11 Mayo 2022

Frente al fusil, la palabra. Relatos de víctimas del desplazamiento en el sur de Córdoba

Una voz en primera persona reúne los testimonios de varios desarraigados por la violencia en cuatro municipios del sur de Córdoba.

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El río Sinú, que atraviesa el departamento de Córdoba, ha sido testigo mudo de violencia, desplazamiento y desarraigo. 

Por Ketty Roqueme (*)
Crecí engendrando el miedo. Los golpes, las palabras frías e hirientes, las desapariciones, los asesinatos, las torturas y las amenazas han creado en mí una coraza de la que no me atrevo a salir, sigo intentando sobrevivir con mis pensamientos reservados y mis declaraciones atragantadas, pero esta vez, ante tanta crueldad, me queda menos fuerza para soportar que ayer.


Quien ha sido testigo de la violencia en este país sabe que no hay nada peor que escuchar los disparos al agua que iban directo a romper los candados de las canoas. Hasta el sol de hoy me sigue aterrorizando. Se me pone la piel de gallina con tan solo volver al pasado, pero volveré.


Nací en el lugar que muchos conocen como la cuna del paramilitarismo, en un pueblito llamado Volador, que está a una hora y media de Montería, la capital del departamento de Córdoba. Allí el día empezaba con el cantar de un gallo, el olor a café y los disparos que hacían hombres que se deleitaban con fundir el miedo cuando la calma se asomaba.

En ese entonces la mejor casa era la que tenía su techo con láminas onduladas de zinc, pero esas mismas se convirtieron en las favoritas para sacar a patadas a los dueños y usarlas para reuniones clandestinas o solo por diversión de los hombres que llevaban armas. Aquellos que vivíamos en casas hechas con tablas y techos de palmas éramos sus conejos de indias, nos usaban cuando querían. El tener menos que el resto nos ponía en total desventaja, nos usaban, nos humillaban y se deshacían de nosotros cuando se cansaban. Así como lo hicieron en el 89.


Como era costumbre dormía en ropa interior junto a mi abuela, quien había asumido el cargo de cuidarme tras el abandono de mi mamá. Esa madrugada tocaban y pateaban fuerte nuestra puerta. Nos gritaban que abriéramos, pero no lo hacíamos. Teníamos miedo, pensamos que lo peor estaba por pasar. Eran hombres quienes gritaban y nos amenazaban con tumbarla. Llegué a pensar que me pasaría lo mismo que a los demás vecinos que se negaban a cooperar con los hombres armados.


Escuché a alguien decir en voz baja, casi susurrando:
-“Seguro están durmiendo”.
Mientras otro, quizás el hombre que mandaba, decía:
-“Si aquí están dormidos, se despiertan. Eso no es problema”.


No sabía qué sucedía. Hasta que, en cuestión de segundos, la puerta fue derribada y los teníamos encima. Me vieron casi desnuda, me comían con la mirada. Pero buscaban algo porque pusieron nuestra casita patas arriba. De seguro alguien se les había escapado, pensé.


Cada palabra que salía de ellos estaba destinada a lastimarnos y cada gesto en sus rostros reflejaba el incesante odio que sentían hacia nosotras. No recuerdo el momento exacto en el que el ambiente se tensionó. Creía escuchar voces que me decían lo que debía hacer, pero mi cuerpo quedó estático. No tuve fuerzas para levantarme, y en un santiamén, me llené de ira, una ira que no se reflejaba, que solo yacía dentro de mí y me destruía lentamente, así como destruyeron el ranchito de mi vieja por buscar a alguien que creíamos nunca haber visto.


Esos hombres con armas, como los llamábamos en ese entonces, eran parte del Clan del Golfo. Una estructura criminal que se vincula a mercados ilegales e informales y que obtiene sus recursos del narcotráfico, la minería y la extorsión.


No sabía quiénes eran en aquel momento, yo solo quería gritar, incluso, golpearme a mí misma para no escuchar nada. Tenía miedo e impotencia. Sabía que las palabras que saldrían de ellos nos destruirían. No quería convertirme, otra vez, en un saco de boxeo. Sentí tanto miedo que solo fui capaz de guardar silencio. Aún recuerdo con exactitud ese día en el que me escogieron para deshacerse conmigo de sus cargas, sus temores, sus pesadillas y su odio.
Como lo hago ahora, temblaba. Temblaba mucho, así como cuando el ladrón pone en la costilla de su víctima un cuchillo y ella no sabe si correr o quedarse paralizada para que su vida no se esfume en cuestión de segundos.


Eran ocho hombres, y el persistente olor a alcohol que salía de sus bocas y de su ropa me tenía mareada. Sus rostros rojos y sus ojos irritados reflejaban cuán embriagados estaban. Justo ese día estaban más irritables de lo habitual y era yo la culpable de todo cuanto me acusaban.

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Desde 2015, Córdoba ha sido uno de los 32 departamentos del país que ha sufrido con rigor el flagelo del paramilitarismo. En él operan las Autodefensas Gaitanistas de Colombia (AGC), bajo la estructura de bloques y frentes con presencia territorial.

Cuando se acercaban lentamente mi cabeza se inclinaba de forma automática e intentaba ser lo más correcta posible para evitar que la situación pasara a mayores. Seguía casi desnuda. Ellos me decían, una y otra vez, cuán inservible era y lo inútil y fracasada que sería. Los golpes aún no llegaban y yo ya me sentía devastada.


Primero me hicieron sentir miserable y mezquina con la vida. Consiguieron que un nudo en mi garganta creciera muy rápido y de inmediato vinieron los golpes. Eran tan precisos que los recibí en el mismo lugar: puños en la cara, en los brazos y en la panza. Después siguieron las patadas en piernas y espalda, cuando caí al suelo acurrucada por el dolor. Los repetían una y otra vez hasta cansarse, descansaban y luego retomaban con mucha más fuerza mientras yo me ahogaba en mi propio dolor.

Montería, capital del departamento, ciudad a donde han llegado muchos desplazados en busca de una oportunidad.


Se sentaban en frente de mí para observar cómo me retorcía. Sus miradas fijas eran una señal de un golpe aproximándose. Veía cómo sus puños se hacían cada vez más grandes y no me daba tiempo de cerrar los ojos cuando ya sentía su presencia encima. Sus patadas me dejaban sin aire y se me agotaban las fuerzas para pedirle a Dios en mi mente que los controlara.
Cuando más golpes venían mi cuerpo se agitaba con mayor rapidez, mis labios se movían de una forma tan acelerada que siempre que sus puños tocaban mi cara mis dientes los agarraban y terminaba con la boca llena de sangre, y ese desagradable sabor metálico me ponía aún más nerviosa.


Cuando en medio del dolor lograba girar la cabeza podía ver cómo los demás estaban escondidos y lloraban. Se lamentaban, pero no hacían nada. Logré ver a mi vieja asustada en una esquina. Me sentí tan ruin en ese momento que rogaba que ella cerrara los ojos. Mi abuela siempre ha sido una mujer fuerte, pero cuando los hombres armados llegaban, ella actuaba de una forma tan sumisa con ellos que sentía que me olvidaba. Su rostro quedó grabado en mi memoria.


Ella lloraba siempre de forma tan inocente, sus lamentos me quebraban el alma. Yo lograba ver cómo las expresiones en su cara me decían que ella estaba gritando, pero no escuchaba nada. Mi mundo se paralizó de tal forma que me fue imposible escuchar a los demás. Mis oídos solo estaban atentos a ellos. Mi mente solo aceptaba reproches.


No me dolían los golpes. Me dolía pensar por qué me golpeaban a mí. Me dolía saber que me odiaban y aún me sigue doliendo haber recibido tanto. Hasta que me dijeron que lo hacían porque mi hermano se les había escapado. Me dolía ver a la vieja llorar más por haber escuchado eso. Quería gritarle que estaba bien, aunque estaba a punto de colapsar. Este saco de arena ya estaba roto de nuevo, el balón con el que jugaban esos hombres ya había quedado sin aire. Quise detener el mundo, tomarla de la mano y salir corriendo, pero nunca soy capaz de actuar o decir palabras elocuentes y decentes.

***
Hoy la presencia de esos hombres armados ha dejado alrededor de 453.770 víctimas que han sido golpeadas y marcadas, humilladas y abandonadas, estigmatizadas y menospreciadas, denigradas y abusadas, desplazadas y desaparecidas, asesinadas y torturadas. Como cordobeses, hemos recibido de un solo golpe una ola de violencia que nos ha ahogado. Nos ha convertido en testigos de lo inimaginable y se ha permitido absorber todo de nosotros, hasta solo dejar miedos.

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En más de una ocasión lograba ver a través de la ventana cómo los hombres con armas corrían en la noche para reunirse, a veces todos los días o una vez por semana. Todos en el pueblo comentaban sobre el nuevo lugar que escogerían para reunirse. Intuía que no confiaban en ellos mismos y eso generaba mucho más miedo. Esos hombres, a los que le temíamos tanto, fueron nuestros amigos, nos cuidaban, por eso muchos nos preguntamos en qué momento todo cambió. No les importaba nada y mataban a cualquiera frente a quien estuviese cerca.
Supe que la situación era delicada cuando mi profesor de español desapareció. Él, alto y decidido, con sus ojos que transmitían confianza y su frente en alto, era el modelo de muchos. Todos lo conocían, todos lo queríamos. Fue quien se atrevió a liderar con orgullo los procesos de restitución de cultivos ilícitos y les daba frente a todos los problemas del pueblo. Hasta que no fue más y supimos que lo peor había pasado. Meses después, partes de su cuerpo fueron expuestas en un pupitre.


Como era de costumbre, iba a mi clase de sociales, recuerdo que solía estar todo en silencio. En ese momento, eran pocos los padres que enviaban a sus hijos a estudiar cuando la “cosa estaba caliente”. Mi abuela me mandaba todos los días a clases y me decía:


-Si hay hombres armados, corre. Si te miran hombres armados, corre. Tú solo corre y no mires atrás.


Pero sabía que algo estaba mal cuando llegué y la gente se encontraba apilada en mi salón, no alcanzaba a ver qué ocurría. Hasta que todos empezaron a lamentar la muerte del profesor.


Vi su cuerpo hecho pedazos, mal envuelto en un saco de arroz. Salían gusanos de él. Fue la primera vez que vi un cuerpo desmembrado de tal forma. Todos lloraban. Yo no lo hacía, no sabía qué estaba sintiendo, solo estuve allí. Lo miré un rato y recordé lo que solía decir:


-Estudien, muchachos, y piensen siempre en su gente, afirmaba con entusiasmo el profesor.


Todos tenían miedo de hablar por temor a que volviera a suceder algo parecido. Se generaron más bajas, perdimos el control de nosotros mismos y no quedaba otra opción que rezar para que no nos pasara lo peor. Nos acostumbramos a vivir con temor, bajo torturas, desplazamientos y desapariciones.
Hubo familias que sufrieron más que otras. Recuerdo a quienes vivían justo frente a la casa de mi abuela. A la señora no le importaba nada, recibió tantos golpes de la vida por nacer y vivir allí que solo le faltaba morir. Ella fue profesora. A su esposo lo mataron, frente a ella y sus cinco hijos, con un tiro en la sien por no dejarse requisar. Ese día los gritos de los pequeños llenaron de dolor el alma de los pocos que vivíamos en esa cuadra.


Ella no volvió a ser la misma, tras esa pérdida, su vida se empezó a desmoronar minuto a minuto. No solo perdió a su esposo sino a dos de sus hijos cuando jugaban fútbol y pisaron una mina. A otra de sus criaturas la desaparecieron cuando iba a clases. Hubo otro que fue reclutado a sus 12 años por el grupo que hacía presencia en el pueblo y al último le tocó revivir en carne propia el asesinato de su padre.


La muerte de personas inocentes se hizo cada vez más frecuente, sus cuerpos desmembrados se sumaron al paisaje y los hoyos en el agua usados para arrojarlos se convirtieron en el temor de aquellos que frecuentaban el río para bañarse.


El olor a óxido y el agua ensangrentada volvió turbio al pueblito. Se volvió normal encontrar brazos, piernas, cabezas y torsos en el agua o en la orilla del río. Yo no dejaba de asustarme cuando eso pasaba. Me prometía que no iría más, pero allí volvía porque no había otro lugar donde pudiese bañarme.

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La presencia de esos hombres armados ha dejado alrededor de 453.770 víctimas que han sido golpeadas y marcadas, humilladas y abandonadas, estigmatizadas y menospreciadas, denigradas y abusadas, desplazadas y desaparecidas, asesinadas y torturadas.


Cada tanto que hallaba un hueco en la tierra o cuando la misma estaba mal apilada, sospechaba que algún campesino había sido enterrado allí. En esos instantes a todos se nos nublaba la vida con inocencia, armábamos cruces con ramas e íbamos marcando lo que creíamos eran cuerpos enterrados.
Como nunca salía nada en las noticias y todo quedaba en el pueblo, el dolor nos lo tragamos completito. Siempre fue nuestro problema, nadie externo se involucró y por esta y muchas más razones decimos que el Estado nos abandonó. Aún intentamos digerir el dolor por la pérdida de seres queridos, pero es tan grande y cruel lo que hemos pasado, que no hallamos la forma de estar en paz con nosotros mismos.
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Córdoba ha sido uno de los departamentos más golpeados por la violencia y la disputa de territorio por parte de grupos insurgentes que, en medio de la lucha por la adquisición de tierras, han generado alrededor de 707 ataques a la población civil.


Como consecuencia del conflicto interno colombiano, alrededor de 2.702 personas han desaparecido en el sur de Córdoba, 647 familias han sido sometidas a desplazamiento forzoso, y en lo corrido de 2022, se reportan alrededor de 65 defensores de derechos asesinados.


Para los cordobeses, los episodios de violencia pasaron de ser un hecho aislado a convertirse en su diario vivir, pero aún así se mantienen en pie de lucha y a una sola voz dicen: “Frente al fusil, la palabra”.


Esta crónica es producto de la recolección de testimonios de víctimas del conflicto armado en el sur de Córdoba. Las víctimas entrevistadas no muestran su rostro ni revelan su nombre por el temor a recibir amenazas. Son personas que desde el momento en que fueron desplazadas de su municipio no regresaron.

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