La vida imposible de los embera
13 Abril 2022

La vida imposible de los embera

William, uno de los líderes de la actual toma indígena embera chamí del Parque Nacional.

Crédito: Foto por: Mateo Rueda

El Parque Nacional, en Bogotá se está convirtiendo, no ya en un lugar de paso, sino en el hogar obligado de más de 1.500 indígenas embera que no quieren quedarse pero tampoco se pueden ir. Bajo condiciones higiénicas invivibles, esperan desde hace siete meses a que el distrito o el gobierno nacional les dé una salida a su incertidumbre.

Por: Maria F. Fitzgerald

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Decenas de familias indígenas embera katíos están a punto de cumplir 300 días asentados en el Parque Nacional, de Bogotá, en condiciones absolutamente insostenibles. Los refugios, construidos con maderos viejos y bolsas de basura, no alcanzan a resguardar de la lluvia, ni de las heladas noches capitalinas; y para alimentarse, los indígenas improvisan hogueras en las que preparan sopas y coladas con los pocos alimentos que pueden recolectar.

Han pasado siete meses desde que construyeron el primer cambuche y esta es la hora en que ni el Distrito ni el Gobierno nacional les dan una respuesta a sus ruegos: condiciones dignas para vivir en la capital, o garantías para regresar a sus territorios, de donde fueron expulsados por la violencia.

El campamento se ha convertido en una zona en disputa. Cada tanto, sucede algo: un campamento inundado, una mujer y su hijo pequeño atropellados por un conductor, un enfrentamiento con el Esmad que alborota los ánimos y deja al menos 30 heridos, y después todo retorna a su cauce: la indiferencia, que vuelve a asentarse después del remolino. Parece que la consigna fuera la misma de 2002, cuando un grupo de indígenas se tomó la sede de la Cruz Roja, en el norte de Bogotá, y allí permaneció durante tres años, antes de que la Fiscalía allanara el edificio y los expulsara a la fuerza, sin que las autoridades les hubieran dado solución a su problema: el desplazamiento forzado.

 

El éxodo de los expulsados

Ahora sucede lo mismo. Miles de indígenas llegan a Bogotá en busca de que los reciban o les ayuden a regresar sin correr el riesgo de que los maten.

“Nos tuvimos que ir rápido, porque hay mucha delincuencia, mucha violencia. No podemos regresar, por eso queremos garantías acá”, asegura Fernando, uno de los líderes del campamento, al que llegó con seis hijos, cuatro de ellos pequeños, huyendo del Alto Andágueda, en Chocó, de donde es oriundo.

“Empezaron a amenazarnos, a matarnos, y nos tocó salir –añade Rosamira, otra desplazada del Alto Andágueda, donde los grupos armados ilegales se apropiaron del territorio–. Por allá hay mucho recurso y ellos quieren explotarlo”.

“Nos llenaron todo de minas, los delincuentes no nos dejaban salir de nuestros refugios, nos estaban prohibiendo meternos a cazar o a plantar. Nos estábamos muriendo de hambre si es que no nos mataban antes”, afirma William, hermano de Rosamira.

En 2019, ellos y decenas de indígenas más se tomaron el parque Tercer Milenio, después de haber sido expulsados de Chocó. Poco a poco, la comunidad fue nutriéndose de desplazados de otros pueblos y de otras zonas del país, hasta que en noviembre de ese mismo año lograron conseguir que más de 300 indígenas fueran reubicados en Ciudad Bolívar. El Distrito se comprometió a pagarles el arriendo de las casas, pero en julio de 2021, dejaron de hacerlo porque el programa ya había vencido sus términos de atención de urgencia.

Entonces, regresaron al Tercer Milenio, de donde fueron desalojados, y luego marcharon por la ciudad hasta llegar al Parque Nacional, donde han liderado un numeroso asentamiento en el que, incluso, ya han nacido niños.

Rosamira dice que, además de sus hijos, hay al menos 600 niños más en el campamento y más de 100 mujeres embarazadas. Los niños se ven enfermos y las mujeres embarazadas no han tenido una atención correcta para poder acompañar su gestación. Sin embargo, como dice William, hermano de Rosamira: “La comunidad se defiende completa y los niños y las mujeres también deben permanecer en esta resistencia”.

 

Un diálogo que no llega a nada

El pasado 6 de abril, la comunidad se tomó la carrera Séptima con calle 24 para hacerse escuchar, pero la Alcaldía, en vista de que estaban obstaculizando el tráfico y al menos cinco vehículos habían sido atacados, decidió enviar el Esmad.

La Secretaría de Gobierno, entidad encargada de dialogar con el grupo embera, admite que la situación: “Es injusta por donde se le mire, pues nadie debería ser desplazado forzosamente de su territorio ni pasar noches a la intemperie”. Sin embargo, aseguran que desde el primer día han procurado conversar con ellos y no ha sido posible llegar a un acuerdo.

Una de las dificultades es la pluralidad de pueblos que habitan el campamento. Así lo considera Vladimir Rodríguez, alto consejero de Paz, Víctimas y Reconciliación de Bogotá, quienes también han hecho acompañamiento de la situación.  Según Rodríguez, las familias embera chamí aceptaron ser trasladadas a albergues temporales, entre ellos el que se encuentra en el Parque La Florida, en donde, de acuerdo con ellos, han sido reubicados en refugios dignos que les permiten unidad familiar y cultural; pero con los embera katío no ha ocurrido lo mismo: “Hemos ofrecido opciones de traslado. Les ofrecimos la Fundación Fe y Alegría y dijeron que no. Insistimos en la Unidad de Protección Integral La Florida, y dijeron que no. Ofrecimos un espacio de la Empresa de Renovación y Desarrollo Urbano de Bogotá, y también dijeron que no”.

 

Un problema de autoridad

Quienes se niegan a las propuestas del Distrito son algunas autoridades del campamento con intereses políticos y poca legitimidad, como la agrupación Autoridades Indígena en Bakatá, la cual, a pesar de ostentar “autoridad”, no ha podido demostrar que tiene un territorio al cual represente. Incluso, entre sus miembros hay personas que ni siquiera son indígenas. Por eso mismo, otros líderes indígenas no los reconocen como legítimos.

Cambio tuvo acceso a documentos que muestran que algunos de los líderes más visibles de la toma, que aseguran haber llegado a la capital hace dos años y medio, en realidad han recibido subsidios del Distrito desde hace más de diez años. Ellos son los mismos que no han permitido que una parte de la comunidad acuda a otras alternativas de refugio o de retorno.

Aún así, la Secretaría de Gobierno asegura que ha logrado gestionar el retorno a territorio de al menos 312 familias embera katío y embera chamí, lo que ha requerido una inversión de más de 590 millones de pesos. No obstante, ese retorno debería estar garantizado, en realidad, por las entidades de orden nacional, entre ellas la Unidad de Víctimas y el Ministerio de Interior, entidades que no han enfrentado el problema.

 

La amenaza de los mineros

La presencia de grupos armados ilegales se empezó a agudizar, según los indígenas, desde que se inició la exploración y explotación minera del Alto Andágueda. En esta zona, pese a la constante oposición de la comunidad, hacen presencia al menos tres grandes empresas mineras: Exploraciones Chocó Colombia S.A., Capricornio S.O.M. y Negocios Mineros S.A. El representante legal de esta última compañía, Robert William Allen es, a su vez, el representante legal de Grupo de Bullet S.A.S, una empresa con múltiples licencias mineras en todo el país.

De acuerdo con voceros del Consejo Comunitario del Alto Atrato, dentro del que se incluyen autoridades del Alto Andágueda, todas estas compañías son brazos de Anglo-Gold Ashanti, una multinacional minera que ya ha tenido múltiples condenas en todo el mundo por prácticas empresariales que atentan contra los derechos humanos. Puntualmente, en Colombia esta compañía ha sido asociada por la Human Rights Watch a grupos paramilitares.

Ese desplazamiento masivo se evidencia, ahora, en el Parque Nacional. William carga con orgullo su bastón, que por dentro esconde una cerbatana que allá, en sus tierras del Alto Andágueda, le servía para cazar animales y llevar alimentos. Sin embargo, la violencia lo trajo acá.

Ese mismo bastón, que ya no le sirve para cazar, fue el que utilizó el 6 de abril para defenderse del Esmad. La alcaldesa, Claudia López, aseguró que al menos nueve miembros del Esmad habían salido heridos, eso a pesar de su armamento y protección: “Para que un miembro del Esmad, que tiene dotación de protección y escudo termine herido es porque el nivel de violencia que le ejercieron es absurdo pues porque su propia preparación y vestimenta y escudo lo protege de agresiones”, aseguró en una rueda de prensa.

Pese a que esta es una problemática nacional, que debería estar siendo atendida por el Gobierno central a través de la Unidad de Víctimas, Cambio se comunicó con esta entidad que, aseguró, no tienen autorización para comentar al respecto. Así mismo, aseguraron que todas las comunicaciones sobre el hecho deben ser emitidas a través del Distrito, pues ellos únicamente están haciendo un acompañamiento. No obstante, al contrastar con la Secretaría Distrital de Gobierno, nos pidieron comunicarnos con la Unidad de Víctimas.

Mientras los funcionarios se arrojan la responsabilidad de entidad a entidad, los indígenas siguen a la deriva y sometidos a la indiferencia capitalina. Rosamira asegura que en lugar de darles soluciones, ellos han tenido que sacar funcionarios del campamento que, de acuerdo con ella, le han ofrecido 24 millones de pesos a ella y a sus hermanos para que desocupen el lugar y desalienten a los demás ocupantes. Cambio contrastó esta denuncia con la Alta Consejería, pero aseguran no tener conocimiento al respecto y, además, que ese comportamiento no está alineado con sus principios.

Pero eso asegura Rosamira. Lo cuenta mientras se sienta en una silla rota, en una de las entradas de su refugio, preparándose para pasar una noche más en el Parque Nacional. Con enemigos ilegales y enemigos legales, los indígenas embera andan en una encrucijada: no se quieren quedar en Bogotá, pero tampoco se pueden ir. Como lo dijo William: “Nosotros sí queremos regresar, porque esta no es nuestra tierra, ¿pero, cómo lo vamos a hacer?”

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