Un ajuste necesario a la política pública en educación superior
21 Mayo 2023

Un ajuste necesario a la política pública en educación superior

Crédito: Universidad de Ibagué

“La crisis del sistema de educación superior se debe a la imposibilidad de responder rápidamente al cambio de época que estamos viviendo. La Ley 30 del 92, que regula el sistema, se diseñó con una cosmovisión propia de hace 30 años, muy distinta a la realidad que estamos viviendo, y que impide que haya innovación. Una reforma estructural debe apuntar al desarrollo pleno de la autonomía universitaria”.

Por: Alfonso Reyes A

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La educación es crucial para el desarrollo económico, clave para disminuir la inequidad y necesaria para el fortalecimiento de la democracia. De allí, la importancia de contar con un sistema educativo que resuelva los problemas de acceso, cobertura, calidad, pertinencia y eficiencia. Estos aspectos han sido recurrentes en los planes de desarrollo de los últimos 30 años. Sin embargo, los indicadores del sector siguen siendo muy inferiores a los de los países de la OCDE. 

Consideremos uno solo de ellos, el de cobertura en educación superior. Colombia tiene un poco más de dos millones de estudiantes que asisten a instituciones públicas o a entidades de educación superior sin ánimo de lucro (mal denominadas “universidades privadas”). Aun cuando las públicas son solo el 28% (de cerca de 300), los estudiantes se distribuyen casi equitativamente entre unas y otras. En otras palabras, Colombia tiene un sistema de educación superior mixto, a diferencia de países europeos en donde es fundamentalmente público. Por esa razón, no es buena idea excluir de las políticas públicas de aumento de cobertura (500 mil nuevos cupos en este gobierno) a las universidades “privadas”.

Esta cobertura del sistema es cercana al 50% (si se incluyen los estudiantes del SENA que agregan un poco más de 500.000), cifra muy baja si nos comparamos con los demás países de la OCDE en los que la cobertura está entre el 80% y el 90%. Si, además, notamos que la deserción en Colombia es cercana al 50%, el problema de cobertura real es aún más preocupante. 

López Pumarejo solía decir que en materia de política pública las prioridades debían formularse en singular, es decir, identificar una sola. Para el caso de la educación superior en Colombia, esta prioridad debe ser la reforma a la Ley 30 del 92 que, con algunas modificaciones y debido a la frustrada “Reforma integral de la Educación Superior” de 2012, continúa siendo el marco normativo vigente.

Universidad de Ibagué
Foto: Universidad de Ibagué

Es prioritario hacer esta reforma porque el sistema educativo opera en un entorno muy volátil. Las universidades responden a un mercado laboral que cambia continuamente. El creciente desarrollo tecnológico modifica sustancialmente los procesos productivos, las formas en que nos relacionamos y la manera en que hacemos todo tipo de transacciones, lo que hace rápidamente obsoleto aquello que aprendimos. La adopción de aplicaciones de inteligencia artificial está volviendo irrelevante un gran número de trabajos repetitivos y el incremento de la virtualidad durante la pandemia abrió nuevas posibilidades de formación. Los jóvenes no ven con buenos ojos tener que esperar tres o más años para ingresar al mercado laboral, mientras asisten a clases que consideran aburridas en una universidad tradicional. No es de extrañar, por lo tanto, la creciente disminución de nuevos estudiantes cada año, un fenómeno que no se debe únicamente a factores demográficos. Finalmente, el conocimiento, que es la materia prima de las instituciones de educación crece y cambia exponencialmente cada día y, además, se encuentra disponible en la Internet. 

Todos estos cambios del entorno (cuya rata de cambio, además, se está acelerando), están haciendo obsoleto el modelo clásico de universidad. Pero para que surjan nuevos modelos, es necesario tener un sistema público que permita que las instituciones se adapten muy rápidamente a estos cambios. Sin embargo, la Ley 30 del 92 se diseñó con una cosmovisión propia de hace 30 años, muy distinta a la realidad que estamos viviendo, y que impide que haya innovación.

Aun cuando la Constitución del 91 estableció la libertad de cátedra y la autonomía universitaria (arts. 27 y 69 respectivamente), ésta ha sido una autonomía restringida o, mejor dicho, acotada a los ámbitos de la regulación interna de las universidades. Pero, en aquellos aspectos que son misionales, como por ejemplo la oferta de nuevos programas académicos, la regulación es extrema. Por cada nuevo programa que desee ofrecer, una universidad necesita que el ministerio de educación otorgue un “registro calificado” (que se expide por siete años). Los requisitos para solicitar este registro, hasta hace unos meses, incluían proveer cerca de 200 evidencias. Afortunadamente, el ministerio derogó este decreto, pero el actual aún exige cerca de 70. Si se tiene en cuenta que todas las instituciones deben solicitar este registro (para crear o renovar un programa), no es de extrañar que el MEN se esté demorando cerca de tres años en responder. A mediados del año pasado había un poco más de 4.000 solicitudes de registros calificados (entre programas de pregrado y de postgrado) que se encontraban represadas. 

En otras palabras, si en una región del país, por efectos de sus dinámicas propias de desarrollo, se desea responder rápidamente a nuevas demandas de servicios y, para ello, se requiere formar nuevos profesionales que no existen, las universidades locales deben esperar hasta tres años para ofrecer los programas que se necesitan. Es decir, cuando obtengan el permiso para ofrecer los nuevos programas, las necesidades seguramente habrán cambiado. En pocas palabras, el sistema nunca será pertinente.

Alfonso Reyes A
Alfonso Reyes A, rector de la Universidad de Ibagué.
​​​​​Foto: Universidad de Ibagué.

Lo anterior sugeriría que el propósito fundamental de la necesaria reforma estructural de la Ley 30 (además de resolver el problema de financiación) debería ser la des-regulación del sistema. En otras palabras, debemos movernos de un sistema cuya gobernanza se basa en la suspicacia, a un sistema que se regula desde la confianza.

Pero la confianza no se declara, se construye, es el resultado de un proceso. Afortunadamente Colombia creó hace cerca de 30 años un sistema de acreditación de alta calidad para las entidades de educación superior. El órgano rector es el Consejo Nacional de Acreditación que es una entidad independiente del gobierno. Este sistema ha permitido distinguir aquellas universidades que han desarrollado mecanismos de auto-regulación que aseguran una excelente calidad de todos los programas académicos que ofrecen, de otras que no lo hacen. Para esas universidades, la vigilancia del ministerio debería ser mínima.    

En síntesis, la reforma a la Ley 30 debería establecer un mecanismo diferencial de regulación. En un extremo estarían las universidades que tengan la más alta acreditación institucional. Ellas estarían en capacidad de diseñar y ofrecer autónomamente nuevos programas (de pregrado y postgrado), de modificar la duración y estructura de estos programas, así como las pedagogías y modalidades de enseñanza, sin ninguna intervención previa del ministerio. Estarían obligadas a reportar el nuevo programa y, con la sola recepción del reporte, recibirían el registro calificado. Por supuesto, el ministerio podría hacer visitas de verificación cuando lo estime conveniente, pero este sería un control posterior. 

En el otro extremo del espectro, estarían las instituciones no acreditadas para las que se aplicarían criterios más estrictos similares a los actuales. Habría un rango intermedio de regulación para aquellas universidades que se encuentren entre los dos extremos. Más que regular el sistema, la nueva Ley debería poner en marcha un mecanismo de aprendizaje institucional para que las universidades que se encuentren en la parte baja del espectro se vayan moviendo hacia el otro extremo. El ministerio (o la superintendencia que se cree) debería vigilar los sistemas de control de estas instituciones para asegurar que aprendan a auto-regularse. Una suerte de control de segundo orden, es decir, un control del control.

El mensaje de fondo es que las universidades de muy buena calidad (públicas o sin ánimo de lucro) deben tener su propia capacidad para responder a los cambios acelerados que estamos viviendo. Es decir, es imprescindible materializar completamente el espíritu de la autonomía universitaria que se plasmó en la Carta del 91. Solo así podríamos aspirar a tener una educación de calidad, pertinente, inclusiva, diversa e innovadora como lo recomendó la UNESCO en el tercer encuentro de universidades, celebrado en mayo del año pasado en Barcelona. 
 

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