un picadero de carne. Una pieza de cerdo cuelga de un gancho y otra sobre un mesón. Los perros salen cada día a buscarse la comida y el agua. Duermen donde los coge la noche. No tienen, como sus colegas de la city, asegurado el pienso. Mean y cagan en el monte. Su misión en la vida no es la de juguetear y dejarse acariciar de sus amos, sino la de ahuyentar con sus ladridos y colmillos, a quien venga a hacer daño en el caserío. Los perros fijan la mirada sobre el cuchillo del carnicero. Guardan la esperanza de que el hombre les arroje alguna migaja de cebo o pellejo. 

En el Catatumbo la vida es un milagro. Cientos de personas salen cada día a buscarse el pan. Madrugan, a “rebuscarse”, como lo hacen millones de colombianos y colombianas. El “rebusque” es la principal fuente de subsistencia en Colombia. Vender masato en una plaza, cuidar un carro en una calle, escarbar entre las basuras, limpiar los retretes de un estadero, freír empanadas en un ventorrillo o realizar maromas junto a un semáforo, son algunas de las actividades que le permiten a millares de colombianos, juntar unas monedas para sobrevivir un día. No dos. Para esta masa de colombianos no hay futuro, sólo presente: lo que trae el día. El empleo formal es un privilegio en Colombia. Sin esta masa “rebuscadora” la bomba de relojería que lleva por marca “Colombia”, estallaría.

El Barrio Largo, es la zona más deprimida de Tibú. A lo largo del caño Campo Cinco hay una seguidilla de viviendas levantadas con materiales de rebusque. La miseria salta a la vista. Niños malnutridos y sin escuelas. Perros enflaquecidos, aún con aliento para correr tras de una motocicleta. Lugares como estos también existen en Bogotá y las principales ciudades de Colombia. Allí viven mujeres y hombres que salen por la mañana a limpiar casas o cuidar conjuntos residenciales, y vuelven por la noche con las fuerzas mermadas. Así se les va la vida. Otros, en cambio, salen a buscarse la vida mediante un puñal o una pistola hechiza. No hay que echar mucha tiza y tablero para concluir que la violencia rural y urbana que prolifera en el país no se acaba con bravuconadas. Está de moda elegir a charlatanes que sólo ofrecen garrote. La mejor alternativa es la de coger el toro por los cachos, como hizo el mítico dios.

Es la alternativa que está intentando el presidente Gustavo Petro para la región del Catatumbo, junto con el gobernador de Norte de Santander, William Villamizar, los gremios económicos, las organizaciones sociales, los firmantes de paz, los alcaldes municipales, las cooperativas agrícolas, los grupos étnicos y las organizaciones alzadas en armas inmersas en la paz total. En el Catatumbo, una de las regiones más aisladas, exuberantes y ricas del continente, la gente quiere pasar página, cerrar el maldito ciclo de violencia que no ha permitido el progreso y el bienestar de la población. Hay que salir de Bogotá, de los pasillos fríos del Palacio de Nariño que describía Petro, para oír voces sensatas que quieren ir a la raíz de los problemas.

En Bogotá sólo se escuchan ladridos. Un perjudicial y ensordecedor ladrido —amplificado por los aparatos de propaganda de las oligarquías que describió Gaitán— cuyo objetivo es el de obstaculizar la gobernabilidad de Gustavo Petro, un presidente que expresa un sentimiento genuino por los de abajo. La oligarquía colombiana vuelve a jugar con fuego. 

En el Catatumbo ha llovido. Los labriegos lo agradecen. El rondín de perros criollos sale a buscarse la vida. Siguen igual de flacos, pero no han perdido su capacidad de resistencia. Son luchadores natos. 

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