Las memorias carrangueras de Jorge Velosa

Crédito: Cortesía

14 Abril 2024

Las memorias carrangueras de Jorge Velosa

¿Apareció alguna vez la cucharita? ¿Cómo se conocieron Julia y el dueño del camión? ¿Cómo surgieron Los Carrangueros de Ráquira? La editorial Monigote lanza un libro que el maestro Velosa califica como sus memorias musicales. CAMBIO publica, como antesala de la FILBo, tres historias de esta obra que será novedad en la feria.

Por: Germán Izquierdo

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Vereda de Quicagota. Finales de los años 70.  A orillas de la laguna de Fúquene, un joven de 28 años piensa. Compone. Las palabras son esquivas. Unas se esfuman y otras se esconden. De a poco, con la paciencia de quien conoce los tiempos del campo, la siembra y la cosecha, las palabras van asomándose en su mente, como recién descubiertas en un juego de escondidas, para sumarse a una fiesta que va creciendo, la del verso que se vuelve copla y la copla que se convierte en un poema que fluye sin tropiezos, como la larga trenza de una campesina. Y así, echando cabeza y pastoreando frases, Jorge Velosa Ruiz, un raquireño por entonces aún desconocido, compone La Florecita, quizás su primera canción carranguera:

A esa mujer yo no sé qué le pasa, si es que no entiende, o no quiere entender, 
que cuando un hombre, un hombre se enamora, 
del mismo amor se puede enloquecer.

Mujer que llevas el nombre de las flores,
deja siquiera que te cuente mi pena, tal vez con eso descanse esta congoja 
y mi cariño por fin tú lo comprendas.

Velosa había escrito coplas y poemas, pero siempre, por instinto, les buscó a las palabras una melodía. “Tenía ese pálpito, que conservo, de que si yo cantaba eso que escribía, por alguna circunstancia, el poema cogía más viaje”, dice el maestro. Y así fue. Con las canciones La Florecita y otra llamada el Carranguero, Velosa y su conjunto, bautizado improvisadamente Los hermanos Rodríguez, participaron en 1979 de la competición radial Guitarra de Plata Campesina, que se hacía en Chiquinquirá para celebrar el cumpleaños de Radio Furatena. Su presentación en la emisora fue tan exitosa, que los declararon fuera de concurso. 

Los integrantes de ese conjunto eran los mismos con quienes Velosa había armado un grupo de músicas campesinas en la Universidad Nacional. Entre ellos se contaba Javier Moreno, el gran requintista que, con Velosa, marcó un sonido que originó un género: la carranga. En esos días de universidad, cuando el maestro estudiaba veterinaria, desempolvaron guabinas, merengues, torbellinos y otros ritmos folclóricos a los que agregaban letras de contenido social para hacer canciones, entre las que se cuenta una célebre: La lora proletaria. En palabras de Velosa, “Yo sentía que lo que uno debía hacer, debería ir más allá de lo de siempre en la Nacional: pedrea entre la 45 y la 26, y se acabó la joda. Nosotros, desde la música, nos proyectábamos a otros barrios, a otros pueblos, con el pregón social pero a la vez con el rescate folclórico”.

Foto Jorge Veloza

Rescatar el pasado, ponerlo a brillar y vestirlo de presente es lo que ha hecho Jorge Velosa desde siempre. Luego de destacar en el concurso en Chiquinquirá, el maestro advirtió el poder que tenía la radio para amplificar los mensajes más que cualquier otro medio de la época. “Me dije —cuenta— que tener un programa, es como hacer cien funciones en distintos pueblos al mismo tiempo”. Sin mucho pensarlo, le propuso al director de la emisora radio Furatena que le abriera un espacio y a él y su conjunto musical para echar, coplas,  poemas, trabalenguas, y sobre todo, tocar canciones. Al director le sonó. En tan solo ocho días, el grupo pasó a llamarse los Carrangueros del ritmo, que se transformó, en medio de un juego de erres y sonoridades, en el grupo que puso de moda la carranga: Los carrangueros de Ráquira. Y así empezó una leyenda.

El programa, llamado Canta el pueblo, era el más popular de la emisora. En todos los pueblos lo esperaban con ansias cada sábado. Mientras tanto, el repertorio musical de los Carrangueros se fue quedando corto. El público quería más y era necesario hacer más música. Así lo explica Velosa: “En cuatro programas se nos acabaron las canciones. Entonces ese animalito de programa quedaba con hambre y entonces había que componer. Yo empiezo a hacerlo sobre cotidianidades: que se muere una vaca de mi mamá y hago La Pirinola, el señor con el camión y la llanta pisada donde trabajaba la Julia, Julia, Julia…”. Velosa se convierte en un pintor de costumbres. En sus palabras, en un “cronista carranguero”. 

Así, con ojo de cronista y corazón de coplero, Velosa empezó a hacer un repertorio de composiciones que celebran al campo, los animales, la naturaleza y los campesinos. En un bello poema, da cuenta del proceso de crear poemas y canciones: “Yo simplemente froté un chorote, no la lámpara de Aladino pero sí un chorote raquireño, y del chorote salieron los cantos de mis mayores, de mis hermanos, de mis paisanos”.

Además de frotar ese chorote raquireño, el maestro recurrió a los recuerdos.  A esas noches, cuando de niño se quedaba hasta tarde escuchando los cuentos y las coplas que echaban los jornaleros que pernoctaban en la finca. Tan buenas eran las historias que contaban que, según, Velosa, a uno se le olvidaba que era de noche. Como narra en el texto de presentación de su libro: “Llegué al canto para espantar los espantos de mis noches veredales infantiles, cuando por quedarme oyendo las historias y las coplas de la obrerada en la casa del campo, se me hacía tarde para regresar a dormir a la casa del pueblo; entonces, enfrentaba las sombras del camino con algunas de las coplas y tonadas que sabía de oídas, y otras que me inventaba”. 

En la casa de Velosa, la coplera de memoria prodigiosa era su madre, Emma. Mientras que su padre, Jorge con él era el del verbo. Emma aparece en una bella canción de Velosa llamada Flor de papel, como se conoce también ese bejuco que la mayoría conoce como manto de María:

Con mi florido regalo llegué a donde doña Emma, 
y cuál sería mi sorpresa que, al ir a desempacar, 
en medio de cuatro rosas y abrazada de un clavel, 
el jardinero había puesto aquella flor de papel.

Aquella canción que compuso a orilla de la laguna de Fúquene se convirtió en un repertorio que se multiplicó por cientos. Hoy el catálogo musical de Jorge Velosa sobrepasa las 300 canciones. La gran mayoría, repartidas en sus 20 producciones discográficas. Este año, por primera vez, como una suerte de memorias carrangueras, el maestro publica, con el sello de la editorial Monigote, el libro Historiando mi cantar, un viaje por la carranga. En la obra, de 432 páginas, Velosa cuenta las historias detrás de más de 140 canciones como La Cucharita, Las diabluras, La china que yo tenía, El rey pobre, La gallina mellicera, entre muchas otras. Cada una da cuenta de personajes, momentos, lugares, anécdotas que el maestro convirtió en canciones para perpetuarlas en el tiempo. El libro recoge más de 45 años de trabajo del maestro Velosa reivindicando al campo y a los campesinos. Como él mismo recita, cargado de emoción: 

¡Que vivan los campesinos y que los dejen vivir, 
que el campo sin campesinos, existe sin existir!

Como antesala a la FiILBo, CAMBIO publica tres historias, de tres canciones, La Pirinola, Julia, Julia, Julia y El rey pobre, que figuran en el libro,  una de las novedades de la editorial Monigote en la feria. 

La Pirinola 

En el campo, a todo animal casero se le pone un nombre o un apodo a partir de algún detalle, como el color, un defecto, el tamaño, la procedencia, las hazañas, las desventuras, las capacidades, las mañas, el caminado o por el simple antojo de usar una palabrita que exprese lo que el animal le inspira a su dueño. 

La Espaletada, la del Convento, la Chácara, la Fortuna, la Pirinola, la Guayaba, la Brincos parecen nombres artísticos de una comedia para mayores, pero no; esos fueron algunos de los nombres de las vacas que tuvo doña Emma, mi mama, en sus largos años de independencia finquera.

La Candelaria no es el nombre de otra vaca, sino el de una vereda de mi pueblo donde hace muchos años se asentaron los curas agustinos recoletos que fundaron un hermoso convento, hoy patrimonio nacional, y establecieron una recia ganadería, cuya semilla solo compartían con los feligreses cercanos a su ideología política.

Foto Jorge Veloza 2

Mi taita, por supuesto, no clasificaba a tal beneficio, pero mi mama, siempre visionaria, le tenía mucha gana a esa semilla de ganado y le dijo un día que si no se conseguía un pie de cría de allá, se olvidara de que ella existía. Ante semejante condición, mi taita entró en receso ideológico por 48 horas, le sacó prestados el novenario y el escapulario a mi abuelo Leoncio, fue a la iglesia de La Candelaria, pagó tres misas y hasta se confesó. Tan arrepentido se mostraría, que logró que le vendieran una vaca, aunque fuera de desecho, y con ella llegó a la casa un lunes al mediodía. 

Tan pronto la vio, mi mama la llamó la del Convento y tuvo el presentimiento de que estaba preñada. Efectivamente, a los pocos días la vaquita empezó a mostrar tripa y ubre; y semanas después, parto a la vista. Mi mama no cabía entre los chiros de la dicha, cuando se percató de que la cría no solo ya estaba dando volteretas alrededor de la vaca, sino que había sido una ternerita y ahí mismo la bautizó la Pirinola. 

La ternerita pronto se hizo novilla, y que ya entró en calor, y que le pongan el toro, y que sí quedó preñada, y que ya tenemos a la Pirinola parida, 61 y con la ubre como un tonel, y eso que de primera cría. Mi mama nos decía que la Pirinola solita daba una porada (chorote grande de barro) de leche, que era lo que daban las otras tres churrientas y que, de encime, había salido tetiblandirritica. 

Pero, desde que fue destetada, a la Pirinola le dio por no respetar cercas ni maromas, ni cimientos, y esa mañita le vino a costar la vida, porque un día, por desafiar un precipicio para meterse a una huerta de maíz ajena, se malogró en una horqueta. Mi taita, al recibir la noticia, apenas dijo: “Vaca resabiada no olvida el portillo, y el que ama el peligro, en él perece”. A mi mama, en cambio, la noticia le cayó como le caían todas las noticias malas: la lloró y la extrañó, pero también, como siempre, se sobrepuso al infortunio y siguió dándole vida, amor y movimiento a cuanto sus manos y alma tocaban, como lo hacen tantas otras mamas en nuestro país.

Julia, Julia, Julia 

El altiplano cundiboyacense era territorio muisca. Estaba delimitado, a paso largo, por varias lagunas con las que sus habitantes tenían una estrecha relación, pues ellas representaban la esencia de su existir. La laguna de Siecha, por los lados de Guasca; la de Ubaque, en el oriente de Cundinamarca; la de Guatavita, en la sabana de Bogotá; la de Iguaque, a espaldas de Villa de Leyva; la de Samacá, cuando todo el valle del mismo nombre era laguna y se llamaba Camsicá (“valle de la laguna”, en lengua muisca); el lago de Tota, por Guáquira —hoy Aquitania—; y la laguna de Fúquene, espejo de agua entre Cundinamarca y Boyacá. Otras más pequeñas fueron desecadas hace siglos en busca de tesoros; por no hablar de los extensos humedales de Bogotá y la sabana, usurpados más recientemente a la natura para construir urbanizaciones. 

Bordeando la laguna de Fúquene por el lado oriental hay una vía que conecta veredas como Ticha, Miñá, Monroy, Quicagota, San Cayetano y el poblado de San Miguel de Sema. Al borde de esa carretera había varias tiendas como la de doña Luca, atendida por ella y sus hijas.

 Un día cualquiera, a mi tocayo Jorge, camionero de Capellanía, le salió un viaje de arena para San Miguel de Sema. Tan pronto la descargó, emprendió el regreso, pues se le estaba haciendo tarde y andaba corto de luces. El afán le duró hasta que pasó frente a la tienda de doña Luca porque, justo allí y para bien de la música carranguera, se le pinchó una llanta. Como ya estaba oscuro, subió a la tienda para pedir prestada una linterna. Al ver su situación, los que allí estábamos nos ofrecimos a ayudarle. 

Ya desvarado, mi tocayo quiso invitarnos a una cerveza en la tienda y, de paso, devolver la linterna. Fue allí donde conoció a la Julia, quien atendía detrás del mostrador. No le bajó el ojo ni un segundo desde que la vio. Y, qué casualidad, desde ese día el camión se le empezó a varar con inusitada frecuencia siempre a la altura de esa tienda. Fueron muchas las veces en las que mi tocayo le declaró su amor a la Julia de una y mil maneras, hasta que, en unas fiestas de Capellanía, la tendera le dio el tan aguardado sí. 

Casi un año duraron los amores. Él solo quería estar viendo a su vidamía, con lo que cada viaje largo se le convertía en suplicio; los kilómetros se hacían interminables y se le iba el tiempo en amalayar unas alas que lo dejaran ahí mismo donde una tarde la llanta del camión se le volvió chicuca y, por poco, también el corazón. Yo, que entonces me iniciaba como el cronista musical de la región, no hice más que cantar y pregonar a los cuatro vientos lo que mis sentidos percibieron. 

Julia, Julia, Julia también fue estrenada en el programa radial Canta el pueblo.

El rey pobre 

Una mañana, a finales de 2001, iba caminando por un sendero veredal de mi pueblo y, de pronto, un ladrido desafinado llamó mi atención. Atisbé a mi alrededor y lo que vi fue un ranchito con un patio sencillo, un par de gallinas, un burrito bregando a desmochar unas pajas, un paisano afilando su herramienta de trabajo en una piedra de amolar y la señora de la casa, que alistaba a sus dos criaturos para mandarlos a la escuela. Los saludé, nos cruzamos algunas palabras afectuosas y seguí mi camino. 

Por la tarde volví a pasar por la misma casa y vi que el paisano, con su medio sombrero bien calado, descansaba en el patio recostado en el cabo de su azadón. El sol de los venados proyectaba su sombra en la pared del rancho y me mostró la silueta de un rey: el cabo del azadón era como un cetro y el medio sombrero semejaba una corona. Algo pasó en mis adentros, porque justo en ese momento recordé que, ese día, el rey de España, su señora reina y su séquito estaban de visita en Cartagena, invitados por el mayordomo de turno a un evento especial de la finca, a la que 500 años antes le habían puesto en el pecho una cruz, una espada y un arcabuz. 

Y yo seguí caminando, garabateando y tarareando los versos que manaban de aquel contraste de reinos, en homenaje a ese campesino, en cuya sombra vi un rey, un rey pobre y sencillo, trabajador, digno y sufrido como el que más.

SOBERNAL: El verso Los sueños sueños son es un pequeño tributo a Pedro Calderón de la Barca.

¿Cómo conseguir el libro?

El lanzamiento tendrá lugar el sábado 20 de abril a las 2 pm en la sala José Asuncion Silva, de Corferias, donde el maestro Velosa estará hablando sobre la obra con el presentador Santiago Rivas. Firma de libros a las 3 pm.

El libro está disponible en www.editorialmonigote.com y en FILBO, en el stand 1826 del pabellón 17.

 

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