Exclusiva de CAMBIO: fragmento del libro Los nombres que olvidamos

Crédito: Yamith Mariño Díaz

11 Agosto 2023 09:08 am

Exclusiva de CAMBIO: fragmento del libro Los nombres que olvidamos

La periodista y editora de género de CAMBIO Maria F. Fitzgerald presenta en exclusiva para suscriptores de CAMBIO fragmento del primer capítulo de su libro: Los nombres que olvidamos. El libro ya está disponible en todas las librerías a nivel nacional.

Por: Maria F. Fitzgerald

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I

 

Suicidios invisibles: 

O las historias de nuestros racismos cotidianos

Empezamos a adentrarnos en la selva. Esa a la que, varias veces, me habían advertido que no entrara. Sin embargo, la seguí. Ella lideraba, cortando la maleza con un machete y pisando el suelo con firmeza, aunque llevara los pies descalzos. A veces caminaba tan rápido, por ese terreno tan empinado y estrecho, que la perdía detrás de alguna de las hojas enormes que nos rodeaban; pero pronto volvía a encontrarla a la distancia, luego de volver a ver su paruma naranja brillante. 

Al principio, nos adentramos las dos. Solas. Nos comunicamos por señas: yo no hablaba lengua embera y ella no hablaba español. Pero eso no detuvo la misión. Ella necesitaba mostrarme algo con urgencia, yo la seguí sin saber qué era pero con la certeza de que era muy importante. Su nombre, traducido al español, es Elia. Tenía, en ese momento, 53 años. Hoy debe tener 55 o 56. Su rostro, de rasgos endurecidos por el sol, de mandíbula marcada y ojos rasgados y pequeños, mantenía una expresión serena, sí, pero desconfiada a la vez. Distante. 

Ella iba despejando un camino que antes ya se había abierto, pero que por no ser transitado, estaba volviendo a cerrarse. Era un camino entre plantas espesas, de hojas grandes y espinas en las ramas que se clavaban a los tobillos. Con cada paso, se levantaba una nube de pequeños insectos, que dejaban puntos rojos en la piel que ardían. Tardaron meses en sanar y dejaron cicatriz. 

Mientras caminábamos, ella señalaba algunas zonas y, después, mientras extendía los dedos de las manos, hacía un sonido de explosión con la boca. Al tiempo, cruzaba las manos en señal de equis, intentando decirme que no pisara allí. No tomó mucho tiempo entender: me señalaba las minas antipersona con las que mantenían a su comunidad confinada desde hacía varios meses y que era, en ese momento, la principal causa de la desnutrición que vivían en su pueblo. 

Porque era una realidad: el confinamiento estaba matando a los más pequeños de hambre, mientras los más grandes a duras penas sobrevivían con los plátanos que crecían en la ladera del río, y los pocos peces que alcanzaban a pescar. 

Los cultivos habían quedado desconectados del pueblo, pues todo el camino que llevaba hasta ellos, estaba repleto de minas. Por el río tampoco se podía transitar, pues las patrullas de los grupos paramilitares prohibían la circulación desde las 4 de la tarde, además de que cobraban una tarifa por navegar. Eso, sumado a la gasolina –que rondaba los 200.000 pesos por galón, dado el trayecto tan largo que debían hacer para llevarla hasta allá–, hacía imposible moverse por el río. 

Imposible moverse por el río a ellos, los emberá dobida, gente cuyas vidas han girado milenariamente alrededor del río. Los embera están constituidos por dos grandes grupos, dependiendo de la región en la que se hayan consolidado. Están los embera eyabida, cuyas vidas giran en torno a la montaña. Se extienden entre la selva y la montaña y así mismo se organizan. 

En el caso de los dobida, no se trata de la montaña, sino del río. Todos los cabildos se organizan alrededor de él. La vida es el río y si este no se puede navegar con libertad, se acaba la comunidad. 

Mientras anduvimos en Tawa, al menos tres patrullas bajaron por el río. Patrullas paramilitares. Eran botes, rápidos y compactos, llenos de hombres uniformados y armados con pistolas que, desde la distancia, no pude reconocer: “Tienen de todo”, me dijo uno de los pocos hombres que hablaba español en la comunidad. “Es la primera vez que vemos hombres tan armados por acá. Nosotros sabemos que la idea que tienen es venir a escalar la minería”, aseguró. 

Él fue el traductor de la mayoría de nuestras conversaciones. Además, era el capitán de la barcaza en la que nos desplazamos por todo el río. Lo hacía con ayuda de su hijo: un adolescente delgado que había pintado las puntas de su pelo de color rubio y que jugaba fútbol como delantero y usando botas de caucho. 

Nuestro traductor y capitán tenía una sola pierna. Tiempo atrás, cuando el frente 57 de las FARC era el encargado de dominar en la zona, él había caído en una de las minas plantadas por ellos. Desde entonces dirigía las barcazas con la ayuda de una muleta hecha en madera a la que le había amarrado una tela en la zona de la axila, para evitar astillarse. 

Desde el nuevo confinamiento, los habitantes de Tawa ya habían logrado detectar las minas más cercanas al cabildo. Por eso conseguían encontrarlas en medio de la maleza. Pero nada era garantía. En cualquier momento, un paso más allá del área conocida significaba activar alguna de las minas, plantadas, esta vez, por la violenta escalada de las Autodefensas Gaitanistas de Colombia (AGC), que venía avanzando por todo el río Atrato, desde Vigía del Fuerte, hasta el alto río Andágueda, o río Uva, como también se conoce, en donde estábamos.

La escalada del grupo armado se recrudeció en mayo de 2021. Desde Antioquia, varias patrullas de paramilitares, pertenecientes al Frente Pablo José Montalvo, empezaron a subir por el río Atrato, apropiándose de todas las poblaciones que encontraban en su camino. Miles de habitantes, en su gran mayoría afrodescendientes e indígenas, habían vuelto a sentir el rigor de la guerra en sus territorios. 

En todas las casas, las pintas señalaban a quién le pertenecía la zona. Tres letras, AGC, marcaban las casas, las lanchas, e incluso, habían sido grabadas con un cuchillo en el lomo de un perro mono de pelo corto. 

Esa escalada había ido consumiendo uno a uno los pueblos de toda la zona. Desde San Isidro, hasta Pogue, todas las comunidades afro ya sabían que debían ceder ante el nuevo orden. No se podían resistir, el despliegue en armas y hombres era, por mucho, superior al de otros grupos –como la Compañía Néstor Tulio Durán del  ELN– que intentaron ganar poder en la zona. 

Desde el Acuerdo de Paz con la extinta guerrilla de las FARC, que se firmó con el gobierno de Juan Manuel Santos en septiembre de 2016 y significó el desarme de miles de personas que se mantuvieron en armas durante más de 60 años, los elenos intentaron avanzar para asegurar el poderío en todo el Alto Andágueda, bajando hasta Quibdó. Para lograrlo, reclutaron a muchos de los jóvenes que vivían en la zona. Todo hombre, o mujer, que tuviera más de 14 años, era llevado. Así me lo contó Rosa, una lideresa afrodescendiente de Pogue, cuyo nombre ha sido cambiado por su protección. 

Porque pasa algo con la guerra: rara vez acaba. Contrario a lo que se esperaba, y debido al muy bajo porcentaje de cumplimiento de los Acuerdos en todo el territorio nacional, otros grupos aprovecharon la porosidad que se había formado en las lógicas del conflicto para entrar a ocupar con agilidad sus espacios. Eso significó el crecimiento de varios grupos como el ELN, además, por supuesto, del regreso a armas de personas que firmaron la paz y al notar que sus vidas continuaban en peligro, decidieron regresar a cargar un fusil para protegerse. 

Para muchos, el monte resultó siendo la única salida, una vez más, para sobrevivir. Hasta hoy, más de 355 excombatientes han sido asesinados. A esto se suma la inmensa desazón que muchos han tenido que enfrentar por los prejuicios, por la falta de comprensión, por la falta de apoyo a sus proyectos productivos, por las promesas incumplidas y la constante réplica de la violencia que sólo sabe multiplicarse. 

Cuando visité a Rosa, el día anterior habían estado en asonada. Justamente, los elenos intentaron llevarse a más muchachos de Pogue. Pero, en ese momento, las patrullas de las AGC habían llegado al pueblo y los habían sacado corriendo. Hubo balacera por varios minutos. Hirieron a tres adultos del municipio. A Rosa casi le disparan en una pierna, pero el proyectil pasó a centímetros y se clavó en el piso de tierra. Me mostró el hoyo: estaba justo en el centro de la sala de su casa. 

“Nosotros sí creímos que las cosas iban a cambiar luego de que se fueran las FARC”, me contó entre susurros porque no se sabía si algún informante podría estar escuchándonos. “Pensamos que iban a entender que por acá necesitamos ayuda porque por fin sentíamos que habían puesto los ojos por acá. Pero no. Hubo tal vez algunos meses de más tranquilidad. Pero usted sabe que el negocio es lo que los llama, entonces no demoraron mucho en venir otros. Ahorita llegaron a los que menos queríamos. Porque los paras siempre son los peores”, decía Rosa. 

Para ese momento, un terigio estaba terminando de tomarse entero su ojo derecho. Sabía que, a ese ritmo, perdería la visión en pocos meses. Pero la falta de dinero, y de servicios en salud, no le permitían contemplar salir de Pogue hasta Bogotá, donde podrían hacerle una intervención para salvar su visión. 

El intenso sol de la zona tampoco ayudaba; ni tampoco el agua del río, que cada día estaba más contaminada. Eso, pese a que el río Atrato fue reconocido por la Corte Constitucional como sujeto de derechos, en el 2016. Su protección es esencial, sobre todo, por la enorme importancia que tiene a nivel socioambiental. 

Desde San Isidro, las aguas cada día se tornaban más oscuras. Llegando a él, el agua era tan turbia que tenía grandes parches negros, que se entremexclaban con las aguas turbulentas que continuaban bajando desde allí hacia el resto de los municipios. 

En San Isidro, que queda a unos 40 minutos de Quibdó en lancha rápida, la minería con dragas había iniciado apenas unos meses atrás. Sin embargo, el agua ya estaba tan contaminada, que a los niños se les llenaba la piel de grandes manchas blancas y marrones. Parecidas a las que vimos en el río cuando subíamos. 

“Las manchas les salieron porque no tenemos otra agua para lavarlos, o para tomar nosotros. Si así se ven por fuera imagínese cómo están por dentro”, me dijo el papá de uno de los niños más afectados por las manchas que ya le cubrían todo el rostro y el torso. En pocos días, se le habían empezado a extender por las piernas también. 

San Isidro es uno de los municipios más pobres de todo el país. Es, además, bastante pequeño. Allí, la mayoría de casas están construidas con escombros y tablones. Justo en el centro del pueblo, hay una pequeña capilla blanca, con bordes azules y amarillos, que ese día nos recibió con campanazos. 

Sonaron 12, al mediodía. Al mismo tiempo, el sol se destapó, recrudeciendo ese calor que sólo ralentizó todos los movimientos y únicamente pudo ser calmado con agua helada y buscando algo de refugio en la sombra de algún árbol. 

Sin embargo, cuando llegamos hasta allí, dos dragas gigantescas estaban justo al frente, donde las lanchas se parqueaban para desembarcar. Ni siquiera el calor que podría descompensar a cualquiera, detenía la búsqueda convulsa de las máquinas que abrían inmensos socavones en el río, y luego la oleada de niños pequeños y mujeres embarazadas que se arrojaban justo debajo de las dragas, buscando en los hoyos que formaban, para sacar unas pocas pepitas de oro y así poder subsistir. 

Esas máquinas son ilegales, por el inmenso daño ambiental que causan –principalmente, por el uso de mercurio que contamina gravemente el agua–. Pero, según los habitantes de la zona, los paras las cuidan para una empresa israelí que tiene presencia en Chocó y que capta ilegalmente el mineral en esa zona, para no reportarlo en sus ganancias totales. Además, porque allí no les dieron licencia para funcionar. 

Entre risas, un profesor del pueblo contaba que, para presentar resultados en la lucha contra la minería ilegal, las autoridades fingen explotar las dragas para captarlo en video. Ese es el que mueven por la prensa y en las redes sociales. Pero, justo el día anterior, avisan a los grupos que las controlan para que saquen las maquinarias internas –que son la parte realmente valiosa–, y dejen el cascarón. Eso, al final, es lo que alimenta el espectáculo. 

Estas son estructuras grandes, pesadas, con una especie de casa incrustada en la parte de arriba, y por debajo tienen un inmenso brazo mecánico hecho de metal, por lo general oxidado cuando son ilegales, que se encarga de remover las aguas y la tierra, recoger el producto del fondo del río y, ahí sí, filtrar esa greda para encontrar los rastros de oro. 

Apenas 3 meses atrás habían aparecido las dragas. O dragones, como también los llaman. Tal vez dragones sea un nombre que hace más justicia a lo que hacen: por un lado, el ruido estrepitoso que causan recuerda a cómo nos hemos imaginado que sonaría un dragón. Por otro lado, dejan a su paso la destrucción que nos hemos imaginado que dejaría un dragón. Sólo que, acá, nada es imaginario.  

De ahí, hacia arriba, el río todavía resistía. 

Las aguas, a medida que nos adentrábamos en la selva, se iban aclarando. Hasta Pogue navegamos en lancha rápida. Fueron 8 horas de recorrido, a toda velocidad, entre aguas picadas. El recuerdo de las manchas en los rostros de los niños en San Isidro hacían temer que  el agua nos tocara. Porque el río se veía muerto. En todo ese camino no tuvimos aves, tampoco peces, sólo las redes de algunos pescadores artesanales que buscaban sacar algo. 

Ya en Pogue ocurría una división. Este pueblo está encallado en la mitad de dos vertientes del río. Hacia un lado, continúa el recorrido por las comunidades más cercanas a Antioquia, entre ellas, una que trae el recuerdo de una de las masacres más escalofriantes de la historia del país: Bellavista. Pero, tal vez, ese nombre no sea tan recordado como el del municipio: Bojayá. 

La masacre de Bojayá dejó por saldo a más de 80 personas asesinadas, entre las que casi 50 eran menores de edad. Ese día, un dispositivo explosivo cayó en la iglesia central del pueblo, en la que los habitantes de la cabecera municipal se habían refugiado pues un enfrentamiento entre la guerrilla de las FARC y los paramilitares los había acorralado. Algunos de los sobrevivientes perdieron a sus familias enteras aquel día. Personas como Leyner Palacios, que años después, y luego de ser comisionado para la Comisión de la Verdad, tuvo que dejar el país por las amenazas de muerte que empezó a recibir. Todo, por buscar la verdad, no sólo la suya, sino la de todos los actores que estuvieron involucrados en esta, y en la infinidad de masacres que han marcado a Colombia. 

En la Nueva Bellavista, que se construyó años después de la masacre con algunas de las personas que sobrevivieron, y con otras que bajaron de las poblaciones más metidas en la selva, hay un monumento que se encarga de recordar la barbarie. 

Las tumbas en el monumento se extienden, una encima de otra, por una pared de unos 9 metros de largo y 4 de alto. Son tumbas hechas de baldosa gris brillante, marcadas cada una con una cruz negra y el nombre de la persona que fue asesinada aquel día. 

Encima, un yarumo alto le da algo de sombra, bajo la que suelen refugiarse, también, familias enteras de indígenas embera que esperan, frente a una oficina de atención para las víctimas, algún subsidio o un mercado que pueda ayudarles a pasar menos hambre. 

Bajan todos, en grupos conformados por decenas de personas, todas montadas en una lancha de madera delgada y alargada, usualmente cargada también con el equipaje de los viajeros: entre grandes costales llenos de plátanos, hamacas, algo de ropa, loritos y uno que otro perro.  

Ellos llegan desde Nuevo Olivo, Tawa, y todos los pequeños y grandes caseríos embera dobida que suben por todo el río Uva. Una vez pasamos la influencia de la minería, en cada centímetro de agua que recorríamos se iba haciendo más y más evidente que las aguas, los animales y la selva respiraban. Sin el destrozo de las dragas, la vida reaparece. 

Ese río verde cristalino, tan limpio y de aguas tan puras que, desde la superficie, es posible ver con claridad hasta el fondo. Era imposible no sumergir las manos para sentir esa agua helada corriendo entre los dedos. Está, además, lleno de pequeños peces multicolores, que son pescados cuando se asoman a la superficie por el Martín Pescador, un pequeño y ágil pájaro de plumas azules en el lomo y naranjas en el pecho. En los bordes, las babillas descansan y toman el sol y evitan las corrientes que se arrecian por las grandes rocas que invaden el río en su centro. 

Transitar ese río, en una barcaza angosta construida en madera, significaba sentir el toque de cada roca en todo el cuerpo. Por momentos, el río era benevolente y permitía una corriente calmada, que iba arrullando con una delicadeza que, sumada a una brisa suave, lograba adormecer por momentos; pero justo cuando el sueño iba ganando, luego de horas de ir sentados y días de dormir y comer mal, llegaba alguna corriente rápida que hacía que la fe se reestableciera y quienes estábamos adentro empezáramos a pensar en oraciones, para pedir que la barcaza se mantuviera firme y que alguna de las rocas no terminara por hundirla. 

No fue suficiente. En una de las corrientes más fuertes, la barcaza quedó encallada entre dos rocas grandes que terminaron por abrirle un hueco al fondo. Sin embargo, el capitán de la barcaza se acercó rápido a la orilla del río y, con una cáscara de plátano, creó un tapón que nos permitió llegar hasta nuestro destino, justo cuando ya se acercaba la hora en la que el toque de queda iniciaba. 

Durante el día, se siente el ruido de las aves que pasan sobrevolando por el río y perdiéndose entre la selva. Los rincones se llenan de grandes arañas, algunas negras y llenas de pequeños vellos, otras extrañamente calvas y con patas largas y delgadas. Caminan entre las rendijas de las casas construidas con madera, que se sostienen sobre 4 postes altos y son finalizadas con techos de paja amarrada en bloques. 

En las noches, el silencio se llena con los gritos de los monos aulladores que, con un arrullo constante, recuerdan el murmullo de cientos de voces unidas en oración. Casi como si rezaran a ese cielo que, por más que se le buscara, no tenía un solo espacio sin estrella. 

Fue en una noche como esas que el hijo de Elia decidió entrar a la selva, caminar en medio de las minas, adentrarse en la maleza, abriendo a machete un camino que se había cerrado por falta de uso, cortar una manga de su camiseta, colgarla en un árbol y, finalmente, suicidarse. Quienes lo vieron por última vez aseguraron que parecía llevado por algún tipo de trance. Nadie lo pudo detener. Aunque él ya había anunciado lo que haría. 

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