Acuerdo pandémico de la OMS: una oportunidad perdida y la consagración de la injusticia como norma escrita

El Acuerdo Pandémico podría ser ratificado en mayo de 2025.

Crédito: Colprensa

14 Abril 2025 04:04 pm

Acuerdo pandémico de la OMS: una oportunidad perdida y la consagración de la injusticia como norma escrita

En análisis para CAMBIO, el economista y PhD en salud pública, Germán Velásquez, critica el proyecto de Acuerdo Pandémico preparado por la OMS el cual, de aprobarse en mayo, según Velásquez, priorizaría “la protección de los intereses comerciales de la gran industria farmacéutica por encima de la salud de los pueblos”.

Por: German Velásquez

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En medio de las profundas cicatrices que dejó la pandemia de covid-19 en el mundo –millones de muertes, sistemas de salud colapsados y economías fracturadas–, la comunidad internacional tenía una oportunidad histórica: redactar un tratado vinculante, ambicioso y equitativo que corrigiera las profundas fallas del sistema global de salud. Pero lo que ha surgido del proceso de negociación que duro más de tres años del Órgano de Negociación Intergubernamental (INB) de la OMS es, lamentablemente, todo lo contrario: un documento débil, diluido y estructuralmente injusto, que prioriza la protección de los intereses comerciales de la gran industria farmacéutica por encima de la salud de los pueblos. Ese anuncio del 15 de abril deberá ser ratificado por la Asamblea Mundial de la Salud de mayo de 2025.

Uno de los aspectos más indignantes del texto actual es la propuesta de reservar únicamente un 10 por ciento de la producción global de vacunas, medicamentos y herramientas médicas para los países en desarrollo en caso de futuras pandemias. Este número no solo es insuficiente, sino que representa una legitimación explícita de la desigualdad. Convertir en política acordada lo que durante la pandemia fue una injusticia denunciada a nivel mundial, es convertir la discriminación en norma escrita. Es institucionalizar la exclusión.

Durante la pandemia de covid-19, mientras los países del Norte Global acaparaban dosis y firmaban contratos preferenciales con las grandes farmacéuticas, la gran mayoría de los países del Sur Global quedaron en espera, dependiendo de donaciones tardías o de mecanismos como Covax que nunca estuvieron a la altura de las necesidades. Esta brecha tan brutal llevó al propio director general de la OMS, doctor Tedros Adhanom Ghebreyesus, a calificar la situación como un verdadero “apartheid sanitario”. Y tenía razón: mientras algunas naciones vacunaban a su población por tercera vez, otras ni siquiera habían recibido dosis suficientes para proteger a los trabajadores de la salud.

Frente a este precedente tan doloroso, resulta inaceptable que la solución propuesta para futuras pandemias sea un compromiso mínimo del 10 por ciento. Lejos de corregir el error histórico, este número lo reafirma. No se trata de un avance; es un retroceso enmascarado de cooperación. ¿Cómo puede justificarse un sistema internacional de salud que, frente a una emergencia global, formaliza la distribución desigual de las herramientas necesarias para salvar vidas?

Este enfoque no es solo éticamente insostenible, sino también estratégicamente miope. Las pandemias, por definición, no reconocen fronteras. Un acceso desigual a vacunas y tratamientos no solo prolonga innecesariamente el sufrimiento humano en los países excluidos, sino que permite que el virus continúe circulando y mutando, poniendo en riesgo incluso a aquellos que inicialmente estuvieron protegidos. La solidaridad no es solo una cuestión moral: es una necesidad sanitaria global. Y más que solidaridad, que vimos fracasó durante el covid-19, se trataba de exigir justicia a través de un tratado internacional vinculante.

Además, el texto mantiene la transferencia de tecnología en términos completamente voluntarios, replicando el mismo esquema que ha fracasado durante más de 80 años. Esta “voluntariedad mutualmente acordada” es, en realidad, un mecanismo para perpetuar el control exclusivo que las grandes farmacéuticas ejercen sobre el conocimiento y la producción. No hay medidas concretas para obligar a compartir licencias, abrir patentes o establecer centros regionales de producción. Es decir, se preserva el modelo de monopolio privado incluso ante emergencias sanitarias globales.

El concepto de “Una Salud” debilita y diluye el poder de la OMS

En medio de la negociación del tratado pandémico, ha surgido y se integró en el texto, el concepto de One Health o “Una Salud”, una idea en apariencia noble que busca integrar la salud humana, animal y ambiental. Sin embargo, detrás de esta propuesta aparentemente holística se esconde un movimiento más profundo y estratégico: el progresivo vaciamiento del poder y la autoridad de la Organización Mundial de la Salud (OMS) como organismo rector de la salud global.

No es la primera vez que esto sucede. La historia reciente ofrece precedentes claros. En los años noventa, en plena crisis del VIH/Sida, en lugar de fortalecer el rol de la OMS, se creó Onusida, una agencia interagencial que respondió más a intereses geopolíticos que a una necesidad técnica. Poco después, el programa de vacunación que era competencia de la OMS fue externalizado mediante la creación de Gavi, la Alianza para las Vacunas, una entidad público-privada donde actores filantrópicos y corporativos ganaron un lugar preferente en la mesa de decisiones sanitarias.

El patrón se repitió con la financiación de la lucha contra el sida, la malaria y la tuberculosis: aunque la OMS propuso un mecanismo para canalizar recursos, lo que terminó aprobándose fue el Fondo Global, otro organismo independiente cuya existencia, aunque relevante en resultados, fragmentó aún más el ecosistema de la gobernanza sanitaria internacional.

Hoy, “Una Salud” parece ser el nuevo caballo de Troya. Bajo el discurso de la interdependencia de salud entre humanos, animales y medioambiente –lo cual es científicamente incuestionable– se impulsa una arquitectura de gobernanza paralela, en la que participan entidades como la FAO, la OIE (ahora WOAH) y el PNUMA. Al incluir nuevas agencias en la gestión de amenazas pandémicas, se diluye aún más la responsabilidad de la OMS, justo en el momento en que debería reforzarse su liderazgo para enfrentar futuras crisis globales.

Este enfoque, más que una solución integradora, corre el riesgo de ser funcional a una estrategia de gobernanza distribuida, en la que ninguna agencia tenga el poder suficiente para liderar con claridad, pero muchas tengan acceso a recursos, y visibilidad.

La creación de nuevas estructuras siempre parece responder a la insatisfacción con el statu quo, pero también refleja una preferencia por fórmulas de gobernanza en las que los grandes donantes y actores privados tienen mayor capacidad de influencia. Así, en lugar de reformar y empoderar a la OMS, se opta por crear alternativas que se ajusten mejor a los intereses de ciertos países industrias y fundaciones.

En lugar de seguir fraccionando el mandato de la OMS, el tratado pandémico debería servir para blindar su autonomía, asegurar su financiación básica e incondicional, y reconocer que, sin una OMS fuerte, coordinada y respetada, la próxima pandemia no se enfrentará con eficacia, sino con caos institucional.

La asimetría en las negociaciones ha sido evidente desde el inicio del proceso. Las voces del Sur Global han sido sistemáticamente desoídas y debilitadas, como se refleja en la decisión de aplazar discusiones cruciales como el Sistema de Acceso y Beneficios Compartidos (PABS). Este sistema, que podría asegurar que los datos, muestras y tecnologías compartidas durante una pandemia se traduzcan en beneficios reales para todos, ha quedado en suspenso. Se dilata así una medida esencial que podría equilibrar el acceso y corregir la desigualdad estructural.

Y en medio de este desequilibrio, el secretariado de la OMS, lejos de actuar como un árbitro neutral, ha sido criticado por favorecer posiciones más alineadas con los intereses de los países ricos y de la industria que con el mandato original de garantizar un tratado equitativo y vinculante. El resultado es un documento que no protege a la humanidad entera, sino a los intereses de una minoría con poder económico y político.

En conclusión, la comunidad internacional se resigna –o se somete– a un acuerdo pandémico que no previene futuras injusticias, sino que las consagra. Lejos de ser un tratado transformador, lo que se ha producido es un manual de buenas intenciones sin dientes, diseñado para mantener intactas las estructuras que permitieron el apartheid sanitario del covid-19.

Se nos prometió un nuevo paradigma de salud global. Lo que tenemos hoy es más de lo mismo. Y con eso, no se evitarán las próximas tragedias; simplemente se repetirán. Veremos si el conjunto de los países de la OMS da el paso a ratificar, en el próximo mes de mayo, en la Asamblea Mundial de la salud, un texto que hace de la injusticia una norma escrita.

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