Gozar Leyendo con CAMBIO: 'La maldición literaria'
16 Abril 2024 09:04 pm

Gozar Leyendo con CAMBIO: 'La maldición literaria'

Se ha convertido en regla pensar que el infortunio es indispensables para que fluya la buena literatura y, en general, el quehacer artístico. Este libro analiza los tres elementos constitutivos del infortunio y los examina uno por uno históricamente. Ellos son la melancolía, la pobreza y la persecución.

Por: Darío Jaramillo Agudelo

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Pascal Brissette (Canadá, 1971), el autor de este libro, es profesor en la Universidad de McGill en Montreal. El título completo es La maldición literaria. Del poeta andrajoso al genio desdichado y la traducción estuvo a cargo de Juan Zapata, quien en un breve prefacio comienza por decir que este libro “es ya una obra imprescindible para la historia de la vida intelectual y artística en Occidente”, que “traza la historia de uno de los mitos más fascinantes del imaginario literario occidental, desentrañando sus mecanismos de funcionamiento, sus motivaciones y su impacto en la escena literaria y artística (…). La maldición literaria es analizada aquí como lo que es: una creencia que no solo ha orientado la manera de vivir, ¡y de morir!, de muchos escritores, sino que ha suscitado, a lo largo de su historia, diferentes maneras de señalarse como autor y de asumir su función en la escena literaria”.
El universo de análisis de Brissette está constituido muy preponderantemente por autores franceses, pero Zapata pretende abrir el debate en el “corpus de la literatura hispanoamericana, pues el mito de la maldición literaria traspasa fronteras temporales, lingüísticas, geográficas y culturales para imponerse en otros espacios bastante alejados de las escena parisiense. Basta con volver nuestra mirada a las prácticas y representaciones que han gobernado nuestra producción poética desde el modernismo para ver cómo se designa allí el vasto territorio de bohemios y malditos que se valieron del mito para negociar y legitimar su posición en la escena literaria hispanoamericana”.
Brissette comienza por mostrar una mitología que, desde hace dos siglos y medio, le atribuye a la desdicha un rol preponderante en los procesos de legitimación artística” y definir los límites de su estudio como “una reflexión global e histórica sobre la función que cumple el sufrimiento en los procesos de legitimación cultual y sobre las formas que este adoptó entre 1770 y 1840 para conmover, ser aceptado y volverse retóricamente rentable”. Lo que ocurrió fue que con el éxito de escritores como Voltaire o Diderot, se incrementó el número “de jóvenes educados que entraban en el mundo de las letras con la esperanza de hacer fortuna o de cumplir un papel preponderante en la vasta reforma social del Siglo de las Luces”. Estos aspirantes a celebridad literaria eran demasiados: “El número de puestos ‘respetables’ asociados al clientelismo o al mercado de la edición (bibliotecario, secretario, preceptor, lector, historiador, censor, colaborador en las grandes empresas editoriales, etcétera) era significativamente inferior al número de aspirantes; los ingresos provenientes del sector de la literatura clandestina y de publicaciones ilícitas (libelos, pornografía, filosofía), además de ser precarios, impedían el ascenso social de esos pobres diablos que los practicaban manchando su reputación”.
Entonces, surgió “la necesidad de forjar nuevas representaciones valorizantes de la pobreza autorial para sustraerse a la lógica de menosprecio que pesaba sobre ellos, haciendo del infortunio del escritor, de su pobreza, de su miseria y de su exclusión, las condiciones de acceso a la verdad”. Comienzan a surgir “el culto al poeta agonizante” y “los mecanismos de legitimación a través del fracaso”. Si se retrocede a los autores de la antigüedad o del Renacimiento, ellos no justificaban su reconocimiento en que son infortunados sino que “sacan a relucir su utilidad pública”.
Pero a partir de cierto momento aparece la maldición literaria como mito y entonces el creador es “desdichado (perseguido, melancólico, desamparado, etcétera), por tanto legítimo (sensible, sincero, genial, original, etcétera)”. Explica Brissette:“El mito de la maldición literaria es un dispositivo de valoración trastocado en el sentido en que invierte los signos de fracaso y del éxito social (…). El mito incita a los autores a desplegar frente a los ojos del público las marcas de sus sufrimientos y a sacar de éstos un provecho argumentativo (…). El mito funciona como un mecanismo de compensación que permite a los autores infortunados considerar sus sufrimientos como un signo del destino y como una marca de genio”.
Lo que hace Brissette durante toda la primera parte de su libro es examinar cómo se va consumando evidente la legitimación del infortunio como condición de la calidad literaria y como prueba de la misma. Para eso toma los tres elementos constitutivos del infortunio y los examina uno por uno históricamente. Ellos son la melancolía, la pobreza y la persecución.

La desgracia como prueba y como condición del mérito será creencia generalizada entre el final del siglo XVIII y el inicio del siglo XIX.


Comencemos con la melancolía. Según los tratados de medicina de los humores, que pueden rastrearse desde el siglo IV, el cuerpo humano “está constituido por cuatro ‘humores’ que determinan su naturaleza: la sangre, la bilis amarilla, la bilis negra y la flema”, y “la buena salud depende del equilibrio de las cuatro sustancias”. He aquí lo que sucede cuando se desborda la bilis negra: “la crisis de la melancolía se distingue mediante síntomas como el profundo abatimiento, la misantropía, el miedo y la locura bajo sus formas más terribles, el temperamento melancólico se caracterizaba a través de rasgos como la pusilanimidad, la desconfianza, la pereza, la gravedad o la tristeza (…), pero también se encuentra en el origen de todo aquello que es extraordinario y fuera de lo común, de todos los seres de excepción, atípicos por naturaleza”.
Anota Brissette que “santa Hildegarda sostiene que la bilis negra está directamente relacionada con el pecado original” y cuenta que Marsilio Ficino, médico y pensador florentino del siglo XVI, “atribuye a la naturaleza melancólica el poder de iluminar el espíritu y liberarlo de su prisión corporal para elevarlo a las verdades primeras y esenciales”; y cita a Montaigne: “¿De qué está hecha la locura más sutil, sino de la más sutil sabiduría?”.
Hacia 1778 el médico Samuel Tissot sentencia que los literatos “contravienen las leyes de la economía animal. La soledad a la que se confinan habitualmente es una de las causas externas de su melancolía. No hay que olvidar también el hecho de que su espíritu se encuentra en estado de vigilia y de tensión permanente, mientras que su cuerpo se encuentra en constante reposo, lo cual es contrario a los principios elementales de la higiene, que recomiendan el movimiento del cuerpo y el descanso del espíritu”. De esta manera, “la melancolía está ligada a dos categorías cuyas fronteras son escurridizas: la locura y el genio, sirviendo así de puente entre la grandeza y la decadencia. Hasta el siglo XVIII, ser melancólico es tener en sí la sustancia en la que reside la superioridad humana y, al mismo tiempo, el veneno de la locura que rebaja a los hombres al nivel de las bestias”.
Después de la melancolía sigue la pobreza: “En la segunda mitad del siglo XVIII, otra forma de desgracia comienza a ser considerada como benéfica para el alma y para el intelecto: la pobreza”. Un autor de fines de ese siglo, Mercier, enumera su olimpo de pobres gloriosos: “Homero mendigó. Tasso, Milton y Petrarca conocieron la miseria. Corneille murió pobre. Boulanger erró en los caminos. Jean-Jacques Rousseau murió… ni siquiera me atrevo a decir cómo”. Pero “las categorías menos favorecidas de la población letrada se negaron, por lo menos hasta mediados del siglo XVIII, a hacer de su pobreza real el argumento válido, el garante de sus cualidades morales (la virtud) e intelectuales (el talento)”. Es más, Pietro Aretino reclama: “Dinero es lo que necesitan las musas, no escuálidos agradecimientos y gordas promesas”.

Lo que hace Brissette durante toda la primera parte de su libro es examinar cómo se va consumando evidente la legitimación del infortunio como condición de la calidad literaria y como prueba de la misma.


“De los 378 letrados retenidos por George Huppert en un estudio sobre el estatuto profesional de los intelectuales durante el Renacimiento, la mayoría (178) hacen parte de la alta magistratura y poseen una sólida fortuna, 46 son clérigos con beneficios eclesiásticos, 28 son pedagogos de diversas categorías (…), 26 son médicos, 16 secretarios del rey o de importantes personalidades, 14 artesanos (como impresores o boticarios) y 12 militares. Los 59 intelectuales restantes son individuos sin trabajo o profesión conocida (…). Podemos suponer que un gran número depende de los príncipes y debe, para obtener o conservar cualquier responsabilidad, plegarse al ritual de las reverencias (…) Puede suponerse que es muy difícil abrirse camino en la corte y asegurarse ingresos suficientes (…). Numerosos autores persiguen sin éxito un mecenas y se ven condenados a pasar hambre en el sentido literal y figurado del término (…). Lo que cuenta finalmente es la apreciación del príncipe (…). Así pues, un letrado independiente con dificultad puede abjurar del público conformado por la corte, y mucho menos del rey”.
En el siglo XVII aparecen algunas reivindicaciones de la pobreza. Un autor de la época, Charles Sorel, escribe: “La pobreza siempre ha sido considerada como la madre de las artes; el hambre y la necesidad agudizan el espíritu y lo preparan para bellas invenciones”. Estas reivindicaciones merecen la crítica de Voltaire contra los ‘polizones de la literatura’, porque, según él, “la pobreza también es la causante de las desgracias de los ‘escritores de renombre’, pues se ven expuestos a las calumnias que esos miserables de la pluma, roídos por el negro veneno de la envidia, propagan en sus escritos difamatorios”. Voltaire cita la comunicación que recibió un día: “Señor: encontrándome sin recursos, escribí una obra contra usted, pero si usted acepta darme cien piezas le entregaré fielmente todos los ejemplares”. Por su parte, D’Alembert piensa en la dirección que comienza a imponerse ante el hecho demográfico de que no hay cama pa’ tanta gente: “El emblema de los hombres de letras debería ser: ‘libertad, verdad y pobreza’”. Y así llegamos a Rousseau.

Descendiendo a la vulgaridad de los hechos, es el momento de contar que el santísimo Rousseau depositó a sus cinco hijos en el orfanato. A lo mejor, esta ni fue su disculpa, fue peor, porque deseaba como buen padre que los hijos fueran infortunados y, por lo tanto, virtuosos.


Rousseau, en su santidad autoproclamada, en su soy-el-más-humilde, merece párrafo aparte como uno de los padres fundadores de ese personaje arquetípico que –a principios del siglo XIX– terminará por imponerse casi como norma, cuando no como mito: el escritor desdichado. Oigámoslo, aunque no estemos postrados como él quisiera: “Si el desprendimiento de un corazón al que no le importan ni la gloria, ni la fortuna, ni siquiera la vida, puede hacerlo digno de anunciar la verdad, me atrevo a creerme llamado a esta vocación sublime: es para hacer el bien a los hombres, según mis fuerzas, que me abstengo de recibir algo de ellos y que cuido celosamente mi pobreza y mi independencia”. Después de haber sido aceptado con admiración por todo París, merced a su Discurso sobre las ciencias y las artes, después de ser aceptado por los enciclopedistas, Rousseau “manifiesta su intención de vivir únicamente de su oficio como copista de música, dándoles así la espalda al mecenazgo privado (…). Rousseau se reivindica como fuera de juego y sin precio alguno”. Él es el nuevo Sócrates.
El tríptico se completa. Además de melancólico y pobre, el artista es perseguido. Su loa comienza con los estoicos, que pensaban que “la virtud se ve engrandecida por los ataques de los malvados”. Y dentro de los primeros cristianos, de seguro por la condición que padecían, “el sufrimiento hace parte de los designios de la Providencia divina (…): es una prueba para los hombres honestos y un castigo para los malvados. Ya en el siglo XVIII, su vocero más actuante, Voltaire declara: Mientras que todos los perseguidores se han declarado una guerra mortal, el filósofo oprimido por todos ellos, se contenta con compadecerlos”. A estas alturas, estamos ante “un público formado en la idea de que, en el mundo real y tal como está, el mérito es siempre perseguido”. Se establece la ley, que puede enunciarse en palabras de Diderot: “Por experiencia, la naturaleza condena a aquel a quien ha dotado de genio, así como condena a la desgracia a aquella a quien ha dotado de belleza”. A este respecto, la belleza como causa de las desgracias, Brissette trae a cuento dos novelas de la época, Pamela de Richardson y La religiosa, del propio Diderot.

La desgracuia literaria
Entre 1760 y 1770 “se impone la evidencia de que el hombre de genio no puede ser feliz, siendo la desdicha uno de sus signos distintivos (…). Se consolida la asociación entre el infortunio y el mérito”. La obra canónica se debe, cómo no, a Rousseau, más precisamente a Las confesiones: “la fuente de su infortunio es exterior a él: se encuentra en la incapacidad de los otros para comprenderlo”. Acaso debo detenerme aquí para hacer evidente otro de los grandes parpadeos del Siglo de las Luces, a saber, la canonización de la víctima. Las confesiones es una obra autoapologética por el procedimiento de inculparse para, acto seguido, declararse inocente. Es un proceso “en el que las principales posiciones están ocupadas por el narrador –acusado y acusador– y por Dios, juez último de la confesión”, es decir, el encargado de la ciega absolución. Brissette:  “Cualquiera que, aun sin haber leído mis obras Las confesiones dejan ver el curioso fenómeno de un acusado que devela sus crímenes para luego negarlos y declararse inocente”."Dice Rousseau:  examinando con sus propios ojos mis sentimientos, mi carácter, mis costumbres, mis inclinaciones, mis placeres, mis hábitos, pueda creerme un malvado, es un hombre digno de la horca”. En fin, “la clave que permite comprender la triste ‘historia’ de Jean-Jacques (…) es precisamente esa máxima cultural que afirma que el infortunio es inevitable para las almas de élite (…). La prueba de que Jean-Jacques es virtuoso es precisamente que es infortunado. Descendiendo a la vulgaridad de los hechos, es el momento de contar que el santísimo Rousseau depositó a sus cinco hijos en el orfanato. A lo mejor, esta ni fue su disculpa, fue peor, porque deseaba como buen padre que los hijos fueran infortunados y, por lo tanto, virtuosos.

Brissette dice: “Hugo consigue, por fin, lo que buscaba desde hace veinte años, aquello que su brillante ascensión social le había impedido adquirir y que todo gran hombre debe poseer: el infortunio”.


El asunto se convertirá en una fórmula que aún hoy padecemos: “La nueva religión del infortunio no solo se practica en la plaza pública (…). Solo se sufre voluntariamente cuando se sabe que se es visto sufriendo (o que uno se imagina que es visto sufriendo). El hecho es que Jean-Jacques Rousseau se convirtió en una especie de santo laico, y las visitas a su tumba se generalizaron como un culto sagrado: su figura opaca cualquier otro intento por reivindicar el poder legitimante del infortunio. La desdicha de Rousseau brilla con tanto esplendor ante los ojos de sus fieles –ironiza Brissette– que parece borrar aquellos destinos infortunados de menos envergadura que lo preceden en el Gólgota literario y que le dieron el primer impulso al mito”.
La desgracia como prueba y como condición del mérito será creencia generalizada entre el final del siglo XVIII y el inicio del siglo XIX. Chateaubriand escribe que “la desgracia puede sernos muy útil. Sin ella las facultades amantes de nuestra alma permancerían inactivas”. Pero, para el mismo Chateaubriand, los errores de los filósofos y su actitud de ocupar los primeros lugares en la sociedad y el estado y actuar como fuentes reveladas, en palabras de Brissette, “fueron los culpables de la funesta destrucción de Francia entregada a una asamblea de tiranos que destruyeron, en nombre de la razón, los fundamentos de la paz social (…). Al peligroso entusiasmo del filósofo, a su falsa sensibilidad, a su furia por pensar, generalizar, calcular, comprender y reformar la moral y la sociedad, el poeta, en la óptica contrarrevolucionaria, opone una sensibilidad instintiva, un gusto por las emociones verdaderas, una imaginación alimentada por lo divino, un alma consagrada por completo y lo bello y lo verdadero (…) y no pretende gobernar a los hombres en el poder porque se eleva por encima de las contingencias de lo real”.
¿Qué siguió a esto? Pues, agárrense que viene curva, que “una verdadera armada de rimadores agonizante, que no deja de expirar con la lira en la mano, ocupará el centro de la escena literaria relegando la figura del filósofo perseguido a un segundo plano y así como la filosofía militante del siglo tenía sus propios mártires (Sócrates, Bayle, Descartes), los cantantes del infortunio poético del siglo XIX componen su propia galería de antecesores desdichados, buscando demostrar así que la persecución, la locura y la miseria habían sido siempre el baluarte de los poetas. Homero, Dante, Tasso y Camoëns son los más antiguos”. Es el momento en que se idealiza de tal modo el infortunio que llegan a subir las estadísticas de suicidios en parte por lo que predican los poetas y en parte por el aporte de nombres de la poesía a la lista de suicidas literarios que convocan al público para que sea testigo de su desgracia y se llega a predicar otra gran ‘verdad’: que “la sociedad es la verdadera culpable de los suicidios literarios”.
Cómo llegaría a ser la condición de infortunado tan necesaria para la consagración del poeta, que el poeta más afortunado que ya no necesitaba ninguna consagración más, el poeta que había conseguido todo, Victor Hugo, que según Cocteau, “Victor Hugo era un loco que se creía Victor Hugo”, ya viejo, ya leyenda, por un momento, en unas fotos que hizo su hijo, posa de exiliado, muestra “el infortunio del exiliado, la profundidad de su soledad, la austeridad de su duelo”. Brissette dice: “Hugo consigue, por fin, lo que buscaba desde hace veinte años, aquello que su brillante ascensión social le había impedido adquirir y que todo gran hombre debe poseer: el infortunio”.

Pascal Brissette,
La maldición literaria
Fondo de Cultura Económica y Luna Libros

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