Los peligros del invicto de Néstor Lorenzo

Néstor Lorenzo, entrenador de la Selección Colombia.

Crédito: IG @fcfseleccioncol

20 Junio 2024

Los peligros del invicto de Néstor Lorenzo

Desde que el argentino asumió como director técnico de Colombia, el equipo está invicto. Con el 3-0 a Bolivia en el más reciente amistoso antes de la Copa América, completó 20 partidos sin perder. Sin embargo, el invicto esconde un gran peligro marcado por las viejas sombras del pasado.

Por: Juan Francisco García

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Bajo la dirección de Néstor Lorenzo, hasta ahora le hemos ganado a Alemania, Brasil, España, México –remontando un 2 a 0 en contra–, goleamos a Bolivia, vapuleamos a Estados Unidos, nos sacamos chispas con la frenética Uruguay del Loco Bielsa, mantuvimos la paternidad sobre Japón, nos hicimos respetar de Guatemala, le dimos de probar lo nuestro a la durísima Rumania, y a Venezuela, Paraguay e Irak. 

El invicto que ostentamos, del que habla todo el mundo, incluido Messi, ha sido universal; contra equipos de todos los continentes y en todos los idiomas. Contra grandes, medianos y chicos. De locales y visitantes. Invicto cabal, pues, del que merecemos cada letra.

Además, con 37 goles a favor, vamos por el mundo con un envidiable promedio de 1,87 goles por partido; mientras que con 15 goles en contra –0, 75 por partido– nos reconocen como un equipo de defensa férrea. Es decir que, en combo, traemos bajo el brazo creatividad, consistencia y gol, sumados a solidez, orden y brío. 

¡Equipazo! 

Peeeero… El invicto esconde, al menos, dos peligros. Enunciarlos no viene de una pulsión aguafiesta sino todo lo contrario: los nombro para “anular” la maldición; o por lo menos para blindar el corazón y que así no pisemos siempre la misma cáscara. 

Todo lo que sube… 

El axioma newtoniano es inexorable para todos los países, claro, pero en ninguno tiene una aplicación práctica-futbolística tan cruel como en Colombia. Lo que sube gracias al fútbol, especialmente gracias a la selección –la autoestima, el orgullo, el patriotismo, el ánimo, la esperanza– acá se desmorona de forma tan abrupta, inexplicable e irremediable que cuesta creerlo. Y entonces, cada vez –¡el eterno retorno! – cuando estamos arriba nos ilusionamos como la primera vez. "Canchereamos". Nos creemos invencibles. Los chachos de la fiesta. ¡La gran potencia del sur global! 

Como esto no es una diatriba agria y mala leche, me remito a los hechos, que son incontestables. Si alguno se me queda por fuera, querido lector, lo invito a escribirle a CAMBIO para completar la lista y así devolver los pies a la tierra. 

Copa América del 89 

En la Copa América del 87, además de ganar el grupo, derrotar a la Argentina de Bilardo y Maradona en su casa, volvimos del torneo con el Pibe Valderrama como mejor jugador del continente, Arnoldo Iguarán como el goleador del torneo y con el periodismo regional –y los futbolistas e hinchas de las otras selecciones– reconociendo a la Colombia de Maturana como una oda al buen fútbol. Higuita, Perea, Leonel Álvarez, Galeano, De Ávila, Redín, Iguarán fueron nombres respetados que conjugaron nervio y arte. 

Así, como además llegamos clasificados al Mundial, la Copa América del 89 era nuestra. Por fin a nuestro alcance, tan dorada, la copa reflejaría nuestra calidad. Superlativa calidad, para entrar en los términos del inflamado periodismo deportivo.

¿El resultado? Un triste y lánguido tercer puesto en grupos con 4 puntos de 12 en una primera fase muy asequible con Paraguay, Brasil, Perú y Venezuela. Adiós en la primera semana del torneo. De favoritos a parias.  

Juegos Olímpicos del 92

Tres años después, la decepción llegó gracias a la selección olímpica que nos representó en Barcelona. A España llegamos con el pecho inflado por haber hecho un preolímpico brillante en el que le ganamos a Brasil –¡Brasil!– y goleamos a Perú, Venezuela y Uruguay. 

Calero, el Patrón Bérmudez, un tal Faustino Asprilla, Aristizábal, Lozano, Pacheco, Mondragón fueron la columna vertebral de uno de los equipos jóvenes más impresionantes de nuestra historia. ¡Que venga cualquiera que los atendemos a todos, y por turnos! 

Pues bueno: España nos goleó, Catar –¡Catar!– nos sacó el empate, y en el tercer partido perdimos con Egipto –¡Egipto!. Es difícil no ser vulgar para describir el ánimo con el que volvimos a casa. 

USA 94 

Lo del maldito Mundial de Estados Unidos en el 94 es cultura popular. Todos sabemos que llegamos a la inmigración gringa después de ganarle 5 a 0 a Argentina –con Maradona aplaudiéndonos de pie–, que Pelé dijo que éramos los favoritos para alzar la Copa… y que los capos del narcotráfico, con sus sombras omnipresentes, llegaron hasta la concentración del equipo para intoxicar todo con sus presiones y amenazas. 

Todos sabemos en qué terminó la cosa, con la precoz devuelta a casa y, días después, el asesinato más infame del que el fútbol tenga memoria. La esperanza, el orgullo y el optimismo, literalmente, fueron dados de baja por el favoritismo tóxico y por la mafia. 

Después de esa copa del mundo ominosa, entramos en una gran laguna de decepciones que solo se secó en 2014, cuando volvimos a ser parte del mapa futbolístico gracias al brillante Mundial que hicimos en Brasil. De allá volvimos con la etiqueta de equipo alegre y sublevado, y con un James goleador al que ya esperaba el 10 del Real Madrid.

 En la Copa América siguiente, la de 2015 en Chile, otra vez pasamos de la altivez y el favoritismo al paludismo. Mediocre tercer puesto en grupos y eliminación en segunda fase contra Argentina. Nada. 

De favoritismo y autosabotaje 

No soy psicólogo, pero en este punto, el segundo peligro del invicto de Lorenzo, creo saber de lo que hablo, pues al igual que el audaz lector, alguna vez lo he experimentado: ser favorito y responder, en cualquier ámbito, del fútbol hasta el periodismo pasando por el partido de ping pong contra el suegro, es algo que se aprende y que se entrena. La expectativa –ajena y propia– es un fenómeno psicológico que les cuesta incluso a las mentes más robustas. Lo confesó Federer en un discurso que dio hace un par de días. 

Por eso sigue teniendo vigencia el postulado del autosabotaje inconsciente de Freud. Por un lado, le tememos –y le huimos– a lo desconocido, en este caso tener éxito, ser campeones, ganarles a los mejores; y por otro, nos resistimos, con las vísceras, a creernos merecedores y capaces de consumar nuestras capacidades y virtudes; dicho coloquialmente: algo adentro, muy adentro, se resiste a creernos el cuento.  

Entonces se entiende por qué Pelé nos hizo un enorme daño al lanzarnos al abismo de lo desconocido cuando dijo que Colombia iba a ganar el Mundial de Estados Unidos. Se entiende porque James, que precozmente fue lanzado al abismo de ser el 10 del equipo más difícil del mundo, se desmoronó de a poquitos. Porque Farah no pudo ganar el punto definitivo para vencer a Federer en Wimbledon en 2009, pues ganarle a la leyenda era algo ajeno para su sistema. Ahí caben también las finales perdidas por el América de Cali en Libertadores, que no ha podido descifrar el agujero negro de ser el mejor equipo del continente. 

A cambiar favoritismo por resultados y títulos, se aprende fallando. Una y otra vez, hasta que las células –y esto se hereda– se acostumbran a tener que corroborar en la cancha lo que se murmura afuera. La historia exige paciencia.  Si a Messi –¡Messi!– le tocó aprender a creerse el cuento con Argentina –y nadie puede decir que no pagó el precio freudiano de tres finales de Copa América y una de la copa del mundo perdidas–, no podemos esperar nada distinto de James, Arias, Matheus y Luis Díaz. 

Ninguno de nuestros futbolistas, excepto el 7 de Liverpool, se exponen en su cotidianidad a ser los favoritos y a tener que salir campeones. Esta etiqueta de invencibles que engañosamente viene con los invictos prolongados, les es nueva. Están aprendiendo cómo se come la narrativa de ser los mejores y eso de que Mr. Chip salga con sus estadísticas burócratas a decir a los cuatro vientos, y en las cuatro redes, que la Selección Colombia es la de mejor forma del mundo. 

Querámoslo o no, hay que tenerles paciencia. Y aprender con ellos, como hinchas, a aceptar que somos novatos en tener estadísticas tan favorables y un respeto unánime. Contra Paraguay, el próximo lunes, cuando empiece la función, sabremos si le ganamos o no a Freud y a Newton. Y qué tanto hemos aprendido a que las estadísticas, en el fútbol, así se hayan convertido en el gran fetiche, están ahí para romperse; y con ellas el corazón y el ánimo de los más inflamados y confiados. No hemos ganado nada, no hemos hecho el primer gol. 

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