Gabriel Silva Luján
4 Diciembre 2022

Gabriel Silva Luján

Invitarlos a la fiesta

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Los Estados Unidos y los poderosos de Occidente se durmieron en sus laureles después de la caída del Muro de Berlín. La desaparición de la Unión Soviética produjo una euforia generalizada. Convencidos de la omnipotencia y universalidad de los valores democráticos y la vigencia global de la economía de mercado, los estadounidenses y sus aliados históricos se echaron por las petacas.

Con algo de ingenuidad, a pesar de que muchos analistas lo advirtieron, asumieron que en un mundo unipolar no habría desafíos mayores a su hegemonía. Ejércitos se desmovilizaron; arsenales se desmantelaron; bombas se inutilizaron; bases militares se cerraron; mecanismos de solidaridad económica se suspendieron. Al mismo tiempo, se desató una expansión global del capitalismo que no se veía desde finales del siglo XIX. Todo eso llevó a los estadounidenses a una fase de complacencia geopolítica en la que pensaron que sin necesidad de hacer demasiado esfuerzo el mundo experimentaría una nueva era de “pax americana”.

Las cosas no salieron como se esperaba. Estados Unidos y sus aliados no bien se habían acomodado en sus sillones cuando empezó el desorden. El extremismo islámico, las guerras fallidas, el ascenso de China, las dictaduras en Venezuela y Nicaragua, el debilitamiento de la Alianza Atlántica, el expansionismo ruso con Putin, el surgimiento de nuevos países con capacidad nuclear…. son todas manifestaciones de un mundo radicalmente distinto. Estas erupciones en buena medida sorprendieron a los gringos cuando estaban hasta ahora tratando de tomar un respiro después de sesenta años de imparable confrontación estratégica con los soviéticos.

En ese contexto la formulación de la política exterior estadounidense la ha atropellado una serie de crisis a las que la diplomacia y la Casa Blanca han tenido que reaccionar casuísticamente, sobre la marcha. Además, el consenso político doméstico que existía ante la amenaza soviética se ha resquebrajado. Los partidos políticos tienen poco en común cuando se trata de acordar la orientación de las relaciones exteriores. La consecuencia de todo esto es que Washington está atravesando una crisis de identidad en medio de la cuál no ha encontrado ese paradigma que le permite organizar sistemáticamente su inserción y su acción en el mundo.

La historia es clara en enseñarnos que la preferencia colectiva de los estadounidenses y de sus gobiernos es el “aislacionismo”. Si fuera por ellos, “go to hell” el resto del mundo. Varios autores han usado el concepto de la Reluctant Superpower, algo así como la “superpotencia a regañadientes”, para ilustrar esa tendencia a refugiarse en si mismos hasta que la siguiente gran crisis los obliga a desplegarse internacionalmente.

Para mucha gente, sobre todo de ideologías afines al gobierno Petro, sería maravilloso que EE. UU. se dedicara a sus propios asuntos y dejara al resto del mundo en paz. Aunque aparentemente esta idea suena sensata, la verdad es que, si Washington les hiciera caso, sería una tragedia para la estabilidad mundial y el progreso de la humanidad. Hay muchas razones para desear tener a Uncle Sam involucrado y comprometido con los asuntos globales.

Un Estados Unidos desentendido del acontecer global ha coincidido siempre con que otras potencias o aspirantes a serlo despliegan sus intereses geopolíticos y estratégicos con más agresividad y se embarcan con mayor proclividad en aventuras militaristas y expansionistas. Además, la percepción de un Washington ausente históricamente ha favorecido que se enciendan con más facilidad conflictos regionales y locales.

Un Estados Unidos desentendido no quiere decir que dejará de velar por su interés nacional y por sus prioridades estratégicas. Cuando los gringos se encuentran en una fase aislacionista tienden a preferir, para alcanzar sus objetivos externos, herramientas más alejadas de la diplomacia y más cercanas al despliegue de su poderío militar y a hacer valer su peso económico.

Además, desde el punto de vista comercial, un Estados Unidos desentendido privilegia el proteccionismo y la autarquía, aún más después de las disrupciones en las cadenas de valor y de suministro a nivel global que se dieron como consecuencia de la pandemia. El acceso al mercado estadounidense ha sido históricamente el resultado de concesiones asociadas a motivaciones de política exterior. De llegar a importar más las consideraciones de seguridad económica interna que la geopolítica se observarán mayores entorpecimientos al libre comercio global.

En conclusión, no parecería ser el mejor momento para poner en marcha una política exterior que hostilice a los Estados Unidos o que favorezca su aislacionismo. Si la llegada de la izquierda al poder en buena parte de América Latina significa que la política exterior de la región se aferrará a sus trasnochadas ideas antiimperialistas, se está corriendo el riesgo de que de pronto Washington les haga caso. A los gringos siempre es mejor invitarlos a la fiesta.

Twitter: @gabrielsilvaluj.

 

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