Exclusiva de CAMBIO: capítulo del libro sobre la historia de la espada de Bolívar
El nuevo libro de Patricia Lara es un gran reportaje que comienza en el momento en que el M-19 se roba la espada del Libertador, el 17 de enero de 1974, hasta la posesión del presidente Gustavo Petro, quien fuera miembro de esa guerrilla. CAMBIO publica en exclusiva el capítulo V del libro.
Por: Patricia Lara Salive
Adentro, un estropicio de vidrios interrumpió el silencio que invadía la Quinta de Bolívar de Bogotá a las cinco de la tarde de ese 17 de enero de 1974, cuando ya no quedaban visitantes y el personal del museo hacía las cuentas de la jornada.
Álvaro Fayad, el tercer hombre del Movimiento 19 de Abril, M-19 –que salía a la luz ese día–, y el Mono Pedro, provistos de una varilla terminada en forma de pata de cabra, habían roto el candado y la cerradura del cuarto donde dormían Bolívar y Manuelita, y atravesado la habitación hasta que llegaron a la salita contigua, donde estaba la urna de vidrio que contenía la espada, los estribos y los espolines del Libertador.
Fayad se detuvo frente a la urna, se arregló los guantes de caucho blanco, tomó la varilla con las dos manos y la dejó caer sobre el cristal. “En el silencio del salón, asustaba el ruido de los cristales al romperse”, relató en el libro Siembra vientos y recogerás tempestades. “Tuve que romperlos otra vez: por encima no cupo la espada. La saqué por un lado... La espada de Bolívar era pequeña... La empuñadura era dorada. Estaba desenvainada. La vaina se veía envejecida. (Su espada ya era nuestra) (...) Cogimos los espolines del Libertador. También estaban en la urna. Eran dorados, pequeños... Uno estaba roto. Ello aseguraba que eran los legítimos. Se los entregué al Mono Pedro (...)
Regresamos nuevamente a la alcoba. Con cuidado, sobre la cama de Bolívar y Manuelita, dejamos las proclamas”.
“De pronto apareció el Turco”, relata María Eugenia Vásquez en su libro. “Lo vi meter la espada por el cuello de su maxi ruana. Caminó hacia el carro que lo esperaba. Los otros abandonaron el sitio detrás de él, unos a pie y otros en un segundo carro. Un grupo nos entregó las armas cortas. Esperamos a que todos se retiraran y emprendimos el descenso con gran alivio. Una radiopatrulla subía, y el compañero que venía a mi lado se sobresaltó.
—Tranquilo. No es con nosotros.
“Las dos mujeres lo tomamos del brazo y continuamos caminando despacio, haciéndonos los que conversábamos animadamente”, agrega María Eugenia Vásquez. “Mi corazón latía desde la garganta queriéndose salir por la boca. Ya me imaginaba arrancando la argolla de la granada con los dientes, como en las películas, y corriendo calle abajo... La radiopatrulla siguió de largo. Tomé un bus en Germania. Las armas que llevaba en el bolso sonaban con el vaivén del bus; por fortuna el chofer escuchaba rancheras a buen volumen. Eran como las seis y media, el tráfico estaba pesado. A eso de las siete, a mitad de camino, la radio interrumpió su emisión musical para informar que un grupo autodenominado Movimiento 19 de Abril, M-19, acababa de robarse la espada del Libertador Simón Bolívar (...) Cuando entré en la casa ya había caído la noche. Saludé en voz alta, guardé los fierros en el clóset y cargué a mi hijo, lo apreté fuerte contra mi pecho. Cerré los ojos, la emoción me daba ganas de llorar. Se oían las noticias, Ramiro estaba pegado a la radio.
—¿Vos estuviste en eso?
—¿Yo? No, qué va. Vengo de la universidad—, él ni me miró. Yo estaba feliz”.
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“Al salir de la Quinta”, cuenta Fayad en Siembra vientos, “de afán, con la espada de Bolívar bajo la ruana y con los espolines entre una mochila de fique, nos montamos en el Renault 6 que nos aguardaba a la salida (...) Como ya oscurecía, intentamos encenderle las luces. Hacíamos funcionar los limpiaparabrisas. Los deteníamos. Hacíamos saltar el agua sobre los vidrios. Pitábamos... Movíamos todas las palanquitas, y las luces no prendían... Por eso una de las primeras tareas que nos pusimos en la organización fue la de aprender a manejar. Solo Pablo (Bateman) y dos o tres más, sabían hacerlo entonces... Sin luces, casi de noche, corriendo el riesgo de que nos detuviera la policía de tránsito, atravesamos Bogotá. Dejamos la espada en un lugar seguro”.
Carlos Sánchez me contó que, como el carro estaba varado y no prendía, unos tipos que descendieron desde Monserrate lo ayudaron a desvararse. Pero el automóvil no tenía nada...
—Eran los nervios— dijo, y agregó: —Yo pensé que los tipos eran del combo de Álvaro. Y Álvaro creyó que eran de mi grupo. El caso es que nadie sabía quiénes eran... Parecían policías, rapados, altísimos... O de pronto eran basquetbolistas...
—¿Y la espada de Bolívar dónde estaba?—, le pregunté. —Álvaro, que iba atrás, la llevaba debajo del sarape. Finalmente, Carlos Sánchez logró arrancar el carro en el que iban el Mono Pedro, la amiga francesa y Álvaro Fayad con la espada, los estribos y los espolines del Libertador, esas espuelas fijas que se ponen en el tacón de las botas de montar. Al pasar por la calle 19 con carrera quinta, vieron a Bateman tomando cerveza y comiendo fritanga en un quiosco.
—¡Miren a ese marica piqueteando!—, exclamó Fayad.
Bateman se había situado en ese lugar para observarlos cuando bajaran y así chequear que el operativo hubiera salido bien. Ellos no se detuvieron. Sánchez se devolvió por la carrera quinta y dejó al Mono Pedro en la calle 17 con carrera 10. Debía llegar a tiempo a una oficina de esa zona, donde trabajaba y tenía que marcar tarjeta.
Fayad se quedó en la carrera quinta con calle 30. “Siga por ahí que ahora lo recojo”, le dijo Sánchez, quien continuó en el carro con la espada y la francesa. Entonces, llegó a la calle 26 con carrera quinta, cerca de la casa de Ernesto Sendoya, quien era estudiante de ingeniería de la Universidad Distrital. La francesa envolvió la espada con el sarape que había dejado Fayad, introdujo en una mochila los estribos y los espolines, descendió del carro, entró a la casa de Sendoya, y se los entregó con la espada del Libertador.
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Luego de dejar a su amiga con la espada en casa de Sendoya, Carlos Sánchez continuó por la carrera quinta, recogió a Fayad en la calle 32, a la altura del Colegio de San Bartolomé La Merced, y siguió hacia el norte, donde debían entregar el carro y las armas.
“Al frente de las instalaciones militares de caballería”, relató Fayad en Siembra vientos, “entre un carro, nos esperaban Pablo (Bateman), Iván y otros compañeros. Solo disponíamos de las armas que utilizamos para recuperar la espada, y ellos tenían que tomarse inmediatamente el Concejo de Bogotá.
—Qui’hubo—, preguntó Pablo.
—Bien—, contestamos nosotros.
—¡Pásenlas! Vamos para la otra—, dijo él.
A eso de las siete de la noche, llegaron al Concejo de Bogotá.
Se bajaron del carro... Gustavo Arias, Boris, disfrazado de mayor del Ejército, les dijo a los guardias que habían dado un golpe militar. Entonces los policías comenzaron a obedecer órdenes inmediatamente... Entraron al recinto. Dejaron la proclama:
‘El Concejo del Común decide: congelamiento de arriendos... Aumento de salarios...’.
Antes de salir, con aerosol negro, embadurnaron de letreros las paredes:
‘Con el pueblo, con las armas, con María Eugenia al poder. Movimiento 19 de Abril, M-19’”.
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Después, cuando Carlos Sánchez ya iba de regreso a su casa, lo requisaron. Y él les preguntó a los policías qué pasaba.
—Es que unos tipos asaltaron la Quinta de Bolívar—, le contestaron.
—¿Y Bolívar estaba?—, bromeó él. Lo dejaron ir...
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Relata Darío Villamizar en su libro que esa noche, cuando Bateman iba ya de regreso a su casa, “se percató de que no tenía los papeles del vehículo alquilado. Regresó al apartamento donde se encontraba la espada (...) En el camino vio que había retenes móviles de la Policía y el Ejército. Recuperó los documentos y decidió dejar allí su pistola; cuando quiso abrir el carro se dio cuenta de que las llaves las había dejado puestas en el encendido. Intentó abrirlo por una de las ventanas, y cuando estaba en esas le cayó una patrulla del F-2. Lo requisaron y lo interrogaron. Les dio las explicaciones del caso y, en ese momento, bajó Ernesto, uno de sus compañeros, y corroboró que acababa de salir de su casa. No pasó más”.
Fayad continuó su camino... Comenzada la noche, llegó a un apartamento construido dentro de una casa situada en la calle 118 con carrera 9, donde vivían Jaime Bateman y su compañera, Esmeralda Vargas, muy amiga de Fayad: los unía la afición por la literatura.
“Ese noche la emoción fue muy grande”, me dijo Esmeralda. “Cuando llegaron a la casa Pablo y Álvaro, ya todo se había hecho. Y todo había salido muy bien: no había habido tiros, nada, la recuperación de la espada, la toma del Concejo...”.
La noticia se había publicado en las principales emisoras y noticieros. Bateman, Fayad y Esmeralda se sentaron a ver, a las nueve de la noche, “TV Sucesos RCN”. “La información fue amplia, estaban felices y también impactados por los efectos publicitarios de los anuncios”.
“Esa noche no sé dónde durmió la espada”, me dijo Esmeralda.
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La noche del 17 de enero de 1974 la espada durmió en casa de Ernesto Sendoya y duró allá unos diez o quince días más.
Pero al día siguiente, por supuesto, Bateman se presentó donde Sendoya a mirar y a tocar la espada del Libertador. “Se la pasaron, la desenvainó, la miró, y entre asombrado y molesto les dijo: ¡No joda! Miren cómo han tenido esta espada. Toda oxidada (...) Es como pa’ fusilarlos. Y se puso a limpiarla con pomada Brasso hasta que quedó reluciente”.
Días después, en el apartamento de Sendoya, y con su ayuda, Carlos Sánchez tomó la foto en la que aparece la espada de los espolines y un mapa de Latinoamérica. Le dio la fotografía a Bateman. Y casi un mes después, el 15 de febrero de 1974, esa foto se publicó en la primera edición de la revista Alternativa, bajo el título ‘¿Y de la espada qué?’
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Bateman quería que la espada de Bolívar estuviera en un lugar absolutamente seguro. Entonces buscó a Argemiro Plaza, un economista con estudios de ingeniería sanitaria, aficionado al ajedrez y, según me contó él, le dijo: “Te voy a dar a guardar algo muy importante; no puede caer, hermano, no puede caer... Debes buscar un sitio muy seguro”.
“Nos fuimos en un jeep Willis amarillo, largo, el Flaco y yo”, me contó Argemiro. “Yo iba manejando. Y cerca a la Tadeo me dijo: “Espérame aquí”. Atravesó la 26, donde entonces había unas casas de invasión. Después llegó con una sábana envuelta. Ahí escondía la espada, la vaina, los estribos y los espolines. “¿A dónde vamos?”, me preguntó. A la casa del poeta, le respondí. Yo había consultado con Boris de Greiff, el ajedrecista, hijo del maestro León, si estaba dispuesto a guardar la espada de Bolívar en casa de su padre. De inmediato me respondió: “Listo, ¡bienvenida!”.
—Tener la espada en las manos, empuñarla, verla, tocarla, en cierta forma nos hacía grandes—, dijo Argemiro. —Yo era un joven de 22 o 23 años y eso me daba una fortaleza impresionante. Me sentía casi invencible, me daba un poder que no sabía de dónde salía pero que existía. Y realmente tener la espada nos permitía ser muy imaginativos, muy audaces, tener la alegría, la fuerza y la fortaleza para soportar cualquier contingencia y resolver cualquier situación. Y el Flaco también transmitía eso. Y creo que él también sentía lo mismo. Porque no había dificultad que se nos planteara que no pudiéramos superarla entre todos, con imaginación, con ideas, con audacia. No teníamos dinero, ni infraestructura, ni armas... Pero teníamos como esa capacidad de resolver las situaciones... Había un poco de fetiche, era un poco místico, si se quiere... Pero era muy efectivo. Yo nunca había creído que la espada pudiera desatar todas esas pasiones. En eso hay que reconocer la audacia del Flaco y la trascendencia de su creencia en lo simbólico. Eso nos marcó. Y nos dio la capacidad de convertir las derrotas en victorias: “La espada de Bolívar vale más que cien mil fusiles”, había dicho Bateman.