Daniel Samper Ospina
21 Mayo 2023

Daniel Samper Ospina

LUIS ALBERTO QUIÑONEZ

Entre aquí para recibir nuestras últimas noticias en su WhatsAppEntre aquí para recibir nuestras últimas noticias en su WhatsApp

Para comprender qué hace el cadáver de Luis Alberto Quiñonez bocarriba al lado del mostrador de la tienda Donde Eddie, en el barrio La Paz, de Cali —la camisa café, los pantalones negros: los zapatos para este momento rociados de sangre— debemos tener paciencia y viajar hacia atrás treinta y dos años, hasta la fecha exacta del 19 de julio de 1990, cuando nació en el hospital San Vicente de Paul. También debemos situarnos en Magüí Payán: un pueblo de poco menos de veinte mil habitantes que, junto con Barbacoas y Roberto Payán, conforma un caluroso triángulo geográfico allá abajo, en el departamento de Nariño, al que surcan unas montañas altaneras atravesadas por el río Patía: es uno de los más grandes paraísos de Colombia, pero a la vez un enclave geográfico sangriento a través del cual sale droga hacia México; y por eso siempre ha estado bajo guerra: en un comienzo en manos de las Farc y los grupos paramilitares y, después del proceso de paz, bajo la disputa mortal de dos disidencias de esa guerrilla, el Comando Coordinador de Occidente y la Segunda Marquetalia. Abundan los cultivos de coca y las minas quiebrapatas, pero también las personas como Luis Alberto Quiñonez, cuyo cadáver vamos a dejar aquí, en este primer párrafo, tendido en el baldosín de una tienda llamada Donde Eddie, mientras nos enteramos de quién fue: de quién es. 

También debemos decir que se volvió un joven importante en 2019, cuando lo nombraron representante legal del consejo comunitario La Voz de los Negros y pasó a ser imprescindible cuando, desde su gestión social, se inventó la Fundación PAZame el Balón. Con un amigo cachaco que terminó trabajando en la misma causa —Francisco Barreto, un abogado que juró continuar con su legado— no quiso permitir que los grupos armados convirtieran las canchas de microfútbol de los pueblos en los lugares donde los guerrilleros armaban sus convocatorias. Así que se dedicó a recuperarlas: a hacer que las canchas de fútbol fueran para jugar fútbol, no para recibir órdenes. 

Y jugar fútbol, a la vez, no era solo jugar fútbol, sino un pretexto para que los niños —y las niñas: porque en los equipos practicaban por igual niños y niñas, lo cual produjo una pequeña revolución de género— llenaran sus días de sentido. En una zona donde las mujeres no salen de la casa mientras los hombres raspan coca, la ilusión del partido de fútbol, de los tres entrenamientos semanales; la sensación, en fin, de pertenecer a algo, transformó a los niños. Y al pueblo. 

Luis Alberto organizaba colectas, conseguía guayos y balones; desatrasaba a los niños en sus tareas académicas; los prevenía de reclutamientos; les enseñaba qué hacer en caso de hallar una mina. Y esto es importante: no recibía un solo peso de las disidencias. De ninguna de las dos. 

Fueron tres tiros. Alcanzó a arrastrarse a la barra del negocio. Entre el dueño del local y su amigo Hernán lo metieron a un carro. Murió antes de llegar al Hospital Carlos Holmes Trujillo, ese domingo de Semana Santa, 9 de abril, mientras la sangre se le secaba sobre el pecho.

Se cruzaba chats con los comandantes de las disidencias con un temperamento que resultó compatible con su risa de siempre: recio y sin miedo. Detengámonos, por ejemplo, en este mensaje que respondió al comandante de uno de los frentes cuando este le notificó, de forma amenazante, que en la disidencia sabían la placa del carro en que se movía:

E informemos ahora, en este punto, que en el hospital lo dieron por muerto —oficialmente muerto— hacia las cuatro de la tarde. 

¿Importa que el señor al que acomodan en una camilla metálica de la morgue, ya muerto, haya sido el famoso Chester, cuyo plato preferido era el sancocho de pescado blanco; cantante frustrado, futbolista frustrado, estudiante a distancia de segundo semestre de Comunicación? 


¿Importa, ya sobre su cuerpo quieto, instalado dentro del ataúd que acá arrastran sus amigos en el cementerio de San José, veámoslos, saber que este mismo hombre era el que conseguía canilleras para que los niños reemplazaran los trozos de cartón con que las simulaban?

Claro que importa. Importa cada una de las cosas que le sucedieron. Se llamaba Luis Alberto Quiñonez pero le decían Chester desde antes de nacer. Su vallenato preferido era “Que me perdone si puede”, de Combinación Vallenata, y acá podemos observarlo mientras lo canta a grito herido: 

Claro que importa que hayan matado a Chester porque desde entonces no hay un solo niño —o niña— de Magüí Payán que no se sienta huérfano; importa porque Yisela, su compañera del consejo comunitario La voz de los Negros, no tendrá junto a quien sentarse en la canoa mientras recorre los pueblos a los que la entidad ayuda. Importa porque Chester no podrá acompañar a los niños al partido de fútbol que él mismo estaba organizando para que enfrentaran a un equipo de Pasto: será la primera vez que los niños viajen fuera del pueblo. Su amigo Francisco Barreto se prometió a sí mismo cumplir ese sueño. El entrenador Yoiner Prado recibe fondos para financiarlo.


Apoya el periodismo que te gusta

Puedes cancelar en cualquier momento

¿Ya tienes una cuenta? Inicia sesión

Conozca más de Cambio aquíConozca más de Cambio aquí

Más columnas en Los Danieles

Contenido destacado

Recomendados en CAMBIO