Vanadurga Ashram: así es vivir como monje en San Rafael, Antioquia

Crédito: Cortesía: Vanadurga Ashram

4 Mayo 2024

Vanadurga Ashram: así es vivir como monje en San Rafael, Antioquia

A tres horas de Medellín, en la vereda El Arenal, a cuarenta minutos en tuc tuc de San Rafael, está Vanadurga Ashram, un centro de yoga de la tradición Shivananda. Juan Francisco García, periodista de CAMBIO, vivió allí como voluntario por cinco meses y medio. Esta fue su experiencia.

Por: Juan Francisco García

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En la vereda El Arenal, a tres horas de Medellín en San Rafael, entre la selva y dos ríos, hay un Ashram que bajo la tutela de la tradición Shivananda sirve como santuario de yoga, centro de conservación y meditación. Vanadurga Ashram está en el corazón de un territorio en el que a comienzos de este siglo convergían todos los males del conflicto interno en Colombia. Hoy su filosofía de "paz interior para paz exterior" es un llamado a la convivencia pacífica y el cuidado a la naturaleza. 

Silencio y campanas 

El día empieza con dieciocho campanazos: nueve a las cinco y media de la mañana, nueve a las cinco y cuarenta. Antes de las seis, cuando se cierran las puertas de Shankara –uno de los tres templos– cumpliendo el precepto de mouna – el noble silencio–– huéspedes y voluntarios se topan en el corredor empedrado que lleva hacia el templo. El mismo camino por el que hace menos de quince años caminaron militares, guerrilleros y paramilitares. 

A las seis en punto empieza la meditación que abre la jornada: veinte minutos en silencio, con las piernas cruzadas, la espalda recta, en los que la mente, adicta al ruido, deambula entre los trinos vigorosos de los pájaros, los ladridos de Shakti, Rada y Kama –los perros insurrectos del Ashram–, el crujir del templo –hecho todo en madera– y el susurro sin descanso del río Arenal, leve en los días soleados, turbulento si en la noche llovió a cántaros. A veces, como enviados por Hanuman – el Dios mono y símbolo de discípulo perfecto– se pueden oír los micos titís, patrones de la selva.

La instrucción es simple y diáfana: llevar la atención al centro del pecho o al entrecejo y observar la respiración. Si la mente se dispersa, con compasión, llevarla de vuelta al entrecejo o al centro del pecho, una y otra vez, por las veces que sea necesario. 

La teoría dice que con la práctica la mente se aquieta y sale del patrón obsesivo de saltar de un lugar a otro, como los monos, y entonces se la puede experimentar como un lago quieto, prístino, en cuyo reflejo, ¡por fin!, se puede ver el atman (palabra en sánscrito para describir el alma, eterna e inmutable). La teoría advierte, con razón, que antes de aquietarse, la mente necesita vaciarse: vomitar el veneno que almacena de esta vida y de las otras. Y pasa. 

Quietos, muy quietos, sin juzgar, los días empiezan vomitando las culpas, los arrepentimientos, el miedo del porvenir, la pesadilla de anoche, la muerte, la locura, la envidia, la mezquindad, la certeza de que la meditación no es más que una perturbadora farsa. Un falso escape. 

Pero a veces, por un instante, por un parpadeo mental, después de sentarse más de ciento sesenta días en el mismo rincón y a la misma hora los pies entran al lago inmóvil, tan azul, tan convincentemente infinito.  

Mantras y bhakti yoga 

A las seis y media, ya sin veneno mental, llega el tiempo del kirtan: el canto de mantras. Los mantras son repeticiones de los nombres en sánscrito de las deidades hinduistas –hay más de 300 millones– en clave no de concierto sino de plegaria. Un voluntario, al frente, guía el canto y los demás repiten, en coro. ¿Para qué? Para lo mismo que la meditación: depurar la mente, limpiarla, seguir buscando el imperturbable lago. 

Repetir mantras para que las cualidades de los dioses invocados entren en la psique y en el cuerpo es una práctica del bhakti yoga, el yoga de la devoción, uno de los cuatro senderos. 

El kirtan empieza siempre invocando a Ganesha, una de las deidades principales –un dios glotón con cara de elefante– y que está allí para quitar los obstáculos de sus fieles. En este Ashram, heterodoxo, cabe también la música medicina: canciones para honrar a la Pacha Mamá. 

Cuando sale bien, repetir mantras lo lleva a uno hacia una bruma cálida y luminosa. La atención se enquista en los fonemas que no entiende pero que la sosiegan, y de repente la devoción tiene sentido. Algo adentro se completa. Pero puede ser también un químico natural peligroso: hay veces que las palabras en sánscrito, más que deidades, parecen invocar demonios. Los demonios que todos llevamos dentro pero ninguno quiere mirar de frente. 

Cuando se agotan los voluntarios, casi siempre a los 20 minutos, termina el canto de mantras y empieza, oficialmente, el satsang: palabra en sánscrito que traduce reunión de sabios. 

Jnana Yoga: reunión de sabios 

Al frente, un voluntario que ha sido designado previamente, debe compartir una enseñanza de media hora, casi siempre enmarcada en las enseñanzas de Swami Shivananda, médico y sabio indio del siglo XX  –iluminado para su tradición– que escribió más de 300 libros en los que explica, con método, paso a paso, cómo llegar y quedarse a vivir, para siempre, en el lago quieto y prístino de la conciencia suprema.  

En los Ashram más ortodoxos de la tradición, el satsang consiste en leer, con la guianza del Gurú, el Bhagavad Guita, la escritura sagrada de la religión hinduista. Sus 18 capítulos se leen, a lo largo de los días, las semanas, los años, una y otra vez, pues el mensaje del Guita se renueva a sí mismo eternamente. 

En Vanadurga los temas son eclécticos y elásticos: Los Ángeles, los principios de la permacultura, los secretos del útero, el génesis, la obra de Pablo D´ Ors, el capitalismo consciente, la numerología, el por qué del día de los muertos, los principios del ayurveda, la agricultura orgánica.

Como el Ashram es también un centro de retiros abierto al público, por los micrófonos de sus templos han pasado expertos como el médico Jorge Arango; Jairo Restrepo, el referente mundial de la agricultura orgánica y la Abuela Rosenda, autoridad indígena guatemalteca. 

A las siete y media de la mañana (¡en punto!), el satsang debe terminar con la oración universal que se repite en los 60 centros de Shivananda, repartidos en 35 países. 

¡Oh! Adorable Dios de misericordia y amor
Te saludamos y nos postramos ante Ti
Tú eres Omnipresente, Omnipotente y Omnisciente
Tú eres Satchidananda.
Tú eres Existencia, Conocimiento y Bienaventuranza absolutos
Tú estás en el corazón de todos los seres
 
Danos visión clara, mente equilibrada, fe, devoción y sabiduría.
Danos fuerza espiritual para resistir la tentación y controlar la mente.
Líbranos de la cólera, la avaricia, la lujuria, el odio, el deseo y los celos.
Llena nuestros corazones con virtudes divinas
 
Déjanos adorarte bajo todos los nombres y todas las formas.
Déjanos servirte bajo todos los nombres y todas las formas
Déjanos recordarte siempre
Déjanos cantar tus glorias
Deja que tu nombre esté siempre en nuestros labios
Déjanos morar en Ti por los siglos de los siglos

Swami Sivananda

Limpios, sin veneno y sin obstáculos, de siete y media a siete y cincuenta en punto la directora y los treinta voluntarios del Ashram se sientan en círculo para darle inicio al staff meeting. 

Voluntarios: Karma Yoga

Huerta, cocina, mercadeo y comunicaciones, masajes, cuidado de las mascotas, enseñanza, retiros, recepción y reclutamiento son las áreas en las que los voluntarios pueden cumplir con sus cinco horas diarias de Karma Yoga –en español: servicio desinteresado–.

El pacto incluye también no consumir drogas, trago ni animales. Tener seguro médico al día, no tener hijos pequeños a cargo y no trabajar en nada más durante la estadía. Ser monógamo y suscribirse a los acuerdos comunitarios. No faltar, nunca, a la reunión de sabios, en la mañana y en la tarde, ni a la práctica de yoga de dos horas diarias. 

En el círculo de voluntarios habíamos: un ingeniero civil que mandó al carajo los planos y se dedicó a recorrer Sudamérica en bicicleta, de Colombia hasta Argentina, con mil dólares en el bolsillo. Una médica en proceso de reconversión de la medicina occidental al Ayurveda. Una francesa –la masajista– que se asqueó de ser ejecutiva en una empresa de retail en París. Un publicista que decidió pararlo todo por el estrés y el hígado graso. Una pareja de argentinos que viajaron, vendiendo artesanías y pizza, en una van por Sudamérica y Centroamérica. Un arquitecto payanés mamado de su oficio. Un arquitecto paisa que llegó saliendo de una depresión profunda. Un actor de teatro que hace mandalas gigantes. Un rapero de San Rafel. Una artesana de Carmen de Viboral. Una música autodidacta de Soacha. Una abogada experta en procesos de paz que al hacer la paz se estaba pudriendo por dentro. Una psicóloga experta en víctimas que llegó para no ser más víctima de su cabeza. Un jamaiquino experto en permacultura, profesor de lenguaje de señas y conocedor de todas las plantas de la selva. Un guía de Ciudad Perdida. Una chef chocoana. El hijo de la chef chocoana. Una artista plástica. Una bailarina. Una performer. Una muralista. 

El Karma Yoga, el servicio desinteresado, es otro de los cuatro senderos del yoga. 

La creadora 

Se llama Cristina Mejía. Tiene 52 años. Dice más de dos palabras por segundo. Cree con la misma devoción en la Virgen María y en Durga, madre divina hinduista. Animalista acérrima. Activista de la conservación de la selva. Hija de uno de los hombres más ricos de Colombia. 

Hace veinte años, cuando vivía en Alemania y no sabía muy bien en qué gastar las horas, fue a una clase de yoga. La experiencia la atravesó de tal manera que supo, ahí mismo, que su Dharma (vocación y propósito en español) sería formarse y difundir el yoga. 

Hoy, su fundación Atman Yoga da clases gratis en el Jardín Botánico de Medellín, el teatro Pablo Tobón, la Universidad de Antioquía y en el parque La Frontera. Además, convirtió su mansión en el Poblado en un centro de yoga. 

En San Rafael, donde a las siete y cincuenta de la mañana se reúne todos los días con voluntarios errantes que han venido a buscar refugio espiritual en su Ashram que tiene 97 hectáreas de selva que protege y conserva como su propio cuerpo.  

La reunión del staff está destinada para las problemáticas comunitarias y la operación del día. La plaga de ratones en la cocina. La vacuna que supuestos grupos paramilitares han vuelto a pedir en la zona. El exceso de ruido en el cuarto comunal de mujeres. El consumo clandestino de marihuana. La tardanza en tocar la campana. Las decisiones sobre mantener o no a un voluntario negligente. Las peleas de los perros. Los desajustes en el mercado.  

A las ocho en punto empieza el yoga. 

Shivananda yoga

Paro de cabeza, paro de hombros, el arado, el pez, la pinza, la cobra, la langosta, el puente, las torsiones espinales, el cuervo, la pinza de pie, el triángulo. Las doce asanas –postura cómoda en español– más beneficiosas del yoga según la tradición Shivananda (hay más de 84 millones). 

Todos los días, de domingo a domingo, las mismas doce asanas. En el mismo orden.  Todos los días, los mismos dos ejercicios de respiración que entran en la práctica. Todos los días, de domingo a domingo, la misma relajación final (shavasana) de doce minutos en los que el cuerpo, ahora suelto, perceptivo, sutil, quizá pueda entrar al lago. 

La teoría dice que si se practica esta serie, por al menos esta vida, se puede trascender la dimensión física de las posturas para entrar en la dimensión molecular, espiritual: la dimensión del ser. Después de 163 días de práctica ininterrumpida, no creo haber alcanzado el ser, no llegué al átomo ni a la molécula, pero nunca antes mi digestión fue tan buena, nunca antes llegué a sentir la energía que fluye por debajo de los huesos. La práctica de yoga entra en el sendero del Raja Yoga. 

La clase termina a las nueve y cincuenta de la mañana, pues el equipo de cocina, desde las siete, ha estado trabajando en el brunch: la gran comida del día. 

Brunch y paraíso 

Como a las diez de la mañana el cuerpo ya cantó, meditó, hizo yoga y lleva despierto cinco horas, se agradece con el alma el arroz con coco, patacón, babaganoush, aguacate, remolacha y habichuela al horno con mix verde de los lunes. O el caldo de verduras con brócoli, papa criolla al horno, lentejas en guiso, zuchinni, zanahoria y berenjenas con vinagreta de pepino de los miércoles. 

La comida es casi del todo vegana. La ensalada viene siempre de la huerta del Ashram y, por principios ayurvédicos, no se cocina ni con ajo ni con cebolla. A la una de la tarde hay un snack y a las seis, la última comida del día. 

Entre las once de la mañana y las cuatro de la tarde los voluntarios deben hacer su Karma Yoga; así que, por día, hay cuatro horas libres para disfrutar del lugar. 

Cuando Cristina Mejía explica por qué decidió comprar tierra en San Rafael, Antioquia para montar el Ashram, cuenta que al estar en el corazón de la selva, entre dos ríos, el terreno le llegó a la mente como una analogía del jardín del Edén.

No tengo una idea clara del jardín del Edén, pero vivir por cinco meses y medio a cuatro minutos de un río prístino cuya agua se puede tomar, entre monos y colibríes y serpientes corales, creo que se le parece. A cuarenta y cinco minutos a pie está el templo del agua, una cascada entre la selva que podría aparecer en Avatar. A quince minutos a pie está el Valle de las Piedras, un compilado de rocas muy grandes digno de Indiana Jones. A media hora a pie, por los intestinos de la selva, está la piedra de la abuela, una roca gigante que según dice fue traída por los extraterrestres.

A las siete y media de la noche es la cita para el satsang nocturno. Termina a las ocho y media. A las diez de la noche se apagan las luces. Hasta los campanazos de la siguiente madrugada. Y así. Siempre igual. Siempre distinto. Días de monje en San Rafael.

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