Rodrigo Botero
22 Mayo 2023

Rodrigo Botero

Degradación armada en los territorios indígenas amazónicos. ¿Hasta cuándo?

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A la hora de escribir esta nota aún no se encuentran los niños que cayeron en la avioneta en las selvas de Chiribiquete. Duele la noticia de los cuatro niños indígenas asesinados por un grupo armado, que dice estar en “proceso de diálogo” con el gobierno.

De otra parte, leo con atención cómo el presidente y su equipo más cercano sancionaron el Plan Nacional de Desarrollo a los pies del cerro de Mavicure, río Inírida, en el Guainía. 

Son tres elementos de una misma historia, a mi juicio. Por un lado, la caída de la avioneta; un evento doloroso al que asistimos periódicamente, durante toda la vida, quienes trabajamos en la Amazonía. Décadas de abandono: pistas en pésimas condiciones, controladores aéreos que no controlan, inspección técnica a cargo de pilotos, y por supuesto, todas las economías ilícitas llenando esas pequeñas aeronaves sin control alguno. Es el absurdo de tener la certeza de la impredecibilidad en la seguridad aérea. 

Pero lo que sí empieza a ser una pesadilla certera es el abandono absoluto de los indígenas y los territorios amazónicos, la cuarta parte del país, al ejercicio bizarro de cuanto grupo armado se encuentra en ese vasto escenario. Desde el vertiginoso crecimiento del llamado Estado Mayor Central hasta el concentrado poderío fronterizo del extenso río Putumayo, en medio de un mar de coca, de los llamados Comandos de la Frontera. Por si fuera poco, la Segunda Marquetalia acecha, y es acechada, en cuanto espacio dejan los antiguos compañeros, sus reclutados y los contratados. 

Constituir un ejército no es cuestión de armarlo solamente. Menos, si se quiere resaltar su origen político. El afán expansionista ha llevado a muchos de estos grupos, principalmente al EMC, a cubrir la mayor parte del territorio en estos últimos años, y sus fronteras. En este proceso, esta mezcla explosiva ha generado una entrada brutal sobre territorios indígenas, y sus autoridades tradicionales y shamánicas, que golpea duramente sus formas de organización cultural, política y, sobre todo, sus jóvenes. 

Nada más irónico que ver hoy en la mitad de las malocas combatientes armados “discutiendo” los criterios de su presencia en los territorios con los últimos sobrevivientes de las caucherías, y la larga guerra colombiana. Peor aún, nuevos “liderazgos” que se dejan instalados en las comunidades, confrontando shamanes y autoridades tradicionales. Ahora el shamanismo tiene que confrontar con los “exploradores armados” del oro y las explicaciones del control de la naturaleza son motivo de risa para sus poco ilustrados interlocutores.

Las viejas prácticas del Frente 1 de las Farc y otros más, de cubrir sus frentes con población indígena, se han recrudecido. Ya sea por reclutamiento forzado, por ignorancia, por presión silenciosa, por involucramiento en economías ilícitas, cada vez más población indígena está siendo llevada a “formarse”. En terreno, por allá en los ríos Apaporis, Mirití, Bajo Caquetá, Cahuinarí, entre otros, las hostilidades incluyen las restricciones de movilidad, los minados en sus resguardos, el control sobre los proyectos que pueden o no ejecutar (como lo es la amenaza y restricción para ejecutar proyectos con Parques Nacionales) el robo de motores y equipos para protección de territorios, e inclusive, los cobros por los ingresos derivados de proyectos de carbono. 

Hace unos días, un curtido hombre de campo, mestizo, de piel cobriza, rasgos angulares, como inspirando a Guayasamín, me preguntó: “¿Por qué, si están entrando a un proceso de paz, siguen reclutando niños?” Lo miré con sorpresa, y de repente, su rostro se llena de lágrimas y me confiesa: “Soy padre soltero; solo les pude dar hasta primaria, y se acaban de llevar a mi tercer hijo, en diciembre”. Esas lágrimas retumban en mi ser, hoy. Su tristeza, sumada a la nostalgia de las luchas que enfrentó: las marchas cocaleras, las operaciones militares, las “purgas de infiltrados”, y ahora esto.

Si esto ocurre a la vuelta de cada río olvidado, en una Colombia que confunde Solano con Calamar, o Yarí con Apaporis, también en los llamados cascos urbanos fronterizos, estamos siendo copados. Pasaba yo a revisar la invasión de dragas brasileras en el Puré y Purité, cuando de repente veo que algunos milicianos suben a la pista de La Pedrera a tomarnos fotos. Quedaron bonitas, pues al lado estaban los miembros de la Policía y del Ejército y allí acantonados, algunos de ellos, en el “coqueteo” de menores, con tan trágicos desenlaces en tantas partes del país. En la noche, motores 70 pasaban mercancía de 1 a 4 a.m., y hasta luces nos hacíamos con linterna. Lo mismo pasa, en Araracuara, Tarapacá, El Encanto, Arica, y otros más. Mas de 6.000 kilómetros de ríos amazónicos hoy no tienen control ni atisbos de él, cosa que deberá ponerse sobre la mesa en el mecanismo de cese y monitoreo. Dura tarea, ministro Velásquez, la que se viene. 

Por el otro lado, en los piedemontes, la situación es caótica. Amenazas de cuanto grupo haya, invasiones de tierras, invasiones de coca, invasiones mineras, invasiones... Esa es la constante. Por allá en Guaviare, en nombre del desarrollo y para combatir la pobreza, se ven carreteras inconsultas, en resguardos que no las piden, pero que en nombre del pueblo y con plata oficial, se consolidan. Una finca de más de 500 hectáreas pasa hoy por el resguardo la Yuquera, con carretera y todo, corrales, jagueyes, invadiendo su pedazo de territorio. Curioso, fue de las pocas fincas que pudieron ampliar su área de deforestación y quemas, a pesar de la prohibición que recibieron de EMC, en todos los departamentos del arco amazónico. Muchos casos más están documentados, pero la justicia no llega. Ojalá que el diálogo cambie esta tendencia.

El presidente Petro acaba de sancionar el Plan Nacional de Desarrollo, en Mavicure. Me parece muy interesante este mensaje; creo que es absolutamente consciente de lo que nos estamos jugando en este territorio. Creo, ahora más que nunca, que el riesgo de un proceso de cooptación de Estado y fragmentación regional de grandes proporciones es un riesgo muy alto para este país. 

Lo que ocurre con las poblaciones indígenas y los grupos armados no es un asunto exclusivamente derivado de la existencia de los actuales grupos; hemos sido incapaces, durante décadas, de establecer una economía sana, de reconocer y fortalecer los gobiernos indígenas, (a pesar de tener el decreto Ley 632 para poner a funcionar los territorios indígenas como entidades territoriales de carácter especial); de incluir su visión, sabiduría y líderes en la gestión institucional. No hemos sido capaces de arrebatar los gobiernos regionales y municipales a esas organizaciones políticas y económicas que además de débiles, poco representativas, clientelistas, muchas veces corruptas, y hasta xenófobas, han condenado estos territorios a la marginalidad y la desesperanza. 

Sueño con ver los niños murui del fondo del monte, sonrientes. Sueño con no ver más niños indígenas reclutados, y menos aún, masacrados por intentar regresar a sus comunidades. Sueño con que el diálogo político con estos grupos armados logre desmontar esta pesadilla territorial. Sueño con ver los gobiernos indígenas funcionando, y a este país aprendiendo algo de los últimos shamanes vivos de esta selva que mantienen la biodiversidad y la regulación climática de nuestra región.

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