Botero, el incomprendido: ¿por qué decía que no pintaba gordos?
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Decir que Fernando Botero pintaba gordos es una reducción de su obra. Por eso, cabe decir que, a pesar de su inmensa popularidad, pocos colombianos lo conocían realmente. Aquí contamos sus momentos flacos y detalles poco conocidos de su vida íntima y personal.
Por: Redacción Cambio
Pocos colombianos pueden decir que no saben quién era Fernando Botero y que no conocían sus obras. Ni siquiera los colombianos que nunca han pisado un museo, porque las copias y representaciones suyas en souvenirs que se venden en las esquinas de los lugares turísticos de todo el país están regadas en el piso, en tapetes de vendedores ambulantes, como frutas. De hecho, él mismo contó alguna vez que le habían enviado una foto de una fábrica de imitaciones de obras suyas al óleo que hacían en Vietnam. Luis Fernando Pradilla, uno de sus galeristas, dice que puede ser uno de los artistas más falsificados de la historia junto a Picasso y Miró. Sin embargo, esta omnipresencia de Botero en todos los museos y calles del país contrasta con lo poco que la gente en general sabe sobre él y sobre su obra.
Para profundizar
Pocos colombianos saben que hace 49 años, Botero pudo no haberse convertido en el artista plástico más universal de Colombia. El 19 de abril de 1974, un camión perdió el control bajo la lluvia que caía sobre la carretera que va de Sevilla a Córdoba, en España, y estrelló el carro en el que estaba el pintor, Cecilia Zambrano –su segunda esposa– y sus hijos. Uno de ellos, Pedrito, que tenía cuatro años, murió en el accidente. Botero estuvo con las manos vendadas varios meses, perdió una falange, y cuando se las retiraron lo primero que hizo fue hacer el famoso retrato de Pedrito sobre un caballo de madera, en su concepto su mejor obra, que hoy puede verse exhibida en el Museo de Antioquia.
Pocos colombianos saben que pasaba la mayoría del tiempo entre París, Pietrasanta, Nueva York, un hotel en el Pacífico mexicano, un yate en el Mediterráneo –que les regaló a sus hijos y que ellos luego tuvieron que vender, por los altos costos de mantenimiento– y un estudio que el príncipe Rainiero dispuso para él en Mónaco, ciudad donde falleció este viernes, 15 de septiembre, a los 91 años de edad, por complicaciones pulmonares. También tenía un apartamento en el barrio Rosales, en Bogotá, escoltado por policías para su seguridad personal.
Para profundizar
Pocos colombianos saben que sus esculturas "sufren un constante e incesante acoso sexual. En Nueva York, Medellín o en Cartagena. El pene de su Adán, en el Time Warner Center, está desgastado y agotado. Los pezones de su exuberante doncella de Cartagena están condenados a soportar las caricias de todos los turistas que llegan a la ciudad. En Medellín –como escribió Ana Piedad Jaramillo, directora del Museo de Antioquia– su Soldado romano 'es objeto de una extraña devoción… los turistas se toman fotos tocando el minúsculo falo para encontrar el amor eterno o para aumentar la virilidad', escribió Fernando Gómez Echeverry, editor de cultura de El Tiempo.
Pocos colombianos saben que su papá, David Botero, murió cuando el pintor tenía cinco años; que su mamá, Flora Ángulo, sacó adelante a la familia siendo costurera; que él mismo se pagaba un internado en Marinilla, Antioquia –de donde lo echaron tiempo después por gritar "godos hijueputas"–, con el dinero que recibía por unas ilustraciones que hacía para el suplemento literario del periódico El Colombiano, pero sus obras han llegado a valer varios millones de dólares y que el yate que le regaló a sus hijos no era el juguete más caro que se compró, sino un Rolls-Royce Phantom V modelo 1962, de ocho pasajeros, igual al que usaba la reina Isabel.
Pocos colombianos saben que hablaba francés, italiano e inglés, y que una vez se le presentó a un coleccionista de arte en Nueva York con la frase "I am a colombian painting" ("yo soy una pintura colombiana"). En esa ciudad vivió penurias económicas, pero allí también la fama y la riqueza tocaron a su puerta: la subdirectora del MoMa en ese momento lo visitó en su estudio y le compró una versión suya de la Mona Lisa. Allí también llegaron unos alemanes que lo catapultarían en los mercados del arte de ese país europeo.
Pocos colombianos saben que, como cuenta el periodista Diego Garzón en uno de los muchos perfiles que ha escrito sobre él, había que hablarle por el oído izquierdo, porque casi no escuchaba por el derecho. Pocos saben también que estuvo en clases de toreo y que empezó en la pintura copiando afiches de corridas de toros, dibujando letreros para establecimientos comerciales en Tolú, Sucre –donde también se dedicó a vender purgantes–, y más adelante caminando los museos de El Prado y Louvre copiando obras de los grandes maestros de la pintura.
Pocos colombianos saben que desayunaba poco y que siempre buscaba almorzar por fuera, menos cuando estaba en Medellín, Bogotá o su casa en Grecia. Tampoco saben que sus restaurantes favoritos eran Harry Cipriani, en Nueva York y Venecia; el Quai des Artistes, en Mónaco, y Lomo de Res, en El Retiro, Antioquia.
Pocos colombianos saben que pensaba que Gabriel García Márquez, el otro gran artista universal de Colombia, no le parecía simpático. "Él me cae pesadísimo. Lo conozco, pero no somos amigos", le dijo alguna vez a Diego Garzón. Pocos también recuerdan que García Márquez lo llamó en 1960 para ilustrar para el periódico El Tiempo el cuento “La siesta del martes”: "yo hice una ilustración loquísima, y a él le gustó mucho, y a El Tiempo también le gustó", dijo en entrevista con Fernando Gómez Echeverry.
Y pocos, poquísimos colombianos saben que puede ser considerado el primer artista Pop Art de la historia, muy por encima de Andy Warhol, porque la inserción de temas populares en su obra ocurrió mucho antes que en las del estadounidense: en 1959, Botero ya había pintado cuadros del ciclista Ramón Hoyos, Teresita la descuartizada y el doctor Matallana. En esas obras ya pintaba "gordos", aunque su primera "gorda" fue Mandolina sobre una silla (1957).
Decir que Botero pintaba gordos es una visión reduccionista de su obra. Es más preciso decir que exaltaba el volumen, algo que él consideraba una manifestación de la sensualidad y una manera de resaltar y embellecer la figura. Esto se entiende aún más cuando se analiza que no sólo pintaba humanos, sino que jugaba con la proporción y la forma de cucharas, naranjas, montañas, moscas, serpientes y árboles, de una "gordura", inmensa, de una "obesidad" descomunal, como su "gordo" legado.