Catalina Botero
31 Julio 2022

Catalina Botero

RECHIFLA DEMOCRÁTICA

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¿Hasta dónde son tolerables los gritos de descalificación y las rechiflas en un foro de representación política? ¿El derecho a la libre opinión comprende expresiones irrespetuosas y maneras ofensivas?

En la pasada edición de Los Danieles, luego de leer mi columna, Ana Bejarano me preguntó si yo creía que la rechifla al presidente Iván Duque en la instalación del Congreso el 20 de julio era un comportamiento protegido por la libertad de expresión. Tuvimos un corto intercambio de puntos de vista. Ahora me parece adecuado profundizar sobre el tema.

Comencemos por el principio: la rechifla a un funcionario público por parte de congresistas es algo más que un comportamiento protegido por la libertad de expresión: se trata de un comportamiento especialmente —o reforzadamente— protegido. Por un lado, la libertad de expresión ampara distintas formas de comunicarse y no solo los discursos orales o escritos. Tenemos derecho a exponer nuestras opiniones mediante actos simbólicos, gestos, manifestaciones artísticas o cualquier otra forma que encontremos para hacerlo, incluyendo la rechifla. Pero, además, si se trata de un gesto de crítica política, el derecho aumenta el nivel de protección con el único objetivo de que la gente se sienta tranquila a la hora de manifestar sus opiniones sobre funcionarios públicos.

La idea es que podamos tener la certeza de que la ley está de nuestro lado cuando cuestionamos a quienes, en nuestro nombre, ejercen el poder público. Para poder criticar, tenemos que saber que no vamos a sufrir represalias por ello. La protección se extiende por supuesto y sobre todo a opiniones molestas, perturbadoras o incluso ofensivas para el funcionario sobre el que recaen. Este amplio espectro de protección les quita a los gobernantes capacidad de maniobra para vengarse o castigar a quienes los critican.

Justamente por eso, los gobiernos autoritarios buscan eliminar este nivel de protección. Las retaliaciones brutales en Venezuela contra quienes, según el gobierno, deshonran a los funcionarios con críticas e investigaciones periodísticas son una prueba más de que en ese país ya no quedan ni restos de lo que alguna vez fue una esperanzadora democracia. Rafael Correa mandaba a encarcelar en Ecuador a quienes le gritaban o hacían gestos obscenos en la calle al ver pasar la caravana presidencial. Produce enorme preocupación la nueva práctica de gobernantes con ejércitos digitales que amenazan, humillan y amilanan a quienes, según ellos, los ofenden. 
Los funcionarios han de tener piel dura. Y si se delican, el régimen jurídico debe ofrecer salvaguardas para evitar que puedan usar su poder como herramienta de venganza y amedrentamiento.

En el caso de las protestas que tuvieron como escenario el Capitolio encuentro un último y crucial argumento: se trata de congresistas que actuaron durante las sesiones. Creo que esta conducta, tal y como se adelantó, está protegida por la inmunidad parlamentaria.

Sin embargo, una cosa es que ciertas expresiones estén especialmente protegidas por la libertad de expresión y otra distinta es que contribuyan a mejorar el debate público y la calidad de la democracia. Uno de los problemas que hoy enfrentamos es el nivel extremadamente pobre del debate público. Mientras mayor sea el insulto, más fama ofrecerá a quien lo profiere y menos espacio para dar y oír razones. Este ruido simplifica el debate e impide entender la complejidad de las decisiones que se discuten, los matices y los grises. Hace que la gente se atrinchere y renuncie al intercambio de ideas y, con ello, dificulta la adopción de posiciones informadas sobre asuntos públicos. Y ocurre que, para que la democracia funcione bien como sistema de gobierno y tenga futuro, no solo necesitamos más y mejor participación, sino más y mejor deliberación pública.

La persona que no tiene otro parlante que su garganta bien puede gritar en la calle al ver la flamante caravana de un funcionario. Pero la magnitud del parlante y su capacidad de influencia aumentan la importancia de reemplazar epítetos e insultos por razones y argumentos. Argumentar es más difícil que insultar, registra menos likes y tiene menos amplificación. Sin embargo, resulta indispensable para que podamos tomar decisiones y sopesemos consecuencias. Me hubiera gustado ver a un Congreso que respondiera más serenamente, incluso ante la afrenta de un presidente que desconoce la gravedad de los crímenes que hemos vivido en su mandato. Pero para ello también hubiera sido necesario que la oposición contase con las garantías que se le negaron. 

Por eso termino como comencé mi última columna: la ceremonia de instalación del Congreso salió mal.

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