12 Agosto 2022

El poder de los símbolos, el concepto del pueblo durante la posesión de Gustavo Petro

La ceremonia de posesión del nuevo presidente de Colombia marcó un hito sin precedentes y será, durante mucho tiempo, motivo de análisis e interpretaciones.

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Fotos: Colprensa
Durante casi medio milenio, la Plaza de Bolívar ha sido el escenario por excelencia por el que han desfilado los más representativos símbolos de la coyuntura política de turno en Colombia. En sus orígenes descansaba sobre la entonces llamada Plaza Mayor una temible columna de piedra, conocida como picota, la cual se usaba para amarrar, y hasta fusilar, a quienes fueran descubiertos desafiando la ley de la despiadada corona española. Muchos años después, cuando comenzaba a asomarse el siglo XX, el entonces ministro de instrucción pública ordenó poblar la plaza con un jardín de corte inglés, el cual, en realidad, escondía el turbio objetivo de dispersar las masas e impedir las protestas del pueblo frente a los edificios institucionales. No fue sino hasta 1960 que, con el diseño del genial arquitecto Fernando Martínez Sanabria, se le dio a la Plaza de Bolívar el carácter que aún conserva: fue, por fin, despojada de jardines, rosas, fuentes, rejas y demás ornamentos para ser convertida en una verdadera plaza cívica, permitiendo la libre asociación de ciudadanos para que estos ejerzan control político sobre el poder estatal. Con ello, Martínez Sanabria nos dejó la obra de arte más política que tiene el país: un lienzo en blanco, adornado únicamente con la estatua del libertador, para que sea el mismo pueblo quien llegue a dibujarlo con sus propios símbolos. Y este potencial de la Plaza de Bolívar se vivió con mayor contundencia que nunca durante la reciente posesión del presidente Gustavo Petro.
El pasado domingo, entre maracas, flautas, tambores, bailes y hasta besos, desfilaron por la Plaza de Bolívar un número incuantificable de banderas, entre las que se destacaban la whiphala de los pueblos originarios de los Andes; la de la comunidad LGBTI, ¡por fin despojada de sus funciones comerciales y de vuelta a sus raíces de resistencia política!; la del orgullo trans; la de colectivos feministas; la de la Organización de los Pueblos Indígenas de la Amazonía Colombiana; la de la Minga; la del Consejo Regional Indígena del Cauca; la de la comunidad misak; la de la Guardia Cimarrona del Cauca; la Panafricana; el puño de las Panteras Negras; la de la Guardia Campesina del Catatumbo; las de numerosos sindicatos; y la de los Guardianes del Territorio, así como la de muchos otro colectivos ambientales. Como era de esperarse, tampoco faltaron las banderas de movimientos y partidos políticos como la Colombia Humana, el M-19, el MAIS, la ASI, Comunes, el Partido Comunista y, por supuesto, la de la Unión Patriótica, bandera que años atrás llevó a muchos de sus miembros a ser asesinados con el cruel consentimiento del Estado. Las banderas de la izquierda de antaño se entremezclaron, en una sola fiesta, con las de los nuevos partidos de esta vertiente. Nostalgia y modernidad bailando juntas al ritmo de la victoria.
Me atrevería, en todo caso, a afirmar que la estatua del Libertador que hoy decora la Plaza de Bolívar jamás había sido testigo de tantas colectividades sociales, y a la vez tan dispares, reunidas alrededor de una misma causa. Tampoco, supongo yo, había presenciado el Libertador, quien lo ha visto casi todo, tanto orgullo reunido en un solo espacio a la hora de exhibir las diferentes identidades colectivas de los presentes. Al oriente de la plaza, los faroles frente a la Catedral Primada fueron adornados con puñados de banderas. Y al costado opuesto, frente al Palacio Liévano, un par de personas se treparon sobre tres de las cuatro astas que había disponibles—la otra estaba ocupada por la bandera de Colombia—para izar las banderas de la Minga y de la comunidad LGBTI. Así fue como el domingo se dibujó el lienzo en blanco que nos dejó Martínez Sanabria.

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La estatua del Libertador que hoy decora la Plaza de Bolívar jamás había sido testigo de tantas colectividades sociales, y a la vez tan dispares, reunidas alrededor de una misma causa.


Se trata, sin embargo, de una imagen que, al menos, ha de suscitar la intriga del curioso. ¿Cómo se explica que la bandera verde y roja de la Minga haya terminado izada junto al arcoíris de la comunidad LGBTI? ¿En qué sentido son sus luchas parte de la misma causa? ¿Y por qué hacen parte de esta misma lucha la Guardia Cimarrona y los colectivos feministas, la Guardia Campesina y la comunidad trans? ¿Por qué llegaron juntos a celebrar la llegada al poder del mismo líder? ¿Por qué, en definitiva, pertenecen a la izquierda las luchas de estos grupos tan heterogéneos entre sí?

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Aún desconocemos si se trata, en realidad, de un gobierno que va a gobernar para los colectivos que lo pusieron en el poder. Tampoco se sabe si las condiciones de vida de estos grupos sociales van a mejorar o, incluso, si existirá una verdadera desconcentración del poder de las élites.


La referencia al concepto del pueblo es una de las más complejas y controvertidas que rondan por las democracias modernas. Las propias raíces etimológicas de la palabra apuntan al poder que ejerce el pueblo; demo (pueblo), cracia (poder). El problema, sin embargo, llega cuando un grupo social en específico, sea este religioso, étnico o de cualquier tipo, busca imponerse a sí mismo como la única imagen legítima del pueblo. En la historia reciente, abundan los ejemplos de proyectos políticos que le apostaron a este objetivo. Esta ha sido, por ejemplo, la estrategia de los populismos de derecha del siglo XXI y fue, también, la de los fascismos del siglo XX. De manera que imponer, de antemano, una definición categórica del pueblo es una medida con estirpes antidemocráticos.
Pero si el pueblo no se puede definir de manera categórica, quizás sí se pueda definir en sentido negativo; es decir, no de acuerdo a lo que es, sino de acuerdo a lo que no es. Y, en ese sentido, no hay concepto más contrario al del pueblo que el de las élites. Como bien recuerda el filósofo francés Claude Lefort, es inevitable que en toda sociedad existan élites, es decir, grupos que, en algunas esferas del poder, ejercen más influencia que otros. El problema llega cuando un solo grupo social logra concentrar todas las esferas del poder: el aparato productivo, los medios de comunicación, el poder político, la educación, la seguridad, las armas, las obras públicas y demás.

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La referencia al concepto del pueblo es una de las más complejas y controvertidas que rondan por las democracias modernas. Las propias raíces etimológicas de la palabra apuntan al poder que ejerce el pueblo; demo (pueblo), cracia (poder).


Por lo tanto, no es cierto, como se planteaba en los orígenes del marxismo, que las sociedades capitalistas estén automáticamente divididas en dos clases: proletario y burguesía. Más bien, resultan divididas en dos clases, élites y pueblo, cuando un grupo en particular monopoliza todas las esferas del poder. Y bien es sabido que ha sido esta dinámica, precisamente, la que ha marcado la historia de Colombia y de la región en general.

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En la historia ha habido un número grande de intentos de llegar al poder con las bases populares, desafiando abiertamente a las élites. Pero estos han sido impedidos con el asesinato de sus más notorios líderes.


Aún desconocemos si se trata, en realidad, de un gobierno que va a gobernar para los colectivos que lo pusieron en el poder. Tampoco se sabe si las condiciones de vida de estos grupos sociales van a mejorar o, incluso, si existirá una verdadera desconcentración del poder de las élites. Pero lo que sí se sabe, por ahora, es que, por primera vez en la historia, llegó al poder un gobierno con el cual se sienten representados una enorme cantidad de grupos sociales, unificados bajo la categoría de pueblo por haber sido históricamente excluidos de todas las esferas del poder.

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